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Authors: Joseph Conrad

Tags: #Relato, #Clásico

El corazón de las tinieblas (8 page)

La tierra no parecía la tierra. Nos hemos acostumbrado a verla bajo la imagen encadenada de un monstruo conquistado, pero allí… allí podía vérsela como algo monstruoso y libre. Era algo no terrenal y los hombres eran… No, no se podía decir inhumanos. Era algo peor, sabéis, esa sospecha de que no fueran inhumanos. La idea surgía lentamente en uno. Aullaban, saltaban, se colgaban de las lianas, hacían muecas horribles, pero lo que en verdad producía estremecimiento era la idea de su humanidad, igual que la de uno, la idea del remoto parentesco con aquellos seres salvajes, apasionados y tumultuosos. Feo, ¿no? Sí, era algo bastante feo. Pero si uno era lo suficientemente hombre debía admitir precisamente en su interior una débil traza de respuesta a la terrible franqueza de aquel estruendo, una tibia sospecha de que aquello tenía un sentido en el que uno (uno, tan distante de la noche de los primeros tiempos) podía participar. ¿Por qué no? La mente del hombre es capaz de todo, porque todo está en ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Qué había allí, después de todo? Alegría, miedo, tristeza, devoción, valor, cólera… ¿Quién podía saberlo?… Pero había una verdad, una verdad desnuda de la capa del tiempo. Dejemos que los estúpidos tiemblen y se estremezcan… El que es hombre sabe y puede mirar aquello sin pestañear. Pero tiene que ser por lo menos tan hombre como los que había en la orilla. Debe confrontar esa verdad con su propia y verdadera esencia… con su propia fuerza innata. Los principios no bastan. Adquisiciones, vestidos, bonitos harapos… harapos que velarían a la primera sacudida. No, lo que se requiere es una creencia deliberada. ¿Hay allí algo que me llama, en esa multitud demoniaca? Muy bien. La oigo, lo admito, pero también tengo una voz y para bien o para mal no puedo silenciarla. Por supuesto, un necio con puro miedo y finos sentimientos está siempre a salvo. ¿Quién protesta? ¿Os preguntáis si también bajé a la orilla para aullar y danzar? Pues no, no lo hice. ¿Nobles sentimientos, diréis? ¡Al diablo con los nobles sentimientos! No tenía tiempo para ellos. Tenía que mezclar albayalde con tiras de mantas de lana para tapar los agujeros por donde entraba el agua. Tenía que estar al tanto del gobierno del barco, evitar troncos, y hacer que marchara aquella caja de hojalata por las buenas o por las malas. Esas cosas poseen la suficiente verdad superficial como para salvar a un hombre sabio. A ratos tenía, además, que vigilar al salvaje que llevaba yo como fogonero. Era un espécimen perfeccionado; podía encender una caldera vertical. Allí estaba, debajo de mí y, palabra de honor, mirarlo resultaba tan edificante como ver a un perro en una parodia con pantalones y sombrero de plumas, paseando sobre sus patas traseras. Unos meses de entrenamiento habían hecho de él un muchacho realmente eficaz. Observaba el regulador de vapor y el carburador de agua con un evidente esfuerzo por comprender, tenía los dientes afilados también, pobre diablo, y el cabello lanudo afeitado con arreglo a un modelo muy extraño, y tres cicatrices ornamentales en cada mejilla. Hubiera debido palmotear y golpear el suelo con la planta de los pies, y en vez de ello se esforzaba por realizar un trabajo, iniciarse en una extraña brujería, en la que iba adquiriendo nuevos conocimientos. Era útil porque había recibido alguna instrucción; lo que sabía era que si el agua desaparecía de aquella cosa transparente, el mal espíritu encerrado en la caldera mostraría su cólera por la enormidad de su sed y tomaría una venganza terrible. Y así sudaba, calentaba y observaba el cristal con temor (con un talismán improvisado, hecho de trapos, atado a un brazo, y un pedazo de hueso del tamaño de un reloj, colocado entre la encía y el labio inferior), mientras las orillas cubiertas de selva se deslizaban lentamente ante nosotros, el pequeño ruido quedaba atrás y se sucedían millas interminables de silencio… Y nosotros nos arrastrábamos hacia Kurtz. Pero los troncos eran grandes, el agua traidora y poco profunda, la caldera parecía tener en efecto un demonio hostil en su seno, y de esa manera ni el fogonero ni yo teníamos tiempo para internarnos en nuestros melancólicos pensamientos.

