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Authors: Joseph Conrad

Tags: #Relato, #Clásico

El corazón de las tinieblas (6 page)

Yo no tenía idea de por qué aquel hombre deseaba mostrarse sociable conmigo, pero mientras conversábamos me pareció de pronto que aquel individuo trataba de llegar a algo, a un hecho real, y que me interrogaba. Aludía constantemente a Europa, a las personas que suponía que yo conocía allí, dirigiéndome preguntas insinuantes sobre mis relaciones en la ciudad sepulcral. Sus ojos pequeños brillaban como discos de mica, llenos de curiosidad, aunque procuraba conservar algo de su altivez. Al principio su actitud me sorprendió, pero muy pronto comencé a sentir una intensa curiosidad por saber qué se proponía obtener de mí. Me era imposible imaginar qué podía despertar su interés. Era gracioso ver cómo luchaba en el vacío, porque lo cierto es que mi cuerpo estaba lleno sólo de escalofríos y en mi cabeza no había otra cosa fuera de aquel condenado asunto del vapor hundido. Era evidente que me consideraba como un desvergonzado prevaricador. Al final se enfadó y, para disimular un movimiento de furia y disgusto, bostezó. Me levanté. Entonces pude ver un pequeño cuadro al óleo en un marco, representando a una mujer envuelta en telas y con los ojos vendados, que llevaba en la mano una antorcha encendida. El fondo era sombrío, casi negro. La mujer permanecía inmóvil y el efecto de la luz de la antorcha en su rostro era siniestro.

Eso me retuvo, y él permaneció de pie por educación, sosteniendo una botella vacía de champaña (para usos medicinales) con la vela colocada encima. A mi pregunta, respondió que el señor Kurtz lo había pintado, en esa misma estación, hacía poco más de un año, mientras esperaba un medio de trasladarse a su estación comercial. 'Dígame, por favor', le pedí, '¿quién es ese señor Kurtz?'

'El jefe de la estación interior', respondió con sequedad, mirando hacia otro lado. 'Muchas gracias', le dije riendo, 'y usted es el fabricante de ladrillos de la Estación Central. Eso todo el mundo lo sabe.' Por un momento permaneció callado. 'Es un prodigio', dijo al fin. 'Es un emisario de la piedad, la ciencia y el progreso, y sólo el diablo sabe de qué más. Nosotros necesitamos', comenzó de pronto a declamar, 'para realizar la causa que Europa nos ha confiado, por así decirlo, inteligencias superiores, gran simpatía, unidad de propósitos.' '¿Quién ha dicho eso?', pregunté. 'Muchos de ellos', respondió. 'Algunos hasta lo escriben; y de pronto llegó aquí
él,
un ser especial, como debe usted saber.' '¿Por qué debo saberlo?', lo interrumpí, realmente sorprendido. Él no me prestó ninguna atención. 'Sí, hoy día es el jefe de la mejor estación, el año próximo será asistente en la dirección, dos años más y… pero me atrevería a decir que usted sabe en qué va a convertirse dentro de un par de años. Usted forma parte del nuevo equipo… el equipo de la virtud. La misma persona que lo envió a él lo ha recomendado muy especialmente a usted. Oh, no diga que no. Yo tengo mis propios ojos, sólo en ellos confío.' La luz se hizo en mí. Las poderosas amistades de mi tía estaban produciendo un efecto inesperado en aquel joven. Estuve a punto de soltar una carcajada. '¿Lee usted la correspondencia confidencial de la compañía?', le pregunté. No pudo decir una palabra. Me resultó muy divertido. 'Cuando el señor Kurtz', continué severamente, 'sea director general, no va usted a tener oportunidad de hacerlo.'

