Authors: David Leavitt
—¿Y ha podido preparar todo esto en un solo hornillo de gas?
Ramanujan asiente con la cabeza.
—No me extraña que haya trabajado tanto… —Hardy se frota las manos—. Pues huele estupendamente. Lo ha hecho usted muy bien, amigo mío. —Le da unas palmaditas en la espalda, y Ramanujan pega un bote—. ¡Tranquilo! No se ponga nervioso. Está entre amigos.
—Se me ha quemado el
pongal
.
—Da igual. Nadie se dará cuenta.
—Pero es que me llevó muchísimo trabajo. Sólo había una tienda en Londres que tuviera garbanzos verdes. La señora Peterson me la buscó.
—Da igual.
—Y se me ha pasado el arroz.
—Le digo que da igual. Lo importante es la compañía.
—Bueno, ya no tiene arreglo. Hay que seguir. —Entonces sale de la habitación de servicio, con Hardy detrás—. La cena está lista —dice casi con pena—. ¿Nos sentamos?
Una vez más se interrumpen las conversaciones. Los invitados ocupan sus asientos. Ramanujan trae la olla de
rasam
; con un cucharón sirve la sopa (¿cómo dijo que la llamaban los ingleses?, ¿agua de pimienta?) en tazones.
Hardy la prueba. El líquido de su cuchara es fino, marrón rojizo, y parece la destilación de un montón de sabores a los que no consigue poner nombre. Tiene un punto amargo, otro dulce, otro picante, otro fangoso (como se imagina que debe de saber la tierra).
—Enhorabuena —dice la señorita Chattopadhyaya. La señorita Rudra asiente con la cabeza. Chatterjee come deprisa y sin miramientos, Mahalanobis con una cortesía que raya en la indiferencia. Ramanujan no come nada.
De repente se levanta de golpe.
—¡Ah, me olvidaba del
pappadum
! —dice. Y se mete corriendo en la habitación de servicio, para volver enseguida con una cesta de tortas crujientes—. Se han enfriado.
—No se preocupe —dice Hardy, mientras parte la suya. Ha terminado su tazón de sopa. Todos han terminado el suyo, salvo la señorita Rudra, que come exageradamente despacio. No es que coma poco (vacía su tazón), sino más bien que logra mantener cada cucharada en la boca más tiempo que cualquier ser humano que Hardy haya conocido en su vida. ¡Como esposa sería un auténtico agobio!
Se sirven las segundas raciones de
rasam
. La conversación deriva hacia el críquet, un tema en el que Mahalanobis demuestra estar asombrosamente versado. Que Chatterjee sepa de críquet, claro, no es de extrañar. Se pone a hablar de la historia del juego en la India, de los grandes jugadores a los que admiraba de niño, del campo de juego de Calcuta. Las mujeres le escuchan atentamente, y la señorita Rudra, por una vez, no se tapa la boca. Los tazones ya están vacíos.
—¿A alguien le apetece repetir otra vez? —pregunta Ramanujan.
—Yo no diría que no —dice Hardy.
—Muy amable de su parte, señor Ramanujan —dice la señorita Chattopadhyaya—, pero no debería.
—¿Señorita Rudra?
Se tapa la boca con las manos y dice que no con la cabeza.
—Bueno, está bien.
Ramanujan regresa a la habitación de servicio. Hardy empieza a nombrar a sus jugadores favoritos de críquet, incluido Leveson-Gower, a quien por lo visto Chatterjee admira menos de lo que tendría que admirar. Se inicia una discusión amigable. Las damas sonríen. Entonces Hardy oye, o cree que oye, el chasquido de una puerta al cerrarse.
Durante unos segundos nadie dice nada. La conversación languidece. Hardy mira furtivamente por encima del hombro hacia la habitación de servicio.
—¿Se ha ido? —pregunta Mahalanobis.
—A lo mejor necesitaba algo de la cocina del College —dice Chatterjee.
Se quedan esperando. Al final, Hardy se levanta y abre la puerta del pasillo.
—Ni rastro —dice.
Sigue un silencio incómodo. Hay ciertas posibilidades que ninguno de los hombres quiere sacar a colación delante de las señoras, así que a Hardy le sorprende oír decir a la señorita Chattopadhyaya:
—¿No debería bajar alguien a echar un vistazo en el servicio? Quizá necesite ayuda.
—Voy yo —dice Chatterjee.
—Y yo también —dice Mahalanobis. Y salen por la puerta para regresar al poco rato. Solos.
—No está en el servicio —dice Chatterjee.
—¿Qué puede haber pasado? —pregunta la señorita Chattopadhyaya.
Se organiza otra expedición. Dejando a las señoras solas, los tres hombres se van corriendo a las cocinas del College. No, el señor Ramanujan no ha pasado por allí, dice el jefe de cocina. Así que se acercan hasta la garita del portero.
—Ha salido hace un cuarto de hora —dice el portero.
—¿Y adónde iba?
—No me ha dicho nada. Pero la verdad es que me ha chocado que saliera sin abrigo.
—¿Y hacia dónde se ha ido?
—Hacia King's Parade.
