Authors: David Leavitt
Fiel a mi palabra, en 1920 dejé Cambridge por Oxford, disfruté dando clases allí hasta 1931, Y luego regresé (atraído, como la polilla del refrán, por la llama que le chamuscará las alas) al College donde había empezado mi carrera, el College que me había traicionado e intimidado sin descanso, el College en cuyos dominios estoy destinado a acabar mis días.
Aún colaboro con Littlewood.
El hospital del campo de críquet fue desmantelado.
Nunca volví a ver a Thayer, ni a saber nada de él.
Sólo me queda una historia por compartir.
A principios de este año (creo que fue en abril) di un paseo por Piccadilly Circus. Estaba anocheciendo y caía una lluvia fina, y cuando me bajé de la acera para cruzar Coventry Street me golpeó una motocicleta.
Déjenme que reconozca ya de entrada que la culpa del accidente fue enteramente mía, y no del conductor. Sin duda tenía la cabeza puesta, como me sucede a menudo últimamente, en la hipótesis de Riemann.
Lo siguiente que recuerdo fue que estaba tirado en la calzada a unos diez metros del lugar por el que iba paseando (la motocicleta me había arrastrado hasta allí) y un joven rubio me miraba angustiado a los ojos.
—¿Está usted bien, señor? —me preguntó. Y su cara desapareció rápidamente, sustituida por la de un policía.
—¿Está usted bien, señor? —preguntó el policía.
—Sí, estoy bien —respondí.
—Vamos, vamos —dijo el policía—, déjenle espacio al caballero, venga, muévanse.
Entonces el policía me levantó de un solo impulso.
—Creo que estoy bien —dije—. Sólo me he quedado sin respiración un momento. —Pero, en cuanto dije eso, me fallaron las piernas, y el policía tuvo que sujetarme.
Se había formado un corro.
—¡Quítense de en medio! —les ordenó, y luego me ayudó a cruzar la calle para guarecemos de la lluvia, hasta que llegamos a los arcos del Prince of Wales Theatre.
—Gracias —le dije.
—Debería mirar por dónde va, señor —me dijo él, poniéndome derecho y quitándome el polvo, como si fuera un niño.
—Sí, tiene razón.
—Ya está. —Dio un paso atrás y se quitó el casco—. Es usted el señor Hardy, ¿verdad?
—Sí —respondí—. ¿De qué me conoce?
—¿No se acuerda de mí, señor?
—¿Debería? —y le miré a la cara: los ojos marrones, el bigote espeso.
Entonces me acordé.
—Richards.
Su boca esbozó una sonrisa.
—Exactamente, señor. Soy el que estaba allí cuando fue usted a buscar al señor Ramanujan. ¿Cuánto tiempo hará?
—No sé… ¿Veinte años?
—Un poco menos. Fue en el otoño de 1917, antes de que terminase la guerra.
—Sí. ¡Qué feliz coincidencia! Me alegro de verle. Me habría gustado volver a encontrármelo en esa época.
—¿De veras? A mí también me habría gustado. Una pena. De todas formas, mejor tarde que nunca, como dice mi mujer.
—¿Está casado entonces?
—En efecto, señor, y con tres hijas. Es curioso, pero siempre he sabido que algún día me tropezaría con usted. Es que lo sabía… Y, ya ve, aquí estamos.
—Sí, delante del Prince of Wales Theatre.
Se sonrió. Me sonreí. De repente se puso serio.
—Qué triste lo del señor Ramanujan… Evidentemente, ya se veía entonces que no estaba bien. Y luego leí las necrológicas, y pensé: bueno, ahora encaja todo.
—Sí, supongo que sí.
—Y pensar que no lo hicieron F.R.S. hasta 1918.
—Hasta 1918, sí.
—Pero cuando usted fue a vernos, señor, nos dijo que ya era F.R.S., y eso fue en 1917.
—¿Eso dije? —y volví a sonreír; no tanto porque me hubieran pillado en una mentira como porque me hubiera olvidado de haberla dicho hasta ese momento—. Bueno, casi era un F.R.S.