Apagó la vela de pronto y salimos. La luna se había levantado. Algunas figuras negras vagaban alrededor, echando agua sobre los escombros de los que salía un sonido silbante. El vapor ascendía a la luz de la luna, el negro golpeado gemía en alguna parte. '¡Qué escándalo hace ese animal!', dijo el hombre infatigable de los bigotes, quien de pronto apareció a nuestro lado. 'De algo le servirá. Transgresión… castigo… ¡plaf! Sin piedad, sin piedad. Es la única manera. Eso prevendrá cualquier otro incendio en el futuro. Le acabo de decir al director… 'Se fijó en mi acompañante e inmediatamente pareció perder la energía: '¿Todavía levantado?', dijo con una especie de afecto servil. 'Bueno, es natural. Peligro… agitación', y se desvaneció. Llegué hasta la orilla del río y el otro me acompañó. Oí un chirriante murmullo: '¡Montón de inútiles, seguid!' Podía ver a los peregrinos en grupitos, gesticulando, discutiendo. Algunos tenían todavía los palos en la mano. Yo creo que llegaban a acostarse con aquellos palos. Del otro lado de la empalizada la selva se erguía espectral a la luz de la luna, y a través del incierto movimiento, a través de los débiles ruidos de aquel lamentable patio, el silencio de la tierra se introducía en el corazón de todos… su misterio, su grandeza, la asombrosa realidad de su vida oculta. El negro castigado se lamentaba débilmente en algún lugar cercano, y luego emitió un doloroso suspiro que hizo que mis pasos tomaran otra dirección. Sentí que una mano se introducía bajo mi brazo. 'Mi querido amigo', dijo el tipo, 'no quiero que me malinterprete, especialmente usted, que verá al señor Kurtz mucho antes de que yo pueda tener ese placer. No quisiera que se fuera a formar una idea falsa de mi disposición…'

Dejé continuar a aquel Mefistófeles de pacotilla; me pareció que de haber querido hubiera podido traspasarlo con mi índice y no habría encontrado sino un poco de suciedad blanduzca en su interior. Se había propuesto, sabéis, ser ayudante del director, y la llegada posible de aquel Kurtz lo había sobresaltado tanto como al mismo director general. Hablaba precipitadamente y yo no traté de detenerlo. Apoyé la espalda sobre los restos del vapor, colocado en la orilla, como el esqueleto de algún gran animal fluvial. El olor del cieno, del cieno primigenio, ¡por Júpiter!, estaba en mis narices, la inmovilidad de aquella selva estaba ante mis ojos; había manchas brillantes en la negra ensenada. La luna extendía sobre todas las cosas una fina capa de plata, sobre la fresca hierba, sobre el muro de vegetación que se elevaba a una altura mayor que el muro de un templo, sobre el gran río, que resplandecía mientras corría anchurosamente sin un murmullo. Todo aquello era grandioso, esperanzador, mudo, mientras aquel hombre charlaba banalmente sobre sí mismo. Me pregunté si la quietud del rostro de aquella inmensidad que nos contemplaba a ambos significaba un buen presagio o una amenaza. ¿Qué éramos nosotros, extraviados en aquel lugar? ¿Podíamos dominar aquella cosa muda, o sería ella la que nos manejaría a nosotros? Percibí cuán grande, cuán inmensamente grande era aquella cosa que no podía hablar, y que tal vez también fuera sorda. ¿Qué había allí? Sabía que parte del marfil llegaba de allí y había oído decir que el señor Kurtz estaba allí. Había oído ya bastante. ¡Dios es testigo! Pero sin embargo aquello no producía en mí ninguna imagen; igual que si me hubiesen dicho que un ángel o un demonio vivían allí. Creía en aquello de la misma manera en que cualquiera de vosotros podría creer que existen habitantes en el planeta Marte. Conocí una vez a un fabricante de velas escocés que estaba convencido, firmemente convencido, de que había habitantes en Marte. Si se le interrogaba sobre la idea que tenía sobre su aspecto y su comportamiento, adoptaba una expresión tímida y murmuraba algo sobre que 'andaban a cuatro patas'. Si alguien sonreía, aquel hombre, aunque pasaba de los sesenta, era capaz de desafiar al burlón a duelo. Yo no hubiera llegado tan lejos como a batirme por Kurtz, pero por causa suya estuve casi a punto de mentir. Vosotros sabéis que odio, detesto, me resulta intolerable la mentira, no porque sea más recto que los demás, sino porque sencillamente me espanta. Hay un tinte de muerte, un sabor de mortalidad en la mentira que es exactamente lo que más odio y detesto en el mundo, lo que quiero olvidar. Me hace sentir desgraciado y enfermo, como la mordedura de algo corrupto. Es cuestión de temperamento, me imagino. Pues bien, estuve cerca de eso al dejar que aquel joven estúpido creyera lo que le viniera en gana sobre mi influencia en Europa. Por un momento me sentí tan lleno de pretensiones como el resto de aquellos embrujados peregrinos. Sólo porque tenía la idea de que eso de algún modo iba a resultarle útil a aquel señor Kurtz a quien hasta el momento no había visto… ya entendéis. Para mí era apenas un nombre. Y en el nombre me era tan imposible ver a la persona como lo debe ser para vosotros. ¿Lo veis? ¿Veis la historia? ¿Veis algo? Me parece que estoy tratando de contar un sueño… que estoy haciendo un vano esfuerzo, porque el relato de un sueño no puede transmitir la sensación que produce esa mezcla de absurdo, de sorpresa y aturdimiento en un rumor de revuelta y rechazo, esa noción de ser capturados por lo increíble que es la misma esencia de los sueños."

