Authors: David Leavitt
—¿Le ha encontrado el indio, señor? —pregunta el portero.
—Sí, sí me ha encontrado. Gracias. Tome la llave.
—Muy bien, señor —dice el portero, y vuelve a deslizar la llave en su enorme aro. ¿Cuántas llaves habrá ahí? Una de ellas, como muy bien sabe Hardy, abre su propia puerta, mientras que las demás abren las puertas de los ausentes y los muertos.
A principios de verano, muere Sophia Hardy. En Cranleigh, el párroco de la infancia de Hardy, ahora un hombre maduro y corpulento, les hace una visita a él y a Gertrude. Les dice que rezará por su madre, cosa que a Hardy le parece una provocación, teniendo en cuenta su explícito ateísmo y la indiferencia de Gertrude por la religión.
—Deben de echarla mucho de menos —dice el párroco, como si fuera Norton, a lo que a Hardy le gustaría responder: «No. Sus últimos días fueron un aburrimiento. Quizá para ella no; se podía entretener con su dolor, y con multitud de acompañantes, vivos y muertos, que iban entrando y saliendo de su cuarto rápidamente, unos detrás de otros. Hombres y mujeres de los que no habían oído hablar en su vida, un hermano que se había ahogado de pequeño, su padre (aunque raras veces)». Ya casi al final, siempre tenía las manos ocupadas. Parecía más empeñada en vivir de lo que había estado en años. No paraba de hablar, a pesar de que no acababan de entender lo que decía. Hasta entonces, cada vez que había estado al borde de la muerte había dado marcha atrás, aunque cada vez menos conectada con el mundo de los vivos, como si hubiera dejado otro pedazo de sí misma a su espalda. Y entonces en junio, un jueves por la mañana, se había muerto de verdad. Quizá porque Hardy, por una vez, no había regresado a tiempo para proporcionarle una razón de vivir. Se quedó atrapado en Cambridge debido a unos misteriosos retrasos ferroviarios. Cuando consiguió llegar a Cranleigh, ella ya llevaba dos horas muerta: la serie que constituía su muerte (medio camino, una cuarta parte, una octava) se había adentrado por fin en el infinito. Y cuando Gertrude se lo dijo, la abrazó, no por el dolor que sentía, sino por la alegría. Al fin se había terminado aquello para los dos.
Evidentemente no le cuentan al párroco nada de esto. Su madre era una mujer practicante, y por respeto a ella cumplen con las formalidades requeridas por cualquier párroco: organizar el funeral y darle a ese hombre, que en realidad no sabe nada de su madre, la información necesaria para que pueda hacer un panegírico. A la media hora dice que tiene que irse, y Hardy lo acompaña hasta la puerta. Empieza a ponerse el sol.
—No me he olvidado de aquella conversación que tuvimos —dice en el umbral—. ¿Se acuerda? íbamos paseando entre la niebla.
—Sí que me acuerdo —dice Hardy, aunque no añade que le sorprende que el párroco también se acuerde. Al fin y al cabo, hace muchos años de eso. El párroco debía de tener como mucho veinticinco años; en cambio ahora debe de tener… ¿cincuenta y cuatro? ¿Será posible?
—En aquel momento me pareció usted un descarado, aunque ahora me doy cuenta de que tenía que haberle tomado más en serio. Debería haber rezado por su salvación. Se ha convertido en un incrédulo.
—Es cierto.
—Pero un incrédulo muy especial. Siempre tratando de aventajar a Dios. Déjeme que le advierta una cosa: al final perderá.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Un barco llegado de Dinamarca, un temporal en alta mar… —El párroco le pone la mano en el hombro a Hardy, pero él retrocede—. Piense al menos en la posibilidad de la gracia. Tal vez Dios quería que sobreviviera. Y tal vez sea usted creyente, de hecho. Si no, ¿para qué luchar tanto?
—¿Cómo sabe todas esas cosas?
