El contable hindú (54 page)

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Authors: David Leavitt

—Ramanujan en concreto está interesado en los fenómenos psíquicos. Varas de zahorí,
poltergeists
, escritura automática. Apariciones.

—¿Ramanujan?

—Sí.

—Seguramente no le sorprenderá que, en mi opinión, todo eso no sean más que bobadas.

—No, no me sorprende. Ni tampoco le sorprendería a Lodge. Ya cuenta con el desprecio, y lo acepta como algo inevitable.

—Entonces, ¿por qué sigue adelante?

—Porque cree que los fenómenos sobrenaturales merecen ser investigados.

—Pero esos fenómenos no son reales. Son producto de la imaginación de la gente.

—Quién sabe… ¿Nunca ha tenido experiencias sobrenaturales, señor Hardy?

Hardy piensa en Gaye, en sus inoportunas visitas esporádicas. ¡Qué desconcertantes podían ser esas apariciones repentinas! Aunque no eran más que sueños, ¿no?

—No, nunca. ¿Y usted, Mahalanobis?

—En la India —dice Mahalanobis— estas cosas se consideran… vamos a decir parte de la vida cotidiana. Mi abuela solía afirmar que tenía visiones. Una vez recibió un mensaje de las llamas del fuego. Una voz la avisó de que no visitara la casa de una vecina. Ella la obedeció, y ese mismo día, en la casa de la vecina, hubo un brote de tifus.

—Pudo ser pura coincidencia. O su abuela podría haber
creído
que había tenido esa visión, después de que se produjera el brote.

—En lo que a mí respecta, dicen que en ciertas habitaciones de King's hay fantasmas de los compañeros muertos. El invierno pasado puse una bufanda en el armazón de la cama una noche antes de acostarme. Por la mañana había desaparecido. Revolví toda la habitación buscándola. Supuse que me fallaba la memoria, que la habría dejado en el Hall o en el tren. Y entonces, este invierno, el primer día de frío, apareció otra vez perfectamente doblada en mi cajón.

—Bueno, podría haberla metido usted en el cajón y haberse olvidado.

—Abro ese cajón todos los días. No, sospecho que un fantasma necesitaba esa bufanda.

—Se supone que los fantasmas no tienen frío…

—Ése es el tipo de cosa sobre la que Sir Oliver nos habría hecho reflexionar.

Hardy se ríe.

—Así que ¿hablan de estas cosas cuando cenan juntos?

—Al principio Ananda Rao y yo éramos escépticos. Pero Ramanujan acabó convenciéndonos. ¿Sabe?, él también ha tenido ciertas… experiencias.

—¿Como por ejemplo?

—Dudo que le creyera.

—A ver.

Mahalanobis aparta la vista un momento, como tratando de decidir si contárselas a Hardy equivaldrá a una falta de lealtad. Luego dice:

—Está bien. Esto fue en Kumbakonam, antes de venir a Inglaterra. Una noche tuvo un sueño. Estaba en una casa que no conocía, y bajo una de las columnas de la veranda vio a un pariente lejano. El pariente estaba muerto, y su familia estaba de luto. Ahí se acabó el sueño, y él se olvidó de él hasta que cierto tiempo después tuvo ocasión de visitar al mismo pariente, que entonces estaba viviendo lejos de Kumbakonam. Imagínese su sorpresa cuando comprobó que la casa era la misma que había visto en su sueño; y no sólo eso, sino que había un paciente que estaba en tratamiento médico en la misma casa. Luego vio al hombre echado en un colchón bajo la misma columna que había visto en el sueño. Y el hombre murió allí mismo.

Hardy alza las cejas.

—Pero en la visión era su pariente el que se moría —dice—. No un desconocido en la casa del pariente.

—Sí. Una incongruencia. Tal vez una especie de… mala interpretación, de malentendido. Sir Oliver hace hincapié en que los mensajes que se reciben en una sesión no siempre se pueden interpretar literalmente.