Marlow permaneció un rato en silencio.

—… No, es imposible; es imposible comunicar la sensación de vida de una época determinada de la propia existencia, lo que constituye su verdad, su sentido, su sutil y penetrante esencia. Es imposible. Vivimos como soñamos… solos.

Volvió a hacer otra pausa como reflexionando. Después añadió:

—Por supuesto, en esto vosotros podréis ver más de lo que yo podía ver entonces. Me veis a mí, a quien conocéis…

La oscuridad era tan profunda que nosotros, sus oyentes, apenas podíamos vernos unos a otros. Hacía ya largo rato que él, sentado aparte, no era para nosotros más que una voz. Nadie decía una palabra. Los otros podían haberse dormido, pero yo estaba despierto. Escuchaba, escuchaba aguardando la sentencia, la palabra que pudiera servirme de pista en la débil angustia que me inspiraba aquel relato que parecía formularse por sí mismo, sin necesidad de labios humanos, en el aire pesado y nocturno de aquel río.

—Sí, lo dejé continuar —volvió a decir de nuevo Marlow— y que pensara lo que le diera la gana sobre los poderes que existían detrás de mí. ¡Lo hice! ¡Y detrás de mí no había nada! No había nada salvo aquel condenado, viejo y maltrecho vapor sobre el que me apoyaba, mientras él hablaba fluidamente de la necesidad que tenía cada hombre de progresar. "Cuando alguien llega aquí, usted lo sabe, no es para contemplar la luna", me dijo. El señor Kurtz era un "genio universal", pero hasta un genio encontraría más fácil trabajar con "instrumentos adecuados y hombres inteligentes". Él no fabricaba ladrillos. ¿Por qué? Bueno, había una imposibilidad material que lo impedía, como yo muy bien sabía, y si trabajaba como secretario del director era porque ningún hombre inteligente puede rechazar absurdamente la confianza que en él depositan sus superiores. ¿Me daba yo cuenta? Sí, me daba cuenta. ¿Qué más quería yo? Lo que realmente quería eran remaches, ¡cielo santo!, ¡remaches!, para poder continuar el trabajo y tapar aquel agujero. Remaches. En la costa había cajas llenas de ellos, cajas amontonadas, rajadas, herrumbrosas. En aquella estación de la colina uno tropezaba con un remache desprendido a cada paso que daba. Algunos habían rodado hasta el bosque de la muerte. Uno podía llenarse los bolsillos de remaches sólo con molestarse en recogerlos; y en cambio donde eran necesarios no se encontraba uno solo. Teníamos chapas que nos podían servir, pero nada con qué poder ajustarlas. Cada semana el mensajero, un negro solo, con un saco de cartas al hombro, dejaba la estación para dirigirse a la costa. Y varias veces a la semana una caravana llegaba de la costa con productos comerciales, percal horriblemente teñido que daba escalofríos de sólo mirar, cuentas de cristal de las que podía comprarse un cuarto de galón por un penique, pañuelos de algodón estrafalariamente estampados. Y nunca remaches. Tres negros hubieran podido transportar todo lo necesario para poner a flote aquel vapor.

