Authors: David Leavitt
No parecía que S. Ram pudiera ponerle muchas objeciones a ese razonamiento, así que accedió a ayudarnos. Como supe más tarde, a la mañana siguiente abandonó Matlock en dirección a Londres (para alivio de Ramanujan), donde se dedicó a darse una vuelta por todos los sanatorios y todas las clínicas privadas de la ciudad; y, en base a sus hallazgos, elaboró una lista de los diez lugares que consideró más adecuados para satisfacer las necesidades de Ramanujan. Y, entre todos ellos, el que acabó eligiendo, por la comida y la calidad de sus camas, así como por la atención médica que prometía, fue una clínica llamada Fitzroy House. Conque fue a Fitzroy House donde, a principios de agosto, trasladamos a Ramanujan en el automóvil del primo de la señorita Chem para asegurarnos de que tuviera un viaje agradable.
Fitzroy House estaba situada en Fitzroy Square, al final de Euston Road, ya escasa distancia andando de Regent's Park y del amado zoo de Ramanujan. Al contrario que Matlock, cuya austera fachada recordaba la de un instituto o un orfanato, tenía un aire decadente y señorial. Las habitaciones, con sus alfombras persas y sus cortinas de cretona, me recordaban las de la casa de la señora Chase. La de Ramanujan estaba abarrotada de muebles, incluida una lámpara con muchos volantes que colgaba del techo, una cómoda con espejo, y una especie de sillón mecánico tapizado de brocado, que se transformaba en una chaise-longue cuando apretabas un botón. Aquel armatoste, por lo visto, le gustaba especialmente. En más de una ocasión cuando fui a verle, me lo encontré echado en aquel aparatejo, o abriéndolo o cerrándolo, empeñado en descubrir cómo era el mecanismo con el que funcionaba.
Con todo, las diferencias entre Fitzroy y Matlock eran más que puramente decorativas; eran intrínsecas. Porque, mientras que Matlock era un sanatorio especializado en el tratamiento de la tuberculosis, Fitzroy era sencillamente una casa de reposo para ricos. No tenía médicos entre su personal; los pacientes se traían los suyos. Las enfermeras llevaban delantales que les daban aspecto de doncellas. En conjunto, se trataba de un sitio agradable y sin complicaciones. Allí los médicos tampoco se atrevían a decirle a un paciente que, si no se tomaba la leche, se iría al diablo. En vez de eso, los pacientes comían y bebían lo que querían. Ramanujan encargaba la mayoría de sus comidas a un restaurante indio cercano, que le mandaba los platos formando una curiosa pila de redondos recipientes de lata provistos de un asa, que él llamaba «la campana del almuerzo». Primero abría los recipientes y luego los ordenaba en torno a su bandeja. Uno llevaba arroz, otro encurtidos, otro alguna variedad de verduras al curry, y el cuarto un extraño pan plano de harina integral en el que envolvía las mezclas de los otros tres. Si tomaba esa comida durante el día, la denominaba su «almuerzo». Si la tomaba por la noche (que era menos corriente), la llamaba su «cena». Si por casualidad yo me encontraba allí de visita, a veces me quedaba viéndolo comer, o incluso compartía la comida con él, y me preguntaba qué pensaría S. Ram si se enteraba de que Ramanujan consumía aquellos «comestibles tan picantes». Por mucho daño que le hubiera estado haciendo a su estómago, aquella comida parecía elevarle el ánimo, y eso era lo que importaba.
Empezó a trabajar de nuevo. Cuando el tiempo se volvía más frío (como sucedía a veces, incluso en septiembre) le encendían un fuego en su habitación. Su exposición a los elementos ya no formaba parte de su tratamiento. Porque a esas alturas, creo, nos había quedado claro a todos los que le conocíamos que Ramanujan no padecía en realidad tuberculosis de ningún tipo, y que el régimen que le habían impuesto en Matlock, lejos de hacerle algún bien, seguramente le había hecho daño. Ahora tenía mejor ánimo, pero su estado físico había empeorado. Los ataques de fiebre, tras un largo periodo de remisión, comenzaron a aumentar tanto en frecuencia como en intensidad. Se quejaba de dolores reumáticos, y seguía perdiendo peso aunque comiera más y mejor.