A unas cincuenta millas de la estación interior encontramos una choza hecha de cañas y, sobre ella, un mástil inclinado y melancólico, con los restos irreconocibles de lo que había sido una bandera ondeando sobre él, y al lado un montón de leña, cuidadosamente apilado. Aquello constituía algo inesperado. Bajamos a la orilla, y sobre la leña encontramos una tablilla con algunas palabras borrosas. Cuando logramos descifrarlas, leímos: 'Leña para ustedes. Apresúrense. Deben acercarse con precauciones. 'Había una firma, pero era ilegible. No era la de Kurtz. Era una palabra mucho más larga. Apresúrense. ¿Adónde? ¿Remontando el río? ¿Acercarse con precauciones? No lo habíamos hecho así. Pero la advertencia no podía ser para llegar a aquel lugar, ya que nadie tendría conocimiento de su existencia. Algo anormal encontraríamos más arriba. ¿Pero qué, y en qué cantidad? Ése era el problema. Comentamos despectivamente la imbecilidad de aquel estilo telegráfico. Los arbustos cercanos no nos dijeron nada, y tampoco nos permitieron ver muy lejos. Una cortina destrozada de sarga roja colgaba a la entrada de la cabaña, y rozaba tristemente nuestras caras. El interior estaba desmantelado, pero era posible deducir que allí había vivido no hacía mucho tiempo un blanco. Quedaba aún una tosca mesa, una tabla sobre dos postes un montón de escombros en un rincón oscuro y, cerca de la puerta, un libro que recogí inmediatamente. Había perdido la cubierta y las páginas estaban muy sucias y blandas, pero el lomo había sido recientemente cosido con cuidado, con hilo de algodón blanco que aún conservaba un aspecto limpio. El título era
Una investigación sobre algunos aspectos de náutica,
y el autor un tal Towsen o Towson, capitán al servicio de su majestad. El contenido era bastante monótono, con diagramas aclaratorios y múltiples láminas con figuras. El ejemplar tenía una antigüedad de unos sesenta años. Acaricié aquella impresionante antigualla con la mayor ternura posible, temeroso de que fuera a disolverse en mis manos. En su interior, Towson o Towsen investigaba seriamente la resistencia de tensión de los cables y cadenas empleados en los aparejos de los barcos, y otras materias semejantes. No era un libro apasionante, pero a primera vista se podía ver una unidad de intención, una honrada preocupación por realizar seriamente el trabajo, que hacía que aquellas páginas, concebidas tantos años atrás, resplandecieran con una luminosidad no provocada sólo por el interés profesional. El sencillo y viejo marino, con su disquisición sobre cadenas y tuercas, me hizo olvidar la selva y los peregrinos, en una deliciosa sensación de haber encontrado algo inconfundiblemente real. El que un libro semejante se encontrara allí era ya bastante asombroso, pero aún lo eran más las notas marginales, escritas a lápiz, con referencia al texto. ¡No podía creer en mis propios ojos! Estaban escritas en lenguaje cifrado. Sí, aquello parecía una clave. Imaginad a un hombre que llevara consigo un libro de esa especie a aquel lugar perdido del mundo, lo estudiara e hiciera comentarios en lenguaje cifrado. Era un misterio de lo más extravagante.

