El contable hindú (35 page)

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Authors: David Leavitt

Hardy se vuelve. Gaye está arrodillado junto al fuego, acariciando a Hermione.

—¿Cómo te has hecho tan experto en el tema?

—Porque escucho.

—¿Y qué oyes?

—Que tienes celos. Admítelo.

—¡No estoy celoso!

—Entonces tienes envidia. Te gustaría tener esos amigos. Sobre todo a ese jugador de críquet… No me extraña…

—Te equivocas completamente. Igual que cuando estabas vivo, Russell, y siempre creías que estaba enamorado de todo el mundo. Aquello no tenía ni pies ni cabeza.

—Entonces, ¿cuál es la verdad?

—Simplemente que me produce curiosidad saber de dónde ha salido ese apodo. Y el mero hecho de que lo tenga; no va nada con su personalidad.

—Puede que él no sea como tú te imaginas, ¿o debería decir como tú pretendes?

—No pretendo que sea de ninguna manera en concreto.

—Sí que lo pretendes, Harold. Necesitas que sea tímido y solitario y un obseso de su trabajo, porque así no tienes que preocuparte de pasearlo por ahí. Así no interfiere en tu vida. Pero si él te da de lado no te gusta nada, lo que me parece bastante hipócrita por tu parte si quieres que te diga la verdad, ya que no has hecho prácticamente nada para introducir a ese pobre hombre en tu propia esfera social, por llamarla de alguna forma.

—Eso no es cierto. Littlewood y yo lo llevamos a comer al Hall y no le gustó nada. Odia la comida. Pero lo hemos intentado. ¿Qué se puede hacer cuando le ofreces algo a alguien y lo rechaza?

—Bueno, no puedo decir que me sorprenda. —Gaye acaricia el cuello de Hermione, así que ella ronronea—. Al fin y al cabo, conmigo hiciste lo mismo.

—¿Qué hice yo?

—Sabes perfectamente a qué me refiero. Eso de lo que no quieres hablar. Lo de aquel sábado por la noche.

—Ah, eso.

—Sí, eso.

—Era una situación completamente distinta.

—¿Ah, sí? Me diste de lado. Igual que estás haciendo con él.

—Pero él no quiere que lo introduzca en ningún círculo.

—Estupendo. —Gaye se levanta, soltando a Hermione—. Bueno, ya veo que te lo sabes todo, así que mejor me voy, ¿no?

—No te vayas.

—¿Por qué? ¿Qué sentido tiene que me quede cuando está claro que no te interesa nada de lo que pueda decir? Cuando estaba vivo era igual, Harold. Me oías, pero nunca me escuchabas.

Hace intención de irse. Hermione pone a prueba sus uñas en la moqueta.

—Espera —dice entonces Hardy.

—¿Qué pasa?

—Antes has dicho que había algo que querías que reconociera. ¿Qué era?

—Que lo quieres todo para ti. Que te da miedo perderlo.

—Está bien, lo quiero todo para mí. Me da miedo perderlo. Hala, ¿ya estás contento?

—Y que te gustaría liarte con el jugador de críquet.

—Y me gustaría hablar de críquet con ese jugador… Luego ya veríamos cómo se desarrollaba la cosa.

Hermione sigue probando sus uñas en la moqueta. Gaye sonríe.

—Me alegro de que lo hayas dicho. Es un alivio oírte decir la verdad, aunque sólo sea para variar.

—¿Tú crees que ésa es la verdad? —pregunta Hardy—. A mí no me lo parece. Pero también es cierto que, desde que empezó la guerra, nada me lo parece.

8

La cazuela, del mismo tipo que usaba su madre en su juventud, está hecha de cobre batido con un revestimiento de plata por dentro. La receta también es de su madre. Primero sumerge la pulpa de tamarindo en agua hirviendo. Luego la aprieta con los dedos para que suelte todo el líquido. En la cazuela pone lentejas, cúrcuma y agua, y deja que se cuezan hasta que las lentejas se rompen y se forma una especie de papilla amarilla. Revuelve las lentejas para deshacer los grumos, luego añade más agua, y deja posarse ese caldo hasta que la parte más sólida se deposita en el fondo. Entonces lo cuela, separando la parte sólida que utilizará para el
sambar
. Al caldo le añade cilantro y comino molido, chile en polvo, azúcar, sal y el jugo de tamarindo. Lo deja cocer un cuarto de hora más, y el
rasam
está listo para rematarlo después con un aderezo de semillas de mostaza fritas en
ghee
.

En casa, su madre preparaba
rasam
fresco todos los días. Pero él no tiene tanto tiempo. Ni tampoco podría comerse todo el
rasam
en un solo día. Así que prepara el
rasam
a principios de semana, y el resto de los días sólo tiene que recalentarlo cada vez que le apetece un poco. De este modo, no necesita distraerse demasiado tiempo de su trabajo.

Sus amigos notan el olor siempre que le hacen una visita. A veces les ofrece un tazón. Charlan o trabajan juntos, y mientras tanto el tamarindo del
rasam
va corroyendo el revestimiento de lata, dejando a la vista el cobre y blanqueando el plomo. Si no sabe a plomo es seguramente porque el picante del chile en polvo y el amargor del tamarindo serían capaces de disimular sabores aún más acres.

