Authors: David Leavitt
—El problema es que necesitamos una tabla de valores más altos para tener soluciones más exactas con las que comparar los resultados de la fórmula.
—Cierto. —Hardy se queda callado un momento. Luego dice—: Ramanujan, no quiero fisgonear, ni tampoco está usted obligado a contestar de ningún modo, pero… Nos quedamos todos bastante preocupados cuando se marchó. Dígame, ¿por qué se fue a Oxford?
Ramanujan baja la vista. Se frota las manos.
—Fue por las señoras —dice luego.
—¿Por las señoras?
—La señorita Rudra y la señorita Chattopadhyaya. No estaban dispuestas a aceptar la comida que les ofrecí.
—Pero si la aceptaron…
—Les ofrecí un tercer tazón de
rasam
y no lo aceptaron. Me sentí herido e insultado, y me fui por pura desesperación. No quería volver. Por lo menos mientras ellas estuvieran allí. Y como llevaba un poco de dinero en el bolsillo, me acerqué hasta la estación y cogí el primer tren a Oxford.
—Pero las señoras ya habían tomado dos tazones. No sé cómo será la cosa en la India, pero debe recordar que en Inglaterra al menos las señoras quieren que pensemos…, bueno, que tienen el estómago pequeño. Les parece que sería de poca educación, poco femenino, comer demasiado.
—Me había pasado más de una semana preparando esa cena. Me insultaron. No podía quedarme allí sentado mientras…
—De todas maneras, podría habérmelo dicho. La verdad es que ha sido usted muy poco oportuno.
—No he estado haciendo el vago. Como ya le he dicho, he estado perfeccionando la fórmula. Y ahora, con que obtengamos valores más altos para la función, ya estaremos preparados para verificarla.
—Pues por eso no se preocupe. Se lo pediremos al mayor MacMahon.
—¿Quién es el mayor MacMahon? —pregunta Ramanujan.
—Ya lo verá —responde Hardy—. Tiene muchas ganas de conocerle.
¿Quién es el mayor MacMahon? Es la clase de hombre a la que sus títulos representan perfectamente. Entre otras cosas es, o ha sido, subdirector de la normativa de la Cámara de Comercio, miembro del Comité International des Poids et Mesures, secretario general de la British Association, de la Royal Society, antiguo presidente tanto de la Sociedad Matemática de Londres como de la Royal Astronomy Society, miembro del Permanent Eclipse Committee y consejero de la Royal Society of Art.
El mayor MacMahon es hijo del general de brigada P. W. MacMahon. Pasó unos años con la Artillería Real en Madrás, donde participó en una famosa expedición de castigo contra los Jawaki Mridis de Cachemira. A su vuelta a Inglaterra fue nombrado profesor de matemáticas en el Colegio de Artillería de Woolwich, donde ahora trabaja Littlewood. Después se retiró del ejército, y actualmente vive con la señora MacMahon en Carlisle Place, en Westminster. Tiene unos enormes bigotes en punta, y sería el primero en admitir que nada le gusta más que una buena copa de aporto y una partida de billar.
En marzo de 1916, Hardy lleva a Ramanujan a verle. Cuando llegan a la casa, la criada, en vez de acompañarles hasta el cuarto de estar, les conduce hasta la sala de billar, cuyo suelo está cubierto de alfombras indias, saqueadas con toda probabilidad durante aquella famosa incursión en Cachemira. Todos los muebles (el sofá, la silla Reina Ana con sus patas en forma de garra y bola, y hasta la propia mesa de billar) tienen flecos dorados y rojos. Encima de la chimenea, una cabeza de venado mira hacia abajo con esa expresión mezcla de desdén y aburrimiento que, por lo visto, tan bien se les da a los taxidermistas. Ramanujan se queda mirándola y luego aparta la vista, claramente desconcertado.
—¿Nunca había visto un trofeo de caza? —le pregunta Hardy. Él dice que no con la cabeza.
—En Inglaterra los matan por deporte. Digo que «los matan» porque yo jamás participaría en una diversión tan cruel.
—¿Y se comen el venado?
—Sólo de cuando en cuando.
Entonces entra el mayor MacMahon en la sala, acompañado de la señora MacMahon, que enseguida proclama que no tiene ni idea de matemáticas y debe acercarse a la cocina a supervisar el envasado de alguna cosa. Luego se va. El mayor hace un gesto a Hardy y a Ramanujan para que se sienten en el sofá. Abre una caja de puros, saca uno y lo enciende; les ofrece la caja, pero los dos declinan la invitación.
—Bueno, pues fumaré solo —dice en un tono un poco seco—. Entonces, señor Ramanujan —continúa mientras sopla el humo en su dirección—, por lo visto es usted un calculista fuera de serie. Como ya le habrá dicho Hardy, yo soy bastante bueno en cálculos aritméticos mentales. ¿Qué le parece si hacemos un concurso?
—¿Un concurso?
—Sí, un concurso. —El mayor vuelve a levantarse, y saca un encerado con ruedas de un rincón—. Esto es lo que quiero que haga, Hardy. Quiero que escriba un número, el que le apetezca, y entonces veremos quién de los dos es capaz de descomponerlo antes.