Desde hacía un rato era vagamente consciente de cierto ruido molesto, y al alzar los ojos vi que la pila de leña había desaparecido, y que el director, junto con todos los peregrinos, me llamaba a voces desde la orilla del río. Me metí el libro en un bolsillo. Puedo aseguraros que arrancarse de su lectura era como separarse del abrigo de una vieja y sólida amistad.

Volví a poner en marcha la inválida máquina. 'Debe de ser ese miserable comerciante, ese intruso', exclamó el director, mirando con malevolencia hacia el sitio que habíamos dejado atrás. 'Debe ser inglés', dije yo. 'Eso no lo librará de meterse en dificultades si no es prudente', murmuró sombríamente el director. Y yo comenté con fingida inocencia que en este mundo nadie está libre de dificultades.

La corriente era ahora más rápida. El vapor parecía estar a punto de emitir su último suspiro; las aspas de las ruedas batían lánguidamente el agua. Yo esperaba que aquél fuera el último esfuerzo, porque a decir verdad temía a cada momento que aquella desvencijada embarcación no pudiera ya más. Me parecía estar contemplando las últimas llamadas de una vida. Sin embargo, seguíamos avanzando. A veces tomaba como punto de referencia un árbol, situado un poco más arriba, para medir nuestro avance hacia Kurtz, pero lo perdía invariablemente antes de llegar a él. Mantener la vista fija durante tanto tiempo era una labor demasiado pesada para la paciencia humana. El director mostraba una magnífica resignación. Yo me impacientaba, me encolerizaba y discutía conmigo mismo sobre la posibilidad de hablar abiertamente con Kurtz. Pero antes de poder llegar a una conclusión, se me ocurrió que tanto mi silencio como mis declaraciones eran igualmente fútiles. ¿Qué importancia podía tener que él supiera o ignorara la situación? ¿Qué importaba quién fuera el director? A veces tenemos esos destellos de perspicacia. Lo esencial de aquel asunto yacía muy por debajo de la superficie, más allá de mi alcance y de mi poder de meditación.

Hacia la tarde del segundo día creíamos estar a unas ocho millas de la estación de Kurtz. Yo quería continuar, pero el director me dijo con aire grave que la navegación a partir de aquel punto era tan peligrosa que le parecía prudente, ya que el sol estaba a punto de ocultarse, esperar allí hasta la mañana siguiente. Es más, insistió en la advertencia de que nos acercáramos con prudencia. Sería mejor hacerlo a la luz del día y no en la penumbra del crepúsculo o en plena oscuridad. Aquello era bastante sensato. Ocho millas significaban cerca de tres horas de navegación, y yo había visto ciertos rizos sospechosos en el curso superior del río. No obstante, aquel retraso me produjo una indecible contrariedad, y sin razón, ya que una noche poco podía importar después de tantos meses. Como teníamos leña en abundancia y la palabra precaución no nos abandonaba, detuve el barco en el centro del río. El cauce era allí angosto, recto, con altos bordes, como una trinchera de ferrocarril. La oscuridad comenzó a cubrirnos antes de que el sol se pusiera. La corriente fluía rápida y tersa, pero una silenciosa inmovilidad cubría las márgenes. Los árboles vivientes, unidos entre sí por plantas trepadoras, así como todo arbusto vivo en la maleza, parecían haberse convertido en piedra, hasta la rama más delgada, hasta la hoja más insignificante. No era un sueño, era algo sobrenatural, como un estado de trance. Uno miraba aquello con asombro y llegaba a sospechar si se habría vuelto sordo. De pronto se hizo la noche, súbitamente, y también nos dejó ciegos. A eso de las tres de la mañana saltó un gran pez, y su fuerte chapoteo me sobresaltó como si hubiera sido disparado por un cañón. Una bruma blanca, caliente, viscosa, más cegadora que la noche, empañó la salida del sol. Ni se disolvía, ni se movía. Estaba precisamente allí, rodeándonos como algo sólido. A eso de las ocho o nueve de la mañana comenzó a elevarse como se eleva una cortina. Pudimos contemplar la multitud de altísimos árboles, sobre la inmensa y abigarrada selva, con el pequeño sol resplandeciente colgado sobre la maleza. Todo estaba en una calma absoluta, y después la blanca cortina descendió otra vez, suavemente, como si se deslizara por ranuras engrasadas. Ordené que se arrojara de nuevo la cadena que habíamos comenzado a halar. Y antes de que hubiera acabado de descender, rechinando sordamente, un aullido, un aullido terrible como de infinita desolación, se elevó lentamente en el aire opaco. Cesó poco después. Un clamor lastimero, modulado con una discordancia salvaje, llenó nuestros oídos. Lo inesperado de aquel grito hizo que el cabello se me erizara debajo de la gorra. No sé qué impresión les causó a los demás: a mí me pareció como si la bruma misma hubiera gritado; tan repentinamente y al parecer desde todas partes se había elevado a la vez aquel grito tumultuoso y luctuoso. Culminó con el estallido acelerado de un chillido exorbitante, casi intolerable, que al cesar nos dejó helados en una variedad de actitudes estúpidas, tratando obstinadamente de escuchar el silencio excesivo, casi espantoso, que siguió.