—Cambiando de tema, creo que su estudiante indio no está bien. Lo siento.
—Gracias.
—Por favor, dígale que le tengo presente en mis oraciones.
—¿Por qué? No es de su religión.
—La oración puede trascender las particularidades de la fe. Quizá le ayude saber que otros piensan en él.
—No sé si estoy muy de acuerdo. Según mi experiencia, cuando la gente reza por los moribundos, se mueren antes, bien porque ellos suponen que esas plegarias funcionarán y dejan de cuidar de sí mismos, bien porque saber que toda esa gente está rezando continuamente por ellos les hace sentirse obligados a mejorar, y esa presión acaba con ellos.
—Una teoría interesante. En ese caso, no debería decirle nada a su estudiante, a pesar de que yo seguiré rezando por él de todas formas. Bueno, adiós, señor Hardy. —Y el párroco le tiende la mano. Hardy se la estrecha; unos dedos fláccidos le resbalan por la palma de la suya. Luego el párroco se va, dejando a Hardy preguntándose una vez más quién le habrá contado lo que pasó en Esbjerg. ¿Sería Gertrude? No cree. ¿Su madre, entonces? ¿Pero le mandó a su madre una postal? No se acuerda.
Vuelve a entrar en casa. Gertrude está abriendo las cortinas, permitiendo que penetre una pálida luz en una habitación que lleva semanas a oscuras. Se acerca a ella, y al final se dejan arrastrar por una especie de vértigo que lleva gestándose horas. Llaman a Maisie y los tres juntos, en una especie de frenesí eufórico, sacan del cuarto de estar la cama donde murió la señora Hardy, y vuelven a colocar los muebles en su posición original. ¡Luz, luz! Gertrude se pone a limpiar, retirando ese polvo que en su día fue la piel de su madre, mientras Maisie friega el suelo. Después no saben muy bien qué hacer, así que juegan una partida de ajedrez. Hardy pierde, lo que no deja de sorprenderle. Por lo visto eso hace feliz a su hermana, que una vez más estalla en carcajadas. Luego parece que ya no están para risas y se van a la cama, a pesar de que aún es temprano, a pesar de que todavía no ha menguado la luz del cielo.
Por la mañana dan un paseo por el pueblo. Hombres y mujeres a quienes apenas conocen (tenderos, antiguos alumnos de su padre convertidos en hombres maduros) les saludan y les dan el pésame. Cuando regresan a su casa, Gertrude está inquieta.
—Sólo es cuestión de tiempo —dice, quitándose los guantes—. Ya verás, va a llamar el dueño de la funeraria para decirnos que mamá se ha despertado y ha propuesto una partida de Vint. —Se echa a reír de nuevo, y esta vez se trata de una risa estridente, un poco loca.
—Lo dudo —dice Hardy—. Aunque con mamá nunca se sabe.
—¿Cómo se llama… el sitio donde el de la funeraria hace… lo que sea que haga?
—No tengo ni idea. ¿Sala? ¿Estudio?
—¿Salón?
—Como una peluquería francesa. —De repente Hardy también se echa a reír, los dos se ríen como niños con una risa contagiosa, hasta que se revuelcan literalmente por el suelo, con lágrimas en los ojos.
Dos días más tarde, el párroco celebra el funeral. Consiguen pasar el trago sin que se les escape una sonrisa, aunque Hardy casi se viene abajo cuando, durante su panegírico, el párroco se refiere a su madre como «una extraordinaria jugadora de cartas». Después dan una recepción: figuras espectrales, casi todas irreconocibles, moviéndose por el cuarto de estar y sosteniendo tazas de té, mientras Maisie sirve sándwiches que nadie se atreve a comer. ¿Por qué será, se pregunta Hardy, que comer tras un funeral se considera una falta de respeto hacia el muerto? Mientras se toma su té, observa cómo el párroco mira los sándwiches; disfruta al ver la batalla espiritual que se libra en el alma del párroco, entre el deseo y el deber, la tentación inherente a esos sándwiches diabólicos y la voluntad de resistirse. Y al final vence la voluntad.