Hardy cruza el portón del College; mira a un lado y a otro de la calle, en ambas direcciones. Ni rastro de Ramanujan.
—Ha desaparecido —dice Chatterjee, con más sorpresa que angustia en la voz.
—¿Qué más podemos hacer? —pregunta Mahalanobis.
—Nada —dice Hardy. Y regresan a las habitaciones de Ramanujan, donde los aguardan las damas.
Ahora el dilema es qué hacer con la comida. ¿Deberían guardarla? Nadie está seguro.
Al final la dejan así. Seguro que Ramanujan vuelve luego. Si tapan la comida o la tiran, tal vez se ofenda.
Ni que decir tiene que no siguen comiendo.
Al pie de las escaleras los miembros del desconcertado grupo se despiden y cada uno se va por su lado.
A Hardy, aún hambriento, le gustaría haberse tomado su tercer tazón de
rasam
.
A la mañana siguiente, Ramanujan no se presenta en los aposentos de Hardy.
—Curioso —se dice Hardy a solas. De todos modos, sigue con sus cosas.
Lee los periódicos y trabaja, lo mejor que puede, en la fórmula de las particiones; al ver que no logra concentrarse, coge la Cambridge Magazine, y luego la tira a un lado. ¡Qué contrariedad! Su fase de fermentación se está desvaneciendo, lo nota. Puede que se pierdan cosas importantes, y todo por culpa de Ramanujan. Pero no tiene sentido lamentarse por eso, así que vuelve a coger la Cambridge Magazine de donde la ha dejado caer. Desde hace unos meses, la señora Buxton, esposa de Charles Buxton, que debía haber hablado en la malhadada reunión de la UCD, lleva una sección titulada «Notas de la Prensa Extranjera», que consiste en extractos de artículos de decenas de periódicos extranjeros, incluyendo los periódicos enemigos, que ha conseguido que le permitan importar de Escandinavia, traducidos al inglés. Neue Freie Pmse (el principal diario de Viena), National Tidmde (de Copenhague, conservador), Vorwiirtr (alemán, socialdemócrata)… ¡Qué variadas son las reacciones ante la guerra! ¡Cuánta razón cree que tiene cada lado! Se le van los ojos a los anuncios. Están poniendo
Bajo el mando escarlata
en el Victoria Cinema, junto con
His Soul Reclaimed
(«un episodio muy dramático de la Staircase Life») y metraje de «20.000 prisioneros alemanes capturados en la Champaña». Mermelada tradicional inglesa Chiver's, uniformes para oficiales de Joshua Taylor & Co., «La Salud Über Alles» en Le Strange Arms, y Gold Links Hotel, Hunstanton, ¿
Hunstanton
? ¿Un sitio de hunos?… En el exterior de la ventana, ya está despuntando el sol. ¿Por qué no dar un paseo? Así que se pone el abrigo, baja las escaleras y acaba plantándose en el Bishop's Hostel.
En el rellano de Ramanujan se encuentra con una señora de la limpieza.
—Ni rastro de él, señor —le dice—. Y toda esa comida echada a perder…
—¿Por qué no la aprovecha?
Ella se pone colorada.
—Ay, señor, es que come una comida muy rara, me temo.
—Bueno, pues avíseme cuando vuelva, si no le importa. O dígaselo a la señora Bixby.
—Claro, señor.
Esa noche, en el Hall, Russell pregunta qué ha sucedido.
—Yo creo que se ha ido a Londres —dice Hardy—. No hay por qué preocuparse. —Pero luego, cuando regresa a New Court, se encuentra con el joven Ananda Rao aguardándolo al pie de las escaleras con su toga y su birrete.
—No está en Londres —dice Ananda Rao—. Le he puesto un telegrama a la señora Peterson. No está en su pensión.
—Yo no me preocuparía. Seguro que se encuentra bien.
Ananda Rao ni se mueve. ¿Espera que Hardy lo invite a subir con él?
—Pues buenas noches —acaba diciendo.
—Buenas noches, señor —dice Ananda Rao. Y se da la vuelta. ¿Lleva cara de pena mientras camina hacia la arcada?
Hardy cierra la puerta. Una oportunidad perdida tal vez.
De ser así, mejor no haberla aprovechado. Al fin y al cabo es un estudiante. Y, como dijo el propio Ramanujan, «inmaduro».
Transcurren cuatro días sin señales de él. Al final Hardy le dice a la señora Bixby que le dé permiso a la asistenta de Ramanujan para tirar la comida de la cena de invitados, que ya empieza a oler mal.
Le envía una nota a Chatterjee, preguntándole si ha tenido noticias.
«No», responde Chatterjee. «Pero me ha dicho una persona que conoce mejor que yo a Ramanujan que estas desapariciones no son algo extraño en él. Ya lo ha hecho antes.»
Luego llega otra nota, esta vez de la señora Neville.