'¡Dios mío! ¿Qué es esto?', murmuró junto a mí uno de los peregrinos, un hombrecillo grueso, de cabellos arenosos y rojas patillas, que llevaba botas con suelas de goma y un pijama color de rosa recogido en los tobillos. Otros dos se quedaron boquiabiertos por un minuto, luego se precipitaron a la pequeña cabina, para salir al siguiente instante, lanzando miradas tensas y con los rifles preparados en la mano. Nada podíamos ver más allá del vapor: veíamos su punta borrosa como si estuviera a punto de disolverse, y una línea brumosa, de quizás dos pies de anchura, a su alrededor. Nada más. El resto del mundo no existía para nuestros ojos y oídos. Aquello era nuestra tierra de nadie. Todo se había ido, desaparecido, barrido, sin dejar murmullo ni sombras detrás.

Me adelanté y ordené que acortaran la cadena, con objeto de poder levar anclas y poner en marcha el vapor si se hacía necesario. '¿Nos atacarán?', murmuró una voz amedrentada. 'Nos asesinarán a todos en medio de esta niebla' murmuró otro. Los rostros se crispaban por la tensión, las manos temblaban ligeramente, los ojos olvidaban el parpadeo. Era curioso ver el contraste entre los blancos y los negros de nuestra tripulación, tan extranjeros como nosotros en aquella parte del río, aunque sus hogares estuvieran a sólo una distancia de ochocientas millas de aquel lugar. Los blancos, como es natural terriblemente sobresaltados, tenían además el aspecto de sentirse penosamente sorprendidos por aquel oprobioso recibimiento. Los otros tenían una expresión de alerta, de interés natural en los acontecimientos, pero sus rostros aparentaban sobre todo tranquilidad, incluso había uno o dos cuyas dentaduras brillaban mientras tiraban de la cadena. Algunos cambiaron breves, sobrias frases, que parecían resolver el asunto satisfactoriamente. Su jefe, un joven de amplio pecho, vestido severamente con una tela orlada, azul oscuro, con feroces agujeros nasales y el cabello artísticamente arreglado en anillos aceitosos, estaba en pie a mi lado. '¡Ajá!', dije sólo por espíritu de compañerismo. '¡Cogedlos!', exclamó, abriendo los ojos inyectados de sangre y con un destello de sus dientes puntiagudos. 'Cogedlos y dádnoslos.' '¿A vosotros?', pregunté. '¿Qué haríais con ellos?' 'Nos los comeríamos', dijo tajantemente y, apoyando un codo en la borda, miró hacia afuera, a la bruma, en una actitud digna y profundamente meditativa. No me cabe duda de que me habría sentido profundamente horrorizado si no se me hubiese ocurrido que tanto él como sus muchachos debían de estar muy