—Debe de estar tan orgulloso de sí mismo —le dice Hardy a Gertrude después de que se haya ido el último de los invitados, cuando están engullendo los sándwiches—. Seguro que se está haciendo unos sándwiches ahora mismo en la casa parroquial. Unos sándwiches enormes, de esos que comen los americanos.
Gertrude se ríe con tantas ganas que por poco se ahoga. ¡Cuánta hilaridad! Hardy se va a la cama esa noche muy asombrado: nunca se imaginó que la muerte pudiera ser divertida. ¿Y qué nuevos giros cómicos les traerá el día siguiente? Al día siguiente tienen una cita con el abogado de su madre, el anciano señor Fanning, que parece salido de otro siglo, como si lo hubiera catapultado hasta el presente la máquina del tiempo de Wells, con toda su parafernalia de plumas y plumines y libros de contabilidad escritos a mano. Evidentemente ése es un asunto mucho más serio. La verdad es que ninguno de los dos sabe cuánto dinero tenía su madre. Y dado que, con toda probabilidad, Hardy nunca va a escribir su libro sobre Vint o su novela de misterio, no le vendría nada mal el dinero. Lo mismo que a Gertrude. Así que escuchan atentamente mientras el señor Fanning, con mucha ceremonia, lee las condiciones del testamento. Como era de esperar, tanto la casa como el patrimonio han de ser repartidos equitativamente entre los hijos de la difunta. Godfrey Harold y Gertrude Edith. En cuanto a su valor… Ahí el señor Fanning hace una pausa, y deja un momento el testamento.
—Desgraciadamente —dice—, parece ser que en sus últimos años su madre permitió… que se acumularan ciertas deudas.
—¿Qué clase de deudas? —pregunta Hardy.
—La mayoría son deudas corrientes, dinero que se les debe a los tenderos, por el carbón y por el reparto de la leche. Y, por supuesto, las facturas del médico. Pero hay otras deudas (deudas más antiguas), que al parecer heredó de su padre. Él había pedido prestado cierto dinero, hace muchos años, y con el interés la suma que se debe ahora es… considerable.
—Nunca nos dijo nada.
—Sospecho que tenía la esperanza de que con meter los avisos de pago en un cajón desaparecerían, por así decirlo. Suele suceder con las personas mayores.
—¿Cuánto se debe? —pregunta Gertrude.
—No tanto como para que no pueda pagarse con el patrimonio. Pero quedará muy poco.
—¿Eso incluye la casa?
—No, la casa está a salvo.
—Gracias a Dios —dice Gertrude—. Gracias a Dios al menos por eso.
Más tarde, ya en casa, por una vez no se ríen.
—Me preguntó por qué papá pediría prestado ese dinero —dice Hardy—. ¿Tú crees que tenía una amante? ¿O que jugaba?
—¿Papá? No seas ridículo.
—Nunca se sabe. Bájate, por favor. —Es el terrier otra vez, que apoya las patas en las rodillas de Hardy mientras él se quita el sombrero—. Bueno, por lo menos si vendemos la casa nos darán algo.
—¿Si vendemos la casa? ¿Pero qué estás diciendo? —Gertrude achucha a la perra contra el pecho.
—Creía que querías mudarte a Londres.
—Puede que sí. Pero de todas formas… no quiero vender esta casa. Es donde nosotros crecimos, Harold. Debemos conservarla para la familia.
—No me parece muy probable que ninguno de los dos vaya a tener hijos.
—No estés tan seguro.
—¿Insinúas que podría casarme?
—¿Y tú que yo nunca me casaré?
De repente, ella se echa a llorar. Él se queda perplejo.