—Así que ¿reconoce que mintió?
—No creo que tenga mucha importancia.
—¿Insinúa que la ley no tiene importancia, señor? —Richards frunció el ceño—. No es ninguna tontería mentirle a Scotland Yard, señor. Perjurio. Podría detenerle por eso.
—¡Tonterías! ¡Hace muchos años de aquello! Y además —señalé vagamente hacia Coventry Street—, acaba de atropellarme una moto.
Richards se echó a reír. No paraba de reírse.
—Se lo ha tragado, ¿eh?
—Sí, totalmente.
Y entonces sucedió algo realmente extraordinario. Quizá fue una alucinación producida por el impacto del accidente (ni siquiera ahora estoy seguro), pero me pareció que me empujaba hacia abajo por los hombros. Y ya fuera porque me apetecía o porque estaba débil, caí de rodillas.
De repente se apagaron todos los ruidos de la calle. Pude ver los últimos rayos de sol ensanchándose en un charco de agua embarrada. Y también, a lo lejos, paraguas que se cerraban al cesar la lluvia.
Con mucha calma me puso las manos en la cabeza, me clavó las uñas en el cráneo, y me metió la cara en la negrura animal de los pantalones de su uniforme de lana.
Sólo un momento. Luego me soltó.
—Vamos, levántese. —Me puse de pie, tambaleándome todavía—. Porque querrá irse a casa, señor —dijo y, dándome la vuelta, me orientó hacia la calle, las bocinas sonando, caras mojadas emborronadas en el crepúsculo
—Gracias —le dije. Y a modo de respuesta me dio un ligero empujón, haciéndome bajar la acera de Coventry Street, en dirección a las escaleras que llevaban al metro.
Hardy descendió del estrado. El aplauso que llenó la sala fue como el ruido de la lluvia contra el techo de los coches.
De repente estaba rodeado. Había manos que le estrechaban la suya, bocas que se le acercaban insoportablemente a la cara, susurrando enhorabuenas y preguntándole cosas. Las preguntas las contestaba con la voz que había empleado para dar la conferencia, mientras que en su interior la otra voz, la voz secreta, rememoraba aquella noche en Pimlico cuando el espíritu de Gaye, invocado o surgido de la nada, dependiendo del punto de vista de cada uno, se había sentado en el borde de su cama y le había avisado de que tuviera cuidado con un hombre vestido de negro y la hora del crepúsculo.
Precisamente, era la hora del crepúsculo. Voces a las que no podía poner nombre le preguntaron si le apetecería descansar antes de cenar, y él respondió que sí. Otras se ofrecieron a acompañarlo al hotel, y les dijo que no con la mano. No, iría solo. El paseo le sentaría bien. Y así, al fin en soledad, salió deprisa de la Nueva Sala de Conferencias al aire vespertino, y cruzó rápidamente los patios entre las sombras de los edificios de ladrillo rojo, sin preocuparse de hacia dónde se dirigía. Porque en realidad no quería ir a ninguna parte, sino alejarse lo más posible de los fantasmas que había invocado.
Pronto se encontró en Harvard Yard. Dos estudiantes con guantes de piel que se lanzaban mutuamente una pelota le llamaron la atención. Desde su primer viaje a los Estados Unidos, el béisbol americano le había fascinado. Así que se detuvo en el camino de cemento que cortaba en diagonal el campo, y se quedó viendo jugar a los jóvenes, hipnotizado por la postura inclinada que cada uno adoptaba mientras retrocedía para lanzar la pelota, el arco que describía la pelota sobre la hierba verde, el placentero golpe del duro cuero blanco de la superficie de la pelota contra el suave cuero marrón del guante. Daba igual que el sol fuera a ponerse enseguida; sabía que aquellos jóvenes seguirían jugando hasta que el cielo se vaciase de luz completamente, apurando hasta el último rayo de aquel crepúsculo.
¿Por qué iba a sorprenderle saber tan poco de Ramanujan?