—Juega sobre seguro, ¿eh?

—Puede. Aun así, ¿por qué no investigar estas cosas? Científicamente, claro. Experimentos controlados.

—¿Pero cómo podemos investigarlas? ¿Qué instrumentos íbamos a emplear?

—Varas de zahorí, la güija… Siempre hay instrumentos para quienes están dispuestos a usarlos.

Han llegado hasta las puertas de Trinity. Con mucha ceremonia, Mahalanobis se inclina en señal de respeto.

—Bueno, tengo que dejarle. Debo regresar a mi propio College. Que pase un buen día, señor Hardy.

—Igualmente, señor Mahalanobis. —y se dan la mano.

Todo muy extraño, piensa Hardy mientras entra en la caseta del portero. ¡Si por lo menos Gaye se le apareciera ahora mismo, para soltar alguno de sus sabios comentarios mordaces, y así ayudar a Hardy a salir del embrollo de las palabras de Mahalanobis! Aunque, si Gaye apareciese, eso sería un fenómeno psíquico. En cuyo caso, Lodge tendría razón.

Hardy se acerca hasta la mesa del portero. El portero está anotando cifras en un libro de contabilidad.

—Buenas tardes, señor —dice—. ¿Ha ido a visitar al señor Ramanujan?

—Exactamente.

—Anoche tenía muy mal aspecto. Espero que ya se encuentre mejor.

—Está mejor, sí. Me pidió que le llevara un libro. ¿Podría prestarme la llave de su habitación?

—Por supuesto, señor. —Y, de un gancho que hay debajo del mostrador, el portero descuelga un aro enorme del que cuelgan decenas de llaves. Con una rapidez pasmosa, repasa las llaves con los dedos antes de escoger una y tendérsela a Hardy.

—¿Sabe de quién es cada llave de memoria? —le pregunta, cayendo en la cuenta por primera vez de algo que ha visto muchísimas veces sin prestarle atención.

—Sí, señor.

—Pero eso es extraordinario…

El portero se lleva un dedo a la cabeza.

—Es parte de mi trabajo.

—Ya. Pues gracias. Luego se la traigo. —Y sale a Great Court, entre maravillado y molesto. Por lo visto, hoy nada tiene sentido. Mientras sube las escaleras del Bishop's Hostel, siente que debe moverse sigilosamente, como un ladrón. ¿Pero por qué? Él no es un ladrón. De todas formas, cuando abre la puerta de Ramanujan, y las bisagras chirrían aparatosamente, hace una mueca. Una vez dentro, cierra la puerta mucho más despacio de lo que la ha abierto, pero eso sólo consigue alargar el chirrido. La cierra con la misma lentitud hasta que encaja en el marco.

Listo. Ya está dentro. Que él sepa, nadie le ha visto.

Mira a su alrededor. Es la primera vez que ha vuelto a los aposentos de Ramanujan desde aquella cena infame. Aquella noche todo estaba muy pulcro. En cambio ahora la habitación está muy desordenada. Hay una holgada prenda morada tirada sobre el respaldo del sillón. Los cuencos en los que, supuestamente, Ramanujan y sus amigos estaban comiendo cuando a él le dio el ataque están apilados junto al hornillo de gas. Hay papeles esparcidos sobre el escritorio. Confirmando su anterior sensación de ser un intruso, Hardy los hojea: la mayoría son anotaciones matemáticas sobre el trabajo que están realizando ahora mismo sobre los números compuestos y los números primos. Y, sin embargo, hay una hoja que le sorprende y le tienta tanto como el diario de Alice. El encabezamiento es «Teoría de la Realidad». Lo lee un par de veces.

TEORÍA DE LA REALIDAD

0 = el Absoluto, el Nirguna-Brahman, la realidad a la que no se le pueden atribuir cualidades, que no puede ser definida ni descrita con palabras.