Y así van pasando los meses. Se toma su
rasam
con arroz, o lo bebe de un tazón. La cazuela descansa tranquilamente sobre la cocina.

9

Russell se presenta en el cuarto de Hardy para comunicarle que Rupert Brooke ha muerto; algo que Hardy ya sabía por el Times. Entra sin llamar, interrumpiendo una conversación que Hardy mantiene con Sheppard.

—«Alegre, valiente, polifacético, sumamente culto» —lee Russell en voz alta—, «poseedor de la armonía clásica entre cuerpo y mente…» ¡Y dicen que esto lo ha escrito Winston Churchill!

—Pues yo creo que hay una pluma claramente eduardiana detrás de esas palabras —dice Sheppard.

—Apestan a lo que nuestro amigo el señor Lawrence denominaría un pantano
[16]
estancado.

—Muy gracioso. Un momento estupendo para hacer bromas, cuando hay un joven muerto, y con las huellas de las garras de Marsh por todo el cuerpo.

Hardy baja la vista. La verdad es que nunca ha contribuido a lo que últimamente se denomina «el culto a Rupert Brooke». Para él, Rupert Brooke era simplemente un joven guapo, bastante pálido, que irradiaba un aura de autocomplacencia e incapacidad de controlarse, y dado a hacer (sin que vinieran a cuento) los comentarios más escabrosos: sobre los judíos, sobre los homosexuales… Y eso que en las reuniones de la Sociedad solía hablar de haberse acostado con chicos cuando era más joven; o incluso de haber perdido su virginidad con otro chico. A Brooke le caía bien James Strachey pero detestaba a Lytton; parecía que siempre andaba liado con mujeres, pero sin sexo de por medio; y escribía lo que a Hardy le parecía una poesía banal y sensiblera. Y ahora está muerto. ¿La culpa la tiene Marsh?

Sheppard dice que cree que no.

—Reconócelo, Bertie —dice—, estás siendo muy duro con Eddie.

—También podría haberlo asesinado él mismo. Lo sedujo. Lo introdujo en los círculos más exclusivos, se lo presentó a Asquith, le metió en la cabeza que era un gran héroe. ¿Y Brooke no vivía en el piso de Eddie?

—En cualquier caso, Brooke se alistó él solito.

—Eddie le buscó el puesto oficial.

—Pero porque él insistió. Habría ido de todas formas.

—Ya, ¿pero tan pronto?

—Puede que Eddie intentara salvarlo —dice Hardy—. Debió de intentar conseguirle el puesto más seguro que pudo.

—Aunque no sirviera de nada, porque Brooke estaba empeñado en morirse —dice Sheppard.

—Pues ya se ha muerto… de insolación, cuenta el Times —dice Hardy.

—Parece ser que no —dice Russell—. Eso fue lo que pensaron en un principio. Por lo visto ha sido una septicemia, por una picadura de mosquito.

—¡Una picadura de mosquito!

—Lo de la insolación queda mejor, eso sí.

—Abatido por los rayos del glorioso Febo… —entona Sheppard—. Enterrado, como Byron, donde la luz helena baña su tumba, lejos de casa.

—Y pensar que ni siquiera estuvo en el frente…

—¿Ah, no? Creía que había estado en Amberes.

—Estuvo, pero su batallón no entró en combate.

—Derribado por un mosquito de camino a Gallípoli. Una pena, cuando deseaba tanto que lo mataran a tiros o le estallara una mina.

—Por lo menos ha conseguido que le publicaran esos poemas de guerra enseguida.

—¿Los has leído?

—Sí.

Y recita:

¡Darle alegre la espalda, como los nadadores que se lanzan al agua clara, a un mundo que se ha vuelto viejo, frío y aburrido, abandonar los corazones enfermos que el honor no consiguió conmover, y a los semihombres, y sus sucias y tristes canciones, y a toda esa mísera futilidad del amor!

—Supongo que nosotros somos los semihombres —dice Hardy— que cantamos esas sucias canciones.

—«Que se lanzan a un mar de desinfectante» habría sido más apropiado —dice Russell, estrujando el obituario con la mano.

10

Ethel, apenada, en señal de silenciosa y afligida protesta, continúa haciendo el café al estilo de Madrás, hervido con leche y azúcar. Incluso cuando Neville se queja («¿No podemos tomar un café normal?», pregunta), lo sigue preparando de esa forma.

—No tienes nada que hacer —le explica Alice—. Ya conoces a Ethel. Cuando se le mete una cosa en la cabeza…

Ethel es corpulenta, tiene la cara colorada y unos cincuenta años a juzgar por su aspecto, aunque tal vez sea más joven. Es de Bletchley, y regresa allí todos los miércoles para visitar a su hija, que trabaja en una fábrica de corsés. Nunca ha mencionado a ningún marido.

—¿Se sabe algo de su hijo? —le pregunta Neville a Alice.

—Ella no cuenta nada y yo no le pregunto. Supongo que está en Francia.