Era demasiado viejo como para continuar creyendo que había entrado en contacto con algo más que un fragmento de aquella vasta mente infernal. Ninguno de ellos lo había hecho; ni Littlewood, ni Eric, ni Alice. Ramanujan se había introducido en su mundo, y durante un tiempo sus vidas habían girado en torno a él, igual que los planetas remotos giran en torno a una estrella de la que apenas consiguen distinguir una vaga penumbra. Y sin embargo esa estrella, a pesar de su lejanía, rige sus órbitas y regula su gravedad. Incluso ahora, Hardy se despertaba soñando con Ramanujan todas las mañanas. Y cuando se iba a la cama un brillo afilado bañaba sus sueños, como la luz reflejada en el barniz de un bate de críquet o en un cuchillo
gurkha
alzado en el aire.
Mientras me documentaba para escribir El contable hindú, consulté cientos de fuentes; y tengo una deuda de gratitud con los muchos historiadores, archiveros, matemáticos y bibliotecarios cuya paciente labor sacó a la luz esas fuentes.
Dicho esto, ésta es una novela basada en hechos reales, y (como muchas novelas basadas en hechos reales) se toma libertades con la verdad histórica, mezcla realidad y ficción, y transforma figuras históricas en personajes literarios. Lo que sigue es una breve relación de algunas de las lecturas que emprendí y adónde me llevaron.
Tengo la esperanza de que, al terminar
El contable hindú
, algunos lectores quieran saber más cosas de los tres eminentes hombres en torno a cuyas vidas gira la novela. El mejor punto de partida es la magistral biografía
The Man Who Know Infinity: A Life of the Genius Ramanujan
(Crown, 1991), que no sólo aporta un relato lúcido y detallado de la vida de Ramanujan, sino también de la de Hardy.
Afortunadamente para mí, cuando me puse a escribir
El contable hindú
, la mayoría de las fuentes primordiales que necesitaba consultar (cartas, recuerdos, fotografías, documentos) ya habían sido recogidas en una serie de volúmenes compilatorios. Entre ellos, los primeros, publicados en 1967 (seis años después de que la India emitiese un sello en memoria de Ramanujan), fueron
Ramanujan: The Man and the Mathematician
, de S. K. Ranganathan (Asia Publishing House) y
Ramanujan Memorial Numba
, de P. K. Srinivasan, editado por la Muthialpet High School en dos partes:
Ramanujan: Letters and Reminisances
y
Ramanujan: An Impiration
. En 1995 vio la luz el excelentemente documentado
Ramanujan: Lecturs and Commentary
, seguido en 2001 de
Ramanujan: Essays and Survrys
. Ambos fueron publicados conjuntamente (en una soberbia edición de Bruce C. Berndt y Robert A. Rankin) por la Sociedad Matemática de Londres y la Sociedad Matemática Americana.
Mi relato de la enfermedad de Ramanujan tiene en cuenta la exhaustiva investigación sobre el tema llevada a cabo por Robert A. Rankin y el doctor A. B. Young. Sus ensayos (
Ramanujan como paciente
y
La enfermedad de Ramanujan
) se encuentran ambos en
Ramanujan: Essays and Survrys
.
Concuerdo con el doctor Young en su sospecha de que Ramanujan no padecía en realidad tuberculosis, y he basado en parte mi relato del intento de suicidio de Ramanujan y de sus consecuencias en el interesante trabajo detectivesco del doctor Young.
Nada menos que un escritor de la talla de Graham Greene alabó las extraordinarias memorias de Hardy, escritas en 1940,
A Mathematician’s Apology
, que continúan reimprimiéndose en la Cambridge University Press. Ese volumen contiene también una conmovedora semblanza de Hardy de su amigo el novelista C. P. Snow.
Ramanujan: Twelve Lectures on Subjects Suggested by His Life and Work
(el texto de las conferencias que Hardy dio en Harvard en 1936) se puede conseguir en un reedición de AMS Chelsea Publishing, lo mismo que Collecud Papers of Srinivasa Ramanujan, en edición de G. H. Hardy, P. V. Seshu Aiyar y B. M. Wilson. Los ensayos reunidos de Hardy (Oxford University Press, siete volúmenes) se pueden encontrar en muchas bibliotecas universitarias. De sus textos matemáticos, el más famoso es probablemente
A Course of Pure Mathematics
, que la Cambridge University Press ha seguido reimprimiendo todos estos años.