Querido señor Hardy
:Estoy tremendamente preocupada por lo que me ha contado mi marido de la cena del señor Ramanujan la semana pasada y su consiguiente desaparición. Sin embargo, lo que me preocupa aún más que el motivo de esa desaparición (algo sobre lo que sólo puedo especular) es la impresión que tengo de que no se ha hecho nada. ¿No se les ha ocurrido que puede estar tirado en cualquier cuneta, enfermo o herido? ¿Llevaba dinero encima cuando se fue? ¿No se debería avisar a la policía?
Por favor, infórmeme lo antes posible de los pasos que se hayan dado.
Si no recibo noticias suyas esta noche me encargaré de avisar a la policía personalmente.
Alice Neville
Maldita zorra entrometida… ¡Como si fuera asunto suyo!
Pero le manda la respuesta solicitada.
Señora Neville
:A pesar de que entiendo, evidentemente, su preocupación por el bienestar del señor Ramanujan, le rogaría que no sacara conclusiones precipitadas. Es un hombre adulto, capaz de valerse por sí mismo. Por lo visto, no es raro en él «desaparecer» de cuando en cuando. Los genios suelen tener extrañas costumbres. Hasta que no exista un motivo razonable para ello, no veo qué podríamos ganar poniéndonos en contacto con la policía, humillando más o menos al señor Ramanujan y llevándole a pensar que, en nuestro país, no es libre de ir a donde le plazca y hacer lo que le dé la gana.
G. H. Hardy
No hay respuesta, al menos de Alice. Pero Gertrude también le escribe.
Querido Harold
:Alice está sumamente angustiada por Ramanujan, y tu nota no es que la haya tranquilizado precisamente. ¿No puedes hacer algo para que no esté tan preocupada? Y en caso contrario, ¿me prometes que, por lo menos, no vas a preocuparla más? Es una persona muy sensible y Ramanujan le importa de verdad.
Tu querida hermana,
Gertrude
¿Pero a qué viene todo esto? ¡Y encima de Gertrude! ¿Será que Alice ha podido con ella? Sabe perfectamente que Gertrude no soporta los ataques de histeria. Entonces, ¿por qué se ha convertido de repente en la abogada de Alice Neville?
Nunca dejará de sorprenderle la forma de ser de las mujeres.
El martes, una semana después de la cena de invitados, alguien llama a su puerta. La abre y ve a Chatterjee.
—He recibido un telegrama de Ramanujan —dice Chatterjee.
—Gracias a Dios. ¿Dónde está?
—En Oxford.
—¿Pero qué hace allí?
—No me lo dice. Sólo me pide que le mande cinco libras.
—¡Santo Dios!
—La dirección es la de una pensión. Supongo que tiene que pagar la cuenta y el billete de vuelta a Cambridge.
—¿Se las ha enviado?
Chatterjee baja la vista.
—Dentro de una semana podré hacerlo —dice—, pero de momento, amigo mío, no tengo ni cinco libras… Los preparativos de la boda… Podría mandarle dos…
—No se preocupe —dice Hardy—. Yo se las mando. ¿Cuál es la dirección?
Chatterjee le tiende un pedazo de papel. Van andando juntos a la oficina de telégrafos.
—Pero avíseme sin falta cuando sepa algo de él, por favor —le dice luego Hardy, cuando salen otra vez a la calle.
—Por supuesto. Todo un detalle de su parte haberle ayudado.
—Y siento lo de la cena… Espero que la señorita Rudra no se ofendiera.
—Es una chica sencilla. Esas cosas no le afectan.
Se dan la mano y se separan. Hardy vuelve a sus aposentos.
Se pasa toda esa tarde y toda esa noche reprimiendo el impulso de acercarse hasta el Bishop's Hostel o, lo que es más, de mirar el horario de trenes para esperar en la estación un tren que vaya a Oxford.
En vez de eso, le pide a la señora Bixby que le pida a la asistenta de Ramanujan que la avise cuando regrese.
—Volvió anoche, señor —le cuenta la señora Bixby a la mañana siguiente.
—Estupendo. Gracias —dice Hardy. Luego se apresura a colocar las cosas en la habitación para dar la impresión de que, en el ínterin, ni siquiera ha echado de menos a Ramanujan. Periódicos esparcidos sobre la mesa, cifras en la pizarra, papel sobre el escritorio.
Como era de esperar, sobre las nueve, se oye una llamada en la puerta.
Hardy la abre.
—Buenos días —dice Ramanujan.
—Buenos días —responde Hardy.
Ramanujan entra. Lleva en la mano lo que parece una hoja arrancada del Daily Mail sucia y arrugada.
—Creo que he pulido un poco la fórmula de las particiones —dice.
—Estupendo. Estoy deseando verla.
Ramanujan desdobla la hoja del Daily Mail, cuyos márgenes, Hardy comprueba en ese momento, ha cubierto de diminutas cifras y símbolos, escritos con esa letra suya tan pulcra.
—No está acabada ni mucho menos. De todos modos, con valores bajos obtengo un resultado que se acerca a
p(n)
. Se me quedan como un cinco por ciento fuera.
—Sí, yo he conseguido más o menos el mismo resultado trabajando por mi cuenta, mientras usted estaba fuera.
—¿Ah, sí? Entonces…
Ramanujan dobla la hoja y se sienta. Hardy se sienta enfrente.