(
Negación de todos los atributos.
)

∞ = la totalidad de todos los atributos posibles, Sagtma-Brahman, y que por lo tanto es inagotable.

o0 x ∞ = el conjunto de números finitos.

Cada acto de creación es un producto concreto de 0 y ∞ del que surge un determinado individuo. Así, cada individuo puede ser simbolizado por determinado número finito que es el producto en su caso.

Hardy pestañea. La letra es la de Ramanujan. El trazo fino y nítido es inconfundible. Se acuerda de cuando recibió su primera carta, del desconcierto que le produjo encontrarse con la ecuación 1 + 2 + 3 + 4 +… = −1/12. De modo que lo que está leyendo ahora ¿es otra muestra de su peculiar taquigrafía? O quizá las ideas que Ramanujan trata de expresar son más filosóficas que matemáticas. Cuando, en los buenos tiempos, McTaggart les daba sus conferencias a los Apóstoles, Hardy bostezaba y miraba el reloj, mientras que Moore se quedaba fascinado y no perdía ripio. Ni siquiera ahora sabe qué es lo que Moore percibía y él no. Así que tal vez Moore le encontraría cierto sentido a la «teoría de la realidad» de Ramanujan.

Hardy deja la hoja de papel. Hay dos libros abiertos boca abajo sobre el brazo del sillón. Uno está escrito en lo que le parece hindi. El otro es
Raymond
de Oliver Lodge, y ése lo coge. Aunque no lo ha leído, sí ha leído muchas cosas sobre él, porque tras su publicación se comentó en todos los periódicos que Lodge, dos días antes de la muerte de su hijo Raymond en Ypres, había tenido una premonición. Recibió un mensaje durante una sesión. Supuestamente, el relato de sus sucesivas comunicaciones con el espíritu de Raymond había servido de consuelo a miles de padres afligidos; a Hardy, en su momento, aquello le pareció ridículo. ¿Pero qué es lo que dice Lodge realmente?

Les echa un vistazo a las primeras páginas y lee:

A Raymond lo mataron cerca de Ypres el 14 de septiembre de 1915, y nosotros recibimos la noticia a través de un telegrama del Ministerio de Guerra el 17 de septiembre. Un árbol tirado o en trance de caer es un símbolo que se usa frecuentemente para representar la muerte; quizá por una mala interpretación de Eclesiastés 11,3. Desde entonces, he consultado a varios eruditos clasicistas sobre la cuestión que le planteé a la señora Verrall, y todos me han remitido a Horacio, Carmina II, 17, como referencia inexcusable.

Hardy conoce, o conoció, a la señora Verrall, claro. Era la viuda de Verrall, uno de los Apóstoles de más edad y mayor autoridad durante su juventud, clasicista también ella. Se murió el verano pasado precisamente. Y ahora, retrocediendo unas páginas, empieza a entender la secuencia de los hechos. Durante una sesión, «Richard Hodgson» (¿un fantasma?) dejó un oscuro mensaje para Lodge, que Lodge le pasó luego a la señora Verrall, quien lo interpretó como una referencia a un pasaje de Horacio. Hardy recuerda ese pasaje en concreto de sus días en Winchester: describe cómo un rayo tira un árbol que habría caído sobre Horacio, si Fauno, guardián de poetas, no lo hubiese impedido. Lodge interpretó ese mensaje como una señal de que «iba a recibir un duro golpe, o era probable que lo recibiera, aunque no supiera de qué clase…».

Unos días después su hijo murió. El epónimo Raymond. Hardy mira la portada. ¿Será porque conoce su destino por lo que Hardy aprecia, en el rostro del joven, cierta expresión de aciaga indiferencia? Raymond no tiene nada de guapo, con esa cabeza en forma de pera y ese pelo castaño tan aplastado. La primera parte del libro es descrita como su «parte normal», y consiste en las cartas que envió Raymond desde el frente y las cartas de los oficiales a cuyo mando combatió. Luego hay una «parte sobrenatural» y un apartado titulado
Vida y Muerte
. Abriendo el libro por una página al azar, Hardy lee:

La hipótesis de una existencia que tiene su continuación en otra serie de condiciones, y de una posible comunicación a través de una frontera, no es una hipótesis gratuita formulada para proporcionar alivio y consuelo, o por un rechazo a la idea de la extinción; es una hipótesis que se le ha impuesto progresivamente al autor (como a muchas otras personas) por la estricta fuerza de experiencias concretas, no menos categóricas que los fundamentos de la teoría atómica de la química.