—Gertrude —le dice, pero ella aparta la vista. Ha metido la cara en el pelo del lomo de la perra; esa pobre perra, que ahora se ha quedado completamente quieta entre sus brazos, igual de desconcertada que Hardy ante su efusividad—. Gertrude, ¿por qué lloras?
—Está muy claro. Se acaba de morir nuestra madre.
—Pues ayer estabas contenta.
—Pero no porque se hubiera muerto. Sino porque ya hubiera pasado todo. No es lo mismo. ¿En serio me dices que no ves la diferencia?
Él no responde. Ella deja a la perra en el suelo.
—Tú debes de sentir algo parecido —le dice.
—¿Como qué?
—¿No te da pena?
Pues la verdad es que no. Y tampoco encuentra lógico el cambio que se ha operado en su hermana. Al fin y al cabo, ¿no insistía tan sólo hace unos días en que lo único que la retenía en Cranleigh era la carga de tener que cuidar a su madre? Y ahora que le han quitado ese peso de encima, no va a mover un dedo por escapar. En vez de eso, se va a la cama. Se saca el ojo de cristal y se acurruca, como ha hecho toda su vida, en la estrecha cama de su infancia.
Y entonces su actitud hacia él cambia, sutil pero claramente. Por primera vez en su vida parece considerarlo un adversario. Aunque nunca hablan de ello, la casa, y sus ideas tan distintas respecto a lo que deberían hacer con ella, se convierten en una barrera. El piso de Pimlico está vacío; Alice Neville se ha mudado, con su marido, a Bayswater. Sin embargo Gertrude, a pesar de la eliminación de este último obstáculo, ni siquiera va a pasar un fin de semana a Londres. «Me dan miedo los ataques aéreos», dice; en cambio al propio Hardy no le dan ningún miedo los ataques aéreos. Por el contrario, sueña con la posibilidad de que le sorprenda alguno y de ver a los zepelines pasando por encima de su cabeza como enormes ballenas aéreas. ¿Pero por qué? Sabe que, si tuviese que sufrir realmente un bombardeo, no se lo podría tomar tan a la ligera. Norton se vio atrapado en uno, y luego se pasó un par de días sin parar de temblar. Aun así… ¿cómo explicar esta añoranza secreta de Apocalipsis? Supone que otros la comparten con él. Tal vez la catástrofe les sacara de la apatía. A veces, de noche, desde la ventana del piso de Pimlico, se queda contemplando el cielo negro con la esperanza de ver surgir unas luces brillantes, de escuchar un rumor lejano. Pero nunca le ha sucedido. Por lo visto el cielo sólo se vuelve naranja y las sirenas se ponen a aullar cuando él está en Cambridge o en Cranleigh. Todos los días los periódicos publican listas de muertos, todos los días las repasa, buscando nombres conocidos. Si cada vez son menos es únicamente porque la mayoría de los hombres que conoce ya han muerto. No hay una reserva infinita de juventud. Y aunque nunca ve el nombre de Thayer, eso no significa que Thayer no haya muerto. Mientras tanto espera una nota, pero no le llega ninguna.
Por razones que no comprende del todo, empieza a pasar más tiempo en Cranleigh del que pasaba antes de que se muriera su madre. Gertrude se muestra indiferente no sólo ante su presencia, sino ante sus esfuerzos por volver a ganarse su cariño. Una tarde, mientras están comiendo fuera, en el césped trasero, hasta intenta hacerse amigo de su perra. De todos modos Gertrude apenas se da cuenta.
—Eh, Daisy —le grita, y tira una vieja pelota de tenis al fondo del césped. Pero, a pesar de que Daisy va a buscarla y la recoge, no se la devuelve, sino que viene corriendo hacia él, y cuando Hardy intenta quitársela de la boca, sale disparada, vuelve corriendo de nuevo y sale disparada otra vez. Y así sin descanso—. Esto es ridículo —dice al cabo de un rato—. Se supone que tienes que recuperar la pelota.