El contable hindú (64 page)

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Authors: David Leavitt

Después de darle la enhorabuena por haber sido nombrado F.R.S., le preguntamos a Ramanujan qué tal le iba. Debo admitir que esperaba que nos respondiera proclamando que su salud había mejorado, o hasta sacándose del bolsillo algunas hojas de papel cubiertas de apuntes matemáticos. En vez de eso, se puso a quejarse. Primero se quejó del frío. Cuando había llegado a Matlock, nos dijo, le habían permitido sentarse unas horas junto a lo que el personal llamaba un «fuego de bienvenida». Pero desde entonces ya no le habían permitido acercarse a ningún fuego. Incluso cuando le había pedido al doctor Kincaid que le dejase hacerlo un par de horas al día para poder trabajar en sus matemáticas, el doctor se había negado. Se le quedaban los dedos tan helados que ni siquiera podía coger un lápiz.

Lo siguiente fue la comida. A pesar de lo que le habían prometido, la cocinera no había accedido a sus exigencias dietéticas. Había estropeado los
pappadums
que le había mandado uno de sus amigos, y aseguraba que no tenía mantequilla con que freírle las patatas. Así que él conseguía subsistir a base de pan y leche. Todos los días las enfermeras intentaban forzarle a comer gachas de avena, aunque él las detestaba. Una tentativa de arroz al curry había sido desastrosa, porque el arroz estaba tan crudo que no se podía comer.

Incluso en el mejor de los casos, hay algo patético en las quejas de los desvalidos, en tanto en cuanto ponen de manifiesto la desolación de su mundo, el grado en que su vida se ha reducido sistemáticamente a una búsqueda incesante de las comodidades más básicas. Y en el caso de Ramanujan la enfermedad no era un factor tan determinante como en la mayoría. Puesto que, si sus esfuerzos por satisfacer sus necesidades de calor y comida concentraban ahora su atención, era sobre todo porque Matlock House le negaba deliberadamente la satisfacción de esas necesidades por ninguna razón especial. Puede que el tiempo frío y la leche fría beneficiaran a los pacientes de tuberculosis, pero no beneficiaban a Ramanujan, cuyo estado, en cualquier caso, seguía siendo el mismo, y quien continuaba sin mostrar síntomas de esa enfermedad.

Lo que me inquietaba más era aquel tono amargo y recriminatorio. En definitiva, aquél era el mismo hombre que se había reído con ¿
Fue la langosta
?, que se había sentado en el
pial
de la casa de su madre y deducido, sin ningún tipo de educación previa, el teorema de los números primos. ¡Era un F.R.S.! y ahora estaba ahí sentado, en otra especie de pial, y lo único de lo que podía hablar era de su aversión a los macarrones. Si llevaban queso, decía, aún podían pasar. Pero la cocinera
juraba
que no había forma de encontrar queso, lo mismo que juraba que no encontraba plátanos. En cambio Chatterjee le había contado por escrito hacía poco que en Cambridge todavía podía comprar plátanos a cuatro peniques la pieza. Y si se podían conseguir plátanos en Cambridge, ¿cómo no se podían conseguir en Matlock? Littlewood le prometió que, en cuanto llegase a Londres, haría que le mandaran algunos.

Después de la conveniente pausa, le preguntamos cómo le iba el trabajo. A lo que Ramanujan respondió inclinándose hacia nosotros, como si fuera a hacernos una confidencia.

—He descubierto —dijo— que hay una habitación en este sitio que siempre está caliente, y es el cuarto de baño. Conque todas las tardes me meto en el cuarto de baño con papel y lápiz, echo el cerrojo, y al menos puedo trabajar un rato.

—¿Y en qué está trabajando?

—Sigo con las particiones. —y se puso a hablar. Mientras lo hacía (Littlewood me contó luego que él también lo había notado) le cambió la cara completamente. No recuerdo nada de lo que dijo. Supongo que se trataría de algún asunto bastante banal; el tipo de asunto al que yo habría respondido en Cambridge alzando una ceja o suspirando cómicamente, o ante el que no habría reaccionado en absoluto. Sólo que no estábamos en Cambridge (Littlewood y yo sabíamos perfectamente cuál era nuestro papel), así que reaccionamos con esa especie de entusiasmo exagerado que uno suele reservar para los niños que necesitan «salir» de su timidez. Abrimos los ojos como platos, abrimos mucho la boca, levantamos las manos y le rogamos que continuara. Y mientras lo hacía, para nuestra sorpresa (y a modo de escarmiento), más que animarse, se deprimió. Imagino que se daría cuenta de la estratagema—. ¡Si por lo menos pudiera pasar más tiempo en el baño! —se lamentó—. Pero hay una tal señora Ripon que parece decidida a molestarme. Cada vez que me meto allí y ya estoy acomodado, se pone a aporrear la puerta porque quiere bañarse. ¡Ojalá se marchara o se muriera! La semana pasada tuvo un ataque de tos tremendo, así que yo tenía la esperanza de que…

Nos fuimos poco después. De regreso a Londres no hablamos mucho. Cada uno de los dos tenía problemas personales que rumiar. Había muchas otras cosas que nos iban mal en la vida, además de aquel pobre indio atrapado en un siniestro balneario de Derbyshire. Venían más personas en el coche, una mujer que vivía en Treen y un soldado que podría haber estado muerto perfectamente.