Ese cúmulo de pruebas cada vez mayor ha desbaratado todo escepticismo legítimo y razonable.

Alguien llama a la puerta. Hardy se sobresalta, y casi suelta el libro.

—Señor Hardy —oye que le llama una voz desde el pasillo. Es Mahalanobis. Hardy abre la puerta y le hace pasar.

—Me ha asustado —dice.

—Lo siento —dice Mahalanobis—. El portero me dijo que le encontraría aquí.

—Sí, pensé en llevarle a Ramanujan el libro que quería.

—Yo he venido por lo mismo.

—Supongo que es éste. —Le enseña el ejemplar de Raymond. Pero Mahalanobis niega con la cabeza—. Ah, ya. Entonces será éste en hindi.

—Ése es el
Panchangam
. Un almanaque. Está escrito en tamil.

—Entonces, ¿tampoco es el que quiere?

—No, señor. Él quería el Carr.

—¿El Carr?

—¿Me permite?

—Por supuesto.

Tímidamente, Mahalanobis pasa por delante de él y entra en el dormitorio. Vuelve enseguida cargado con un tomo pesado y muy usado.


Una sinopsis de resultados en matemáticas puras y aplicadas
—dice en voz alta—. Fue el primer libro de matemáticas que le dieron a Ramanujan. Solía leerlo de niño en el porche de su madre.

—Ya sé. ¿Pero para qué querrá el Carr ahora? Está obsoleto. Él ya ha ido mucho más lejos.

—Creo que lo ve como una fuente de consuelo. Me he fijado en que muchas veces se pone a leer las ecuaciones numeradas de noche, cuando no puede dormir.

—¿El Carr una fuente de consuelo?

—Sí, señor. —Mahalanobis se ajusta el turbante—. Bueno, me tengo que ir. Que tenga un buen día.

—Igualmente.

Luego Mahalanobis se marcha, tan silenciosamente como ha venido, así que Hardy vuelve a quedarse solo entre las escasas posesiones de Ramanujan; esas pocas señales de una vida de la que, se da cuenta, sabe mucho menos de lo que pensaba. Hay un retrato de Leibniz colgado en la pared. Desde la chimenea le contempla una figura con cabeza de elefante. Tiene cuatro brazos. Y una rata a sus pies. De la cocina llega el olor agrio de la familiar cazuela de
rasam
. Hardy le echa un vistazo y ve que está perdiendo el baño de plata del interior.

Se lleva el ejemplar de Raymond cuando se va. A pesar de todo, resulta que ha acabado por intrigarle ese misterio: la sesión, el pasaje de Horacio, los fantasmas y las visiones. ¡Hay tantas cosas de las que no sabe nada! Se encuentra con una señora de la limpieza en la escalera, que lleva una mopa y un cubo. ¿Quién le ha suministrado la mopa? ¿Y cómo ha conseguido el portero memorizar las llaves? Sin embargo el mundo sigue girando, los cerrojos hacen dic sin cesar, las mopas no dejan de repasar el suelo. Y mientras tanto Hardy, ciego a casi todo, va abriendo su constante y estrecho sendero a través de la espesura.

Sólo cuando entra en la caseta del portero cae en la cuenta. Cero e infinito. Las cosas que nunca podemos conocer porque son incognoscibles y las cosas que nunca podemos conocer porque hay demasiadas. Una infinitud de ellas. De ese emparejamiento surge la vida.

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