Se estaba poniendo confidencial, pero me imagino que al no encontrar ninguna respuesta de mi parte debió haberse exasperado, ya que consideró necesario informarme que no temía a Dios ni al diablo, y mucho menos a los hombres. Le dije que podía darme perfecta cuenta, pero que lo que yo necesitaba era una determinada cantidad de remaches… y que en realidad lo que el señor Kurtz hubiera pedido, si estuviese informado de esa situación, habrían sido los remaches. Y él enviaba cartas a la costa cada semana… 'Mi querido señor' gritó, 'yo escribo lo que me dictan.' Seguí pidiendo remaches. Un hombre inteligente tiene medios para obtenerlos. Cambió de modales. De pronto adoptó un tono frío y comenzó a hablar de un hipopótamo. Me preguntó si cuando dormía a bordo (permanecía allí noche y día), no tenía yo molestias. Un viejo hipopótamo tenía la mala costumbre de salir de noche a la orilla y errar por los terrenos de la estación. Los peregrinos solían salir en pelotón y descargar sus rifles sobre él. Algunos velaban toda la noche esperándole. Sin embargo había sido una energía desperdiciada. 'Ese animal tiene una vida encantada, y eso sólo se puede decir de las bestias de este país. Ningún hombre, ¿me entiende usted?, ningún hombre tiene aquí el mismo privilegio', dijo. Permaneció un momento a la luz de la luna con su delicada nariz aguileña un poco ladeada, y los ojos de mica brillantes, sin pestañear. Después se despidió secamente y se retiró a grandes zancadas. Me di cuenta de que estaba turbado y enormemente confuso, lo que me hizo alentar mayores esperanzas de las que había abrigado en los días anteriores. Me servía de consuelo apartar a aquel tipo para volver a mi influyente amigo, el roto, torcido, arruinado, desfondado barco de vapor. Subí a bordo. Crujió bajo mis pies como una lata de bizcochos Hunley Palmer vacía que hubiera recibido un puntapié en un escalón. No era sólido, mucho menos bonito, pero había invertido en él demasiado trabajo como para no quererlo. Ningún amigo influyente me hubiera servido mejor. Me había dado la oportunidad de moverme un poco y descubrir lo que podía hacer. No, no me gusta el trabajo. Prefiero ser perezoso y pensar en las bellas cosas que pueden hacerse. No me gusta el trabajo, a ningún hombre le gusta, pero me gusta lo que hay en el trabajo, la ocasión de encontrarse a sí mismo. La propia realidad, eso que sólo uno conoce y no los demás, que ningún otro hombre puede conocer. Ellos sólo pueden ver el espectáculo, y nunca pueden decir lo que realmente significa.

No me sorprendió ver a una persona sentada en la cubierta, con las piernas colgantes sobre el barro. Mirad, mis relaciones eran buenas con los pocos mecánicos que había en la estación, y a los que los otros peregrinos naturalmente despreciaban; me imagino que por la rudeza de sus modales. Era el capataz, un fabricante de marmitas, buen trabajador, un individuo seco, huesudo, de rostro macilento, con ojos grandes y mirada intensa. Tenía un aspecto preocupado. Su cabeza era tan calva como la palma de mi mano; parecía que los cabellos, al caer, se le habían pegado a la barbilla y que habían prosperado en aquella nueva localidad, pues la barba le llegaba a la cintura. Era un viudo con seis hijos (los había dejado a cargo de una hermana suya al emprender el viaje) y la pasión de su vida eran las palomas mensajeras. Era un entusiasta y un conocedor. Deliraba por las palomas. Después del horario de trabajo acostumbraba ir a veces al barco a conversar sobre sus hijos, y sobre las palomas. En el trabajo, cuando se debía arrastrar por el barro bajo la quilla del vapor, recogía su barba en una especie de servilleta blanca que llevaba para ese propósito, con unas cintas que ataba tras las orejas. Por las noches se le podía ver inclinado sobre el río, lavando con sumo cuidado esa envoltura en la corriente, y tendiéndola después solemnemente sobre una mata para que se secara.

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