Esa primavera resurgió el asunto Russell. En febrero, Russell publicó su famoso artículo en Tribunal, en donde afirmaba que, tanto como si las tropas americanas, ahora en marcha por Europa, demostraban ser «eficaces contra los alemanes» como si no, serían «sin duda capaces de amedrentar a los huelguistas, tarea a la que el Ejército Americano está muy acostumbrado en su propio terreno». Esa frase fuera de tono tuvo como resultado la visita de dos detectives a su piso, la consiguiente detención acusado de hacer «ciertas afirmaciones que muy bien podrían perjudicar las relaciones de Su Majestad con los Estados Unidos de América», el veredicto de culpabilidad por esa acusación, y una condena de seis meses en la cárcel de Brixton, a cuyas puertas llegó en taxi a principios de mayo. Por lo visto la vida carcelaria le gustaba. La rutina de los días, decía, le hacía preguntarse si su verdadera vocación sería ser monje de una orden contemplativa, y al final consiguió escribir un montón de textos filosóficos. Mientras tanto, en Trinity, Thomson fue investido rector, y aunque teníamos la esperanza de que su llegada (y la marcha de Butler) favoreciera nuestra causa tampoco nos fiábamos mucho.

En cuanto a la guerra, parecía que el destino se iba volviendo contra Alemania. Para cualquier inglés que estuviera vivo entonces (incluso para un pacifista como yo) sigue siendo humillante admitir que eso se debió enteramente a la llegada de los americanos. Porque la realidad es que sus tropas supusieron una gran diferencia, y el día en que tuvimos noticia en Cambridge de su victoria en Cantigny no lo olvidaré en la vida. Estábamos a finales de mayo (lo que habría sido la temporada de bailes), y así como recuerdo esforzarme por reprimir en mí una emoción tan imprudente como el optimismo, también me recuerdo pensando: «Sí, la guerra terminará. Volverá a haber una vida sin guerra.» Pero no se confundan, seguíamos teniendo problemas. Seguían muriendo los jóvenes en el frente, mientras en Cambridge un bibliotecario absolutamente inofensivo llamado Dingwall era fusilado por sus ideas pacifistas. Y, sin embargo, el ambiente estaba cargado de algo tan característico como el olor del verano retornando sigilosamente a Inglaterra y barriendo los últimos montones de nieve sucia que habían sobrevivido a la primavera. Y eso, lo reconozco, era como sentirse del lado vencedor, y a pesar de que no renegaba de mis ideas pacifistas, me recreaba en secreto en esa sensación.

En junio regresé a Cranleigh, con Gertrude, cuya resistencia pasiva le había sido útil: yo había abandonado toda esperanza de convencerla para que vendiera la casa. Volvíamos a ser amigos, y retornamos nuestras habituales costumbres veraniegas, hasta las partidas de Vint con la señora Chern y también su nieta Emily, que era una jugadora temible. La señorita Chern, de madre americana, estudiaba matemáticas en el Newnham (tenía sobre su escritorio una foto de periódico de Philippa Fawcett, la mujer que había derrotado al
senior wrangler
), y solía preguntar por Ramanujan, a quien consideraba una especie de profeta misterioso. De hecho, había mucha gente que lo veía de esa forma. De cuando en cuando me llegaban recortes de artículos sobre él, cortesía de amigos de América, de Alemania y de la India, artículos que ofrecían una falsa visión de sus logros y una versión un tanto romántica de su historia. Leyéndolos, cualquiera habría pensado que se pasaba el día dando vueltas por Cambridge haciendo demostraciones de cálculo mental, mientras una corte de admiradores le tiraban flores a su paso, cuando en realidad continuaba encerrado con llave en Matlock.