Le tira un trozo de tiza a Ramanujan, que él no logra atrapar.
—Póngase aquí a mi lado. Cuando tenga la respuesta, escríbala en la pizarra.
Pero Ramanujan anda por los suelos, intentando encontrar el trozo de tiza, que ha ido a parar debajo del sofá. Sólo cuando ha conseguido recuperarlo se acerca al encerado.
—Muy bien —dice el mayor frotándose las manos, que son muy grandes—. ¿Primer número?
—Pongamos el… 2.978.946.
Pasan unos segundos. Entonces los dos hombres hacen chirriar las tizas.
El mayor termina primero (la solución es 2 × 32 × 167 × 991), aunque Ramanujan no le va a la zaga.
—Han estado muy igualados, ¿no? —dice Hardy.
—Creo que el mayor me ha ganado —dice Ramanujan.
—Sigamos.
Y Hardy dice otro número. Y otro. El mayor gana la mayoría de las veces.
Al final Hardy saca a relucir el número 4.324.320. Inmediatamente Ramanujan escribe la solución: 25 × 33 × 5 × 7 × 11 × 13.
—Pero eso no es justo, Hardy —dice el mayor—. Ése es un número altamente compuesto. Él lleva ventaja.
—No sé por qué iba a importar —dice Hardy—. Aunque es cierto que los ha descompuesto hasta… ¿cuál?
—El 6.746.328.388.800 —responde Ramanujan.
—Sí, pero ha fallado uno —dice el mayor.
—¿Que ha fallado uno?
—Estaba esperando para decírselo. —Y entonces el mayor mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y saca una hoja de papel arrugado—. El 29.331.862.500 —lee. Le tiende el papel a Ramanujan, que se queda mirándolo con cara de pena.
—¿Cómo se ha dado cuenta? —pregunta Hardy.
—Es mi especialidad —dice el mayor—. Por eso han venido hasta aquí.
La combinatoria es una ciencia muy antigua. Tal como explica el mayor, tuvo su origen en la tierra de Ramanujan, en un tratado indio del siglo VI a. C., titulado
Sushruta Samhita
.
—En realidad es un libro de cocina —dice el mayor—. Lo que hace es coger los seis distintos sabores, que son amargo, dulce, salado, picante… Maldita sea, ¿cuál es el quinto? Un momento. Amargo, ácido, dulce, salado, picante…
—¿Agrio?…
—Eso, agrio. Gracias.
Mientras habla, prepara una partida de billar.
—Bueno, el caso es que el tratado coge esos seis sabores y los combina, primero de uno en uno, luego de dos en dos, luego de tres en tres, y al final obtenemos un total de sesenta y cuatro combinaciones si tenemos también en cuenta la aportación de la cocina inglesa: ningún sabor… ¡Ja! Y eso, en esencia, es análisis combinatorio enumerativo. Sólo que hoy en día, claro, nuestros métodos son un poco más sofisticados.
El mayor le pega a una bola y la mete en un agujero.
Apunta de nuevo, falla el tiro, y le pasa el taco a Ramanujan.
—¿Ha jugado alguna vez al billar?
—No.
—Es fácil. Usted sujete así el taco —se pone detrás de Ramanujan y lo alinea— y apunte a la bola blanca.
Ramanujan se concentra. Con una habilidad sorprendente, apunta con el taco, le pega a una bola y la mete en un agujero.
—Bravo —dice el mayor, aplaudiendo—. Ahora otra vez.
Ramanujan vuelve a apuntar. En esta ocasión, sin embargo, falla y casi rasga el tapiz verde con el taco. La bola blanca salta por encima del borde de la mesa, y luego sale rodando por el suelo hasta que choca con una de las patas en forma de garra del sillón.
—No se preocupe —dice el mayor al mismo tiempo que recupera la bola—. Es su primera vez.
Ramanujan dice que preferiría mirar y aprender, así que Hardy le coge el taco. Lo que Hardy y Ramanujan andan buscando es un teorema: la máquina en la que se metería una bola de billar marcada con un número para verla salir enseguida marcada con otro. Evidentemente, como el teorema se derivará de una fórmula asintótica, es muy probable que el número no sea exacto; habrá que redondearlo. Eso le fastidia más a Ramanujan que a Hardy.
—El punto débil de los matemáticos jóvenes que se enfrentan a un problema numérico —dice Hardy— es que no acaban de entender dónde la precisión es esencial y dónde superflua.
—También se podría pensar en la combinatoria como en una máquina —dice el mayor—. Una clase distinta de máquina. ¿Han oído hablar del motor analítico de Babbage? Nunca lo construyó. Pues la combinatoria es como esa máquina que Babbage no construyó. Y la hija de Byron (era matemática, ya saben, y trabajó con Babbage) dijo de ella —el mayor carraspea—: «Podemos decir acertadamente que el Motor Analítico teje diseños algebraicos igual que el telar de jacquard teje flores y hojas.» Bonitas palabras, lo que no es de extrañar, viniendo de la hija de Byron. —Le pega a una bola y la mete en un agujero—. Pues eso es lo que hago, tejo dibujos. Tengo un motor analítico propio aquí dentro. —Y se da unos golpecitos con el dedo en la sien.