Una vez más se recurrió a toda una serie de médicos. Los antiguos caballos de batalla, la úlcera gástrica y el cáncer de hígado fueron descartados y desechados; se apeló de nuevo al «germen oriental»; y un médico llamado Bolton afirmó que tanto la fiebre de Ramanujan como sus dolores reumáticos se debían a sus dientes, y se podían curar extrayéndoselos. Afortunadamente, el dentista que se suponía que debía realizar la extracción no pudo ir, salvando así la dentadura de Ramanujan, y allanando el camino para que otro médico propusiese una nueva teoría: que Ramanujan sufría un envenenamiento por plomo, que habría tenido su lógica si hubiese habido pruebas de que lo había estado consumiendo. Teorías y más teorías…, y Ramanujan las aceptaba todas con una especie de plácida indiferencia. La verdad es que yo creo que ya se había acostumbrado a su enfermedad. Ya no buscaba una causa ni una cura. Se estaba preparando para morir.
Una tarde de septiembre lo llevé al zoo. Acababa de empezar el ataque aéreo americano, y en Londres había una especie de optimismo en el ambiente que al parecer nadie sabía muy bien cómo explotar. Los cobradores de autobús (mujeres en su mayoría), las enfermeras, los profesores de matemáticas, lo acogían con cautela, igual que una vieja solterona acogería a un bebé en sus brazos. Ramanujan estaba esperándome en la sala de estar de Fitzroy House cuando llegué, vestido con uno de sus antiguos trajes. La chaqueta le quedaba grande, y me di cuenta de las pocas veces que, en aquellas últimas semanas, lo había visto llevando algo que no fuera un pijama. Para darle una sorpresa, le había pedido a Littlewood que me acompañara. Iba de uniforme (Ramanujan se quedó muy impresionado), y salimos de allí los tres juntos tan contentos; a pie, ante la insistencia de Ramanujan, aunque le hice prometerme que me avisara si le fallaban las piernas para coger un taxi. No le fallaron, y veinte minutos más tarde paseábamos por el zoo.
Era una tarde calurosa. Las madres estaban de paseo con sus hijos, y había un hombre vendiendo globos. De repente pensé en el tiempo que hacía que no veía un globo, y esa reflexión me hizo comprender hasta qué punto, durante años, habíamos estado expurgando deliberadamente nuestra vida cotidiana de luz y color. Pero ese día había globos por todas partes, rojos, verdes y de un naranja chillón. Los niños correteaban por los pasillos entre las jaulas, y los globos colisionaban en el cielo como los bombarderos sobre Francia. Miré a Ramanujan, preguntándome si todos aquellos colores le recordarían su hogar, aquel paisaje más vívido del que hablaba a veces, todo él rosas cálidos, entreverados de plata y oro. Para mi sorpresa, sin embargo, parecía que ni se fijaba en los globos. En cambio tenía la atención puesta en los animales, a algunos de los cuales llamaba por su nombre. A pesar de que llevaba años sin verlos, los recordaba, en especial a una jirafa bastante vieja y a una leona llamada Geraldine. Pero había un animal al que le gustaba sobre todo visitar, y hasta la jaula de aquella criatura se lo llevó Littlewood con la habilidad de un guía de la selva. Se quedaron allí, agarrados a los barrotes como los niños; y Ramanujan, con la cara radiante de puro asombro, sonrió y dijo:
—¡Cuánto has crecido, Winnie!
Era cierto. La osita que había conocido era ahora una enorme osa negra, y estaba sentada en una esquina de la jaula quitándose piojos de los pelos. Si se acordaba de Ramanujan, no dio ninguna muestra de ello. Ni siquiera se dio por enterada de su presencia. En vez de eso, se concentró en sus piojos, soltando de vez en cuando un gruñido que parecía un eructo. De todos modos, Ramanujan siguió sonriendo.