El mejor relato del «asunto Bertrand Russell» en Trinity College sigue siendo el del propio Hardy,
Bertrand Russell and Trinity
, publicado por su cuenta, pero reeditado por la Cambridge University Press. Tres artículos publicados en
Russell: The Journal of the Bertrand Russell Archives
hicieron que comprendiera más profundamente la relación entre Russell y Hardy:
Russell y el Club de Ciencias Morales de Cambridge
, de Jack Pitt (New Series, vol. 1, nº. 2, invierno de 1981-1982);
La cesantía de Russell en Trinity: un estudio de la política de la High Table
, de Paul Delaney (New Series, vol. 6, nº. 1, verano de 1986); y
Russell y G. H. Hardy: un estudio de su relación
, de I. Grattan—Guinness (New Series, vol. 11, nº. 2, invierno de 1991). Además, leí cartas entresacadas de la voluminosa correspondencia de Russell, algunas publicadas por Routledge en The Selected Letters of Bertrand Russell (dos volúmenes, en edición de Nicholas Griffin), y otras, incluyendo varias de Hardy, puestas a mi disposición gracias a la generosidad del personal de los Archivos Bertrand Russell en la McMaster University.
No es de extrañar, dada la propensión de Russell a querer controlar su legado intelectual, que su autobiografía (Atlantic Monthly Press, 1967) aporte menos información sobre su despido de Trinity que Ray Monk en
Bertrand Russell: The Spirit of Solitude, 1872-1921
(Free Press, 1996) y Ronald W. Clark en
The Life of Bertrand Russell
(Alfred A. Knopf, 1976).
Para documentarme sobre los Apóstoles de Cambridge, confié en el valorado Moore:
G. E. Moore and the Cambridge Apostles
(Oxford University Press, 1981) y, en menor grado, en el exhaustivo pero polémico y a menudo homófobo
The Cambridge Apostles: A History of Cambridge Universitys Elite Intellectual Secret Society
, de Richard Deacon (Farrar, Straus & Giroux, 1986).
The Cambridge Apostles, 1820-1914
, de W. C. Lubenow (Cambridge University Press, 1998), también resultó ser una fuente de un valor incalculable. (Le estoy personalmente agradecido al profesor Lubenow por haberme ayudado a clarificar las tinieblas que rodeaban el asunto de si Hardy «atestiguó» o no durante la Primera Guerra Mundial.)
A través de las cartas de los hermanos (en especial las de Russell, Lytton Strachey, James Strachey y Rupert Brooke) conseguí hacerme una idea de cómo sería el ambiente que se respiraba en las reuniones de la Sociedad.
Muchas de las cartas de Lytton Strachey sobre los Apóstoles están incluidas en
The Letters of Lytton Strachry
, seleccionadas y editadas por Paul Levy (Viking, 2005), mientras que la correspondencia de Brooke con el menor de los Strachey se puede encontrar en
Friends and Apostles: The Correspondence of Rupert Brooke and James Strachey, 1905-1914
, en edición de Keith Hale (Yale University Press, 1998).
The Neo-Pagam: Rupert Brooke and the Ordeal of Youth
, de Paul Delaney, arroja luz no sólo sobre Brooke, sino también sobre su rival húngaro, Ference Békássy, mientras que la magistral Lytton Strchery:
The New Biography de Michael Holroyd
(W. W. Norton, 2005) merece ser leída porque, además de constituir un prototipo del arte de la biografía, ofrece un retrato sumamente penetrante del personaje. Finalmente, las memorias de John Maynard Keynes
Mis primeras creencias
, incluidas en
Two Memoirs
(Rupert Hart-Davis, 1949), describen con sentimiento e ingenio la profunda influencia, tanto moral como filosófica, de G. E. Moore en los Apóstoles.