Yo me preguntaba si tendría la menor idea de que se estaba convirtiendo en un hombre famoso, o si enviarle alguno de esos artículos contribuiría a su mejoría. Porque su salud estaba mejorando, aunque sólo fuera un poco. Tal y como Littlewood y yo habíamos esperado, la noticia de que le habían nombrado F.R.S. le había animado bastante. Desgraciadamente, mis esfuerzos por convencer al doctor Ram de que le levantase la prohibición de viajar y le permitiera ir a Londres para la ceremonia de investidura fueron infructuosos, y Ramanujan tuvo que escribirle a la Sociedad a ver si se podía posponer la ceremonia. Yo no sabía que le importaba tanto. Lo peor del clima invernal había pasado ya, resolviendo, al menos temporalmente, sus problemas con el frío; y a pesar de que proseguían sus problemas con la comida, por lo menos trabajaba. De hecho, había entrado en una nueva época de productividad, y nos mandaba desde los cuartos de baño de Matlock toda clase de nuevas contribuciones a la teoría de las particiones, incluyendo la famosa serie de identidades que hoy en día se conocen como las identidades de Rogers-Ramanujan.

Y eso es sólo un ejemplo. Durante mayo y junio de 1918 todas las semanas iba a recibir al menos dos o tres cartas de él, la mayoría relacionadas con un artículo que estábamos escribiendo juntos sobre las expansiones de las funciones modulares elípticas, otras relacionadas con las particiones, y alguna más donde, casi como reflexiones a posteriori, me brindaba aquellas observaciones aritméticas suyas, aparentemente casuales, que eran su especialidad. Puede que a alguien que no sea matemático le resulte extraño que, cuando me acuerdo de Ramanujan, aparte de su risa perruna, sus ojos negros y su olor, recuerde que en una carta desde Matlock una vez dejó caer, casi como una digresión, esta extraordinaria ecuación:

Y, sin embargo, era esa clase de identidades con las que se topaba su imaginación en sus devaneos; y él las recogía como si fueran especímenes extraños para examinarlos y conservarlos; y después, con una ingenuidad que siempre me cogía por sorpresa, se los sacaba de la manga y resultaban ser las piezas que faltaban en complicadas demostraciones con las que, en apariencia al menos, no guardaban ninguna relación. Desde que se había puesto enfermo, yo echaba de menos su costumbre de irrumpir por la mañana en mis aposentos trayendo los frutos de sus esfuerzos nocturnos, los mensajes que, según él, le había escrito la diosa en la lengua. Ahora esos mensajes llegaban en forma de cartas, y a pesar de que me daba pena que estuviera tan lejos, eso no impedía que me alegrara de que se encontrase otra vez en forma.

En julio fui a verle de nuevo a Matlock. Para darle una alegría, llevé conmigo a Gertrude y a la joven Emily Chem, que emprendió la excursión con la noble seriedad de una discípula. El tiempo veraniego había reconstruido Matlock, que ya no parecía un balneario fuera de temporada. Los árboles estaban en flor, y la veranda en la que habíamos encontrado a Ramanujan muerto de frío el enero anterior ahora parecía un oasis agradable y relativamente cálido.

No estaba solo. Con él había un joven indio que se levantó para saludamos tan pronto entramos por la puerta.

—Señor Hardy, qué honor —dijo el indio, estrechándome la mano—. Yo soy Ram, A. S. Ram, pero no me confunda con el médico del señor Ramanujan, que es L. Ram. Me puede llamar S. Ram si cree que le puede ayudar a evitar la confusión.

—¿Cómo está usted? —le dije. Y le presenté a Gertrude y a la señorita Chern, a quienes les besó la mano.

Nos sentamos. Era un joven apuesto, no demasiado alto, con el pelo a la vez más rizo y más fino que la mayoría de sus paisanos. Como nos explicó rápidamente, había conocido a Ramanujan en 1914, cuando Ramanujan acababa de llegar a Inglaterra y los dos se alojaban el Hostal de Estudiantes Indios de Cromwell Road en Londres.

—Nos hicimos amigos —nos contó—, aunque enseguida las circunstancias y la guerra nos separaron. El señor Ramanujan se fue a Cambridge, y yo encontré trabajo como ingeniero ayudante en los ferrocarriles de North Staffordshire. Me olvidaba de decir que vengo de Cuddalore, cerca de Madrás, y soy licenciado en Ingeniería Civil por el King's College; no el famoso King's College de Cambridge, sino el de la Universidad de Londres. El caso es que, cuando estalló la guerra, me uní a las fuerzas armadas de Su Majestad, y tras seis meses en el ejército (una pequeña parte de los cuales pasé entre las filas indias), fui eximido de mis deberes y enviado a trabajar en municiones a la fábrica de hierro y los astilleros de Messieurs Palmers en Jarrow. Aún sigo empleado allí, ¡pero seguramente se estarán preguntando cómo volví a ponerme en contacto con el señor Ramanujan y qué hago hoy aquí! —Entonces se echó a reír; tenía una risa aguda, chillona, que desentonaba totalmente con aquella voz grave, por rápido que hablara.

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