—Recuerdo la primera vez que la vi —dijo—. Era así. —y puso la mano a la altura de su abdomen donde le dolía.
Después fuimos a tomar el té. Intenté recordar la última vez que habíamos estado a solas los tres juntos, y supuse que debía de haber sido antes de que empezara la guerra, durante aquel breve verano en que Ramanujan había sido feliz, su «verano indio»
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; me vinieron las palabras a los labios antes que a la cabeza.
—¿Se acuerda de su verano indio, Ramanujan? —le pregunté. Y para alivio mío sonrió y me dijo que sí, que se acordaba: los globos, los resultados del
tripos
expuestos a la luz pública y ¿
Fue la langosta
? Luego, durante una hora más o menos, hasta que Littlewood tuvo que regresar a su puesto, hablamos de la función zeta. Y también de la señora Bixby, de Ethel, de Ananda Rao. Le conté a Littlewood lo de S. Ram—. Pocas veces en mi vida me he encontrado con alguien que hablase tanto —le dije.
Y Ramanujan, con gran entusiasmo, añadió:
—¡Pero si acabo de recibir una carta de él!
—¿Ha vuelto a la India?
—Sí, llegó hace un par de semanas.
—Menos mal… ¿Es muy larga la carta?
—Tiene veintisiete hojas. Casi toda está dedicada a darme consejos de alimentación: lo que debería tomar, lo que no. Parece que ha estado consultando a algunos médicos en Madrás sobre mi caso.
—Qué hombre más curioso.
—Sí. Y al final de la carta dice: «y ahora apúrese y empiece a comer mucho y a engordar un poco. Como los niños buenos.» —Ramanujan le dio un sorbo a su taza—. Ya saben que quería llevarme con él a la India. Me prometió que me cuidaría durante el viaje. Lo único que pude hacer fue impedir que me comprara un billete.
—¿Pensó en algún momento en marcharse con él? —le preguntó Littlewood.
—Habría tenido que tirarme por la borda…
Nos reímos. Se hizo el silencio. Entonces Littlewood dijo:
—Bueno, siga sus consejos. Póngase bien, engorde un poco y vuelva a Trinity. Tenemos mucho trabajo que hacer. Aún no hemos demostrado la hipótesis de Riemann.
—Ya, pero creo que debo regresar a la India cuando termine la guerra —dijo Ramanujan—. Por lo menos para ver a mi mujer…
—Claro —dije yo—. Una visita larga.
—Eso, una visita larga —repitió Littlewood.
Y Ramanujan se quedó mirando los posos de su té.
En octubre, lo propusimos por segunda vez para un cargo docente en Trinity. Era un asunto complicado. Dado lo que había sucedido un año antes, Littlewood pensó que habría muchas posibilidades de que nombraran a Ramanujan si era él, y no yo, el que proponía su candidatura. Daba la casualidad de que Littlewood se encontraba precisamente en Cambridge en aquel momento, recuperándose de una conmoción cerebral que había sufrido, según él, cuando una caja de balas le había caído en la cabeza; aunque yo creo que más bien se habría emborrachado y se habría caído, y luego se inventaría lo de la caja de balas para justificar el daño que se había hecho.
No podíamos dejar escapar la ocasión. En aquel momento había una camarilla de miembros de Trinity que consideraban su deber oponerse a la candidatura de Ramanujan por motivos raciales. Pero, casualmente, Littlewood tenía un espía en el campo, su antiguo tutor Herman, que también se oponía a Ramanujan aunque era demasiado ingenuo como para disimularlo. Por él nos enteramos de lo peor. R. V. Laurence, por ejemplo, había dicho que prefería dimitir a ver cómo nombraban miembro de Trinity a un negro. Sus aliados, valiéndose de los rumores sobre el intento de suicidio, apelaban a un estatuto que prohibía que se nombrase profesores a los «enfermos mentales». Aquellos cerdos hasta consiguieron convertir el estatus de Ramanujan como F.R.S. en una «jugarreta» que les habíamos hecho Littlewood y yo, con la sola intención de presionar a Trinity. Como si tuviéramos el poder de manipular a la Royal Society para nuestros propios fines… De todas formas, con los años he aprendido que los prejuicios los llevamos en la sangre. No hay lógica ni alegato que pueda imponerse sobre ellos. A un enemigo así sólo se puede combatirlo con sus propias armas.