—¿Y supongo bien al pensar que últimamente ha estado tejiendo particiones de números? —pregunta Hardy.
—No se equivoca, no. Voy avanzando por la fila de números como puedo, saltándome alguno de vez en cuando.
—¿Y hasta cuál ha llegado?
—Ayer averigüé el
p(n)
para 88.
—¿Y cuánto tiempo le llevó?
—Unos días.
—¿Y cuál es la solución?
—No creerá que me la he aprendido de memoria… —El mayor suelta una risita. Luego se lleva la mano derecha al pecho, extiende el brazo izquierdo y recita—: 44.108.109.
—44.108.109 —repite Ramanujan. Ahí parado, es como si acariciara el número.
—Este hombre me llega al corazón —dice el mayor, dándole unas palmaditas en la espalda.
En medio de las grandes tragedias, las pequeñas resultan especialmente patéticas. Por ejemplo, Littlewood se entera de que las señoras que alquilan habitaciones en Cambridge están al borde de la indigencia, dados los pocos estudiantes que quedan.
—«Mientras tanto, sin embargo» —lee en voz alta en el Cambridge Magazine—, «a muchas las consolará, en sus malos momentos, saber que todo lo que ha sucedido se ha desarrollado siguiendo un orden estricto y en total conformidad con las leyes tanto de la lógica como de la filología: sus inquilinos han pasado de ser ocupantes… a estar muy ocupados.»
Anne no se ríe. Son casi las doce de la mañana en el piso próximo a Regent's Park. En el otro lado de la habitación en la que está sentado Littlewood, frente a un rayo de luz que penetra por la ventana como un sable, se está recogiendo el pelo en un moño.
—Si quieres saber mi opinión, deberían convertir todas esas casas en burdeles —dice él.
—Eso es un poco cruel por tu parte —dice ella, quitándose una horquilla de la boca—. Esas mujeres dependen de los estudiantes para su subsistencia.
—Era una broma —dice él—. ¿Qué ha pasado con tu sentido del humor?
—En este momento no hay nada que me haga mucha gracia.
—Si no te puedes reír, te vas a volver loca, ya verás —dice. Y enciende un cigarrillo. Aunque Anne ya está casi vestida, él sigue en camiseta y calzoncillos. Está posponiendo todo lo posible el momento de tener que ponerse el uniforme, porque ponerse el uniforme significará que se le ha acabado el permiso y que debe regresar a Woolwich. Y no sólo eso, Anne también debe regresar a Treen. Si, «debe» es la palabra adecuada. Porque parece que está deseando irse. Vaya (piensa él), cualquiera diría que tendría que haberle encantado pasar tres días conmigo. En cambio, todo han sido preocupaciones. Por los niños. (A uno le dolían las muelas.) Por los perros. Por si su marido se enteraría de que, en realidad, no estaba pasando unos días con su hermana en Yorkshire. Tampoco es que le haya apetecido mucho mantener relaciones sexuales, que no es que sea una catástrofe (ya superaron hace tiempo esa fase en la que el sexo era una necesidad para ellos), pero uno esperaría que se diera cuenta de que, después de tantas semanas encerrado con un montón de hombres, él habría agradecido la oportunidad de acariciar el cuerpo de una mujer. Y, la verdad, no es que le haya dado muchas facilidades. Así que ¿habrá dejado de quererle?
Ese pensamiento lo atraviesa como un rayo de sol atraviesa la ventana, lo resquebraja, lo traspasa de parte a parte. Imposible. Imposible.
Ella termina de arreglarse el pelo. Él apaga el cigarrillo y enciende otro.
—¿Te apetece desayunar?
—No, gracias. Voy a perder el tren.
—¿Un té entonces?
—Sólo pensarlo, me entran náuseas.
Él se echa a reír.
—Cualquiera diría que estás embarazada.
—Es que lo estoy.
El cigarrillo se le queda colgando de los labios.
—¿Qué has dicho?
—No pensaba decírtelo, pero ya que has sacado el tema…
—¿Has dicho «embarazada»?
—No te asombres tanto. A las mujeres nos pasa.
—¡Pero cómo…!
Ella se abrocha los botones de la blusa.
—Jack, ya sé que los chicos de tu generación crecisteis ignorando prácticamente las leyes de la naturaleza, aunque, la verdad, una diría que a estas alturas…
—No seas absurda… Pues claro que sé… —Se levanta y mira alrededor como si hubiera olvidado algo. Y entonces se da cuenta de que lo que ha olvidado es la alegría—. ¡Cariño! —dice. Y la abraza—. ¡Pero eso es maravilloso!
—Para el carro. —Lo aparta—. Es una complicación.
—¿Por qué?
—Por Arthur.
—¿Pero no dices que tú y Arthur…?
—Pues claro que no. No seas bobo. Arthur y yo no hemos…, bueno, eso, en años. Y ahí está el problema. Sabrá que es tuyo. Así que la cosa puede ser un poco desagradable.