—Pobre chaval. Venga, sigue.

Por culpa de la mala vista de su marido, Alice acostumbra a leerle los periódicos en voz alta por las mañanas.

—«El sábado, en el juzgado de policía de Bow Street» —lee—, «los señores Methuen and Co., editores de Essex Street, en el Strand, fueron convocados ante Sir John Dickinson para aportar una razón por la cual mil once ejemplares de la novela
El arco iris
, del señor D. H. Lawrence, no deberían ser destruidos.» Tenemos que guardar bien nuestro ejemplar, Eric. Puede que merezca la pena. «Los imputados lamentaron que el libro hubiera sido publicado, y el magistrado ordenó que se destruyeran los ejemplares y que los imputados pagasen diez libras y diez chelines por las costas.»

—Así que se han dado por vencidos…

—No me extraña, tal como están las cosas. «El señor H. Muskett, en representación del jefe de policía, dijo que los imputados, que eran editores de larga trayectoria y reconocido prestigio, no se opusieron al mandato judicial. El libro en cuestión era una suma de pensamientos, ideas y actos obscenos, presentados en un lenguaje que, suponía, podría ser considerado un esfuerzo intelectual y artístico en ciertos círculos.»

—Como el ciento trece de Chesterton Road.

—Ha debido de ser por la escena lésbica. Las dos mujeres.

—Alice, se supone que tú no deberías saber esas cosas.

—Sssh. Ethel…

—¡Pero si lo has dicho tú! —Neville unta una tostada de mantequilla—. De todas formas, esa historia de las obscenidades no es más que una tapadera. La auténtica razón es que el libro es abiertamente contrario a la guerra.

—¿Se ha vuelto tan peligroso estar en contra de la guerra?

—Me temo que sí. —Hace una mueca ante la dulzura excesiva del café—. Y que esté casado con una «huna» tampoco ayuda. ¿Alguna noticia más sobre el asunto del Derby?

—Sí, viene un artículo sobre eso.

—¿Ah, sí? ¿Y qué ha pasado?

Alice ojea el artículo, y luego dice:

—Nada. Siguen dándole vueltas. —Lo dice para ahorrarle preocupaciones a su marido, porque en realidad el artículo toca un punto que les preocupa mucho a los dos. Según las normas del Derby Scheme
[17]
, los hombres que aún no hayan cumplido los cuarenta y un años pueden «atestiguar» voluntariamente su disposición a alistarse sin necesidad de alistarse de hecho. Lo que se discute en el artículo es el orden en que se reclutará a «los hombres de Derby», tal como se les ha apodado. Para mitigar la angustia de los hombres casados (y para asegurarse de que «atestigüen»), Asquith ha dado su palabra de que no se reclutará a ningún hombre casado hasta que el último hombre soltero (incluyendo a aquellos que no han «atestiguado» todavía) haya sido encontrado y enviado al frente. El resultado ha sido un repentino aumento del número de matrimonios registrados.

Neville no ha «atestiguado». Ni tampoco Moore. Otros conocidos suyos sí. A un «hombre de Derby» se le reconoce por el brazalete que lleva: gris con una cruz roja. En el caso de Neville, que «atestigüe» o no, claro, carece de importancia práctica; tiene tan mala vista que lo rechazarían en el examen médico. Aun así, el que se niegue a pasar por esas formalidades produce rechazo. Porque el único objetivo del Derby Scheme (o eso dicen los cínicos) es responsabilizar hasta tal punto a los que no «atestigüen» que acaben haciéndolo por vergüenza. Se trata de una forma encubierta de reclutamiento obligatorio. La coacción es la norma de los tiempos. Ayer, por ejemplo, Neville se enteró de que James Strachey había preferido dejar su trabajo en el Spectator antes que atestiguar, como le insistía su director. ¡Y el director era primo suyo! Y, a pesar de que las cosas no han ido tan mal en Trinity, Neville sabe perfectamente que, cada día que pasa sin ir a la oficina de reclutamiento, corre mayor riesgo. Butler ha dejado muy claro lo mucho que le desagradan las actividades pacifistas dentro del College. Lleva muy bien la cuenta de los compañeros que son miembros de la Unión por un Control Democrático y de la Asociación Antirreclutamiento. Neville, al igual que Russell, pertenece a las dos. Sin embargo, a diferencia de Russell, no tiene una reputación que lo proteja.

—Estamos llegando a un punto en que, si no llevas brazalete, llamas bastante la atención —dice.

—¿Y qué pasa con Hardy? ¿Ha atestiguado?

—No lo sé. ¿Por qué me lo preguntas?

—Por nada en especial. Pero me produce curiosidad saber si tiene el valor de sus convicciones…, el valor de no hacerlo.

La verdadera razón, claro, es que Alice espera que Hardy atestigüe y que, como soltero, sea reclutado. Y mejor cuanto antes.

—Bueno, por lo que he oído —dice Neville—, pase lo que pase, no irá al frente. Tiene no sé qué problema médico.

—¿Qué problema?

—¡Y yo qué sé, cariño! No soy su médico. Ethel, tráigame otra tostada, por favor.

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