Gracias a Herman, teníamos una ventaja: sabíamos qué tácticas iban a adoptar, y eso significaba que por lo menos podíamos escoger las armas adecuadas. Visto lo cual, Littlewood consiguió dos certificados médicos que decían que la salud mental de Ramanujan era perfecta; certificados que, al final, ni siquiera hubo que leer. Porque el voto, para mi sorpresa y mi alivio, fue a nuestro favor, a pesar de la ausencia de Littlewood en la reunión, dado que se encontraba «indispuesto». O tal vez su ausencia nos ayudara. Herman, como representante de Littlewood, leyó en voz alta un informe que había preparado, donde se detallaban los logros de Ramanujan que culminaban con su nombramiento como F.R.S. Que fuera F.R.S. funcionó, creo, no tanto porque el título en sí mismo o por sí mismo impresionara a los miembros, sino porque previeron la mala publicidad que podría suponerles rechazar a un F.R.S. De modo que Ramanujan fue el primer hindú al que se nombró profesor numerario de Trinity.
Littlewood me dio la noticia. Luego, cuando salí corriendo a mandarle un telegrama a Ramanujan, me tropecé con McTaggart, que como siempre iba andando sigilosamente, pegado a la pared.
—Esto sólo es la punta del iceberg —me dijo; y antes de que pudiera contestarle, se escabulló hacia donde tenía aparcado su triciclo.
Envié el telegrama. Al día siguiente me llegó una carta de Fitzroy House, pidiéndome que les diera las gracias a Littlewood y al mayor MacMahon de parte de Ramanujan. En conjunto, su reacción fue bastante menos aparatosa de lo que habría esperado, y desde luego menos alegre de lo que habría sido si lo hubieran nombrado el año anterior. «Me han dicho que en algunos
Colleges
hay dos clases de plazas docentes», escribió, «unas que duran dos o tres años, y otras que cinco o seis. Si eso es así en Trinity, ¿la mía es de las primeras o de las segundas?» Se daba el caso de que la suya era de seis años, y así se lo comuniqué inmediatamente. En ese momento di por supuesto que quería que se lo confirmara porque quería quedarse en Trinity todo lo que pudiera; aunque ahora me pregunto si ya estaba pensando en su familia y en lo que sería de ellos tras su muerte.
La parte más interesante de la carta era matemática. Ramanujan, tal como sospechábamos, volvía a trabajar, y a trabajar en las particiones. Decía que se le habían ocurrido algunas ideas nuevas sobre lo que él llamaba «congruencias» en el número de particiones de los enteros terminados en 4 y en 9. Tal como explicaba, si empiezas por el número 4, el número de particiones de cada quinto número entero será divisible entre 5. Por ejemplo, el
p(n)
de 4 es 5, el
p(n)
de 9 es 30, y el
p(n)
de 14 es 135. Del mismo modo, si empiezas por el 5, el
p(n)
de cada séptimo número entero será divisible entre 7. Y aunque Ramanujan no se había parado a pensar qué pasaba con el número 11 «por puro aburrimiento», tenía la intuición de que, si empiezas por el 6, el
p(n)
de cada undécimo número entero sucesivo será divisible entre 11. Como, en efecto, al final resultó ser. El siguiente número que habría que comprobar, evidentemente, sería el 7, tras el cual, según la teoría de Ramanujan, cada trigésimo número entero sería divisible entre 13. Desgraciadamente, la teoría se desintegra en el 7, porque el número de particiones de 20 (7 + 13) es 627, y los factores primos de 627 son 19, 11 y 3. Una vez más, las matemáticas nos habían tentado con un patrón para arrebatárnoslo luego. La verdad, era como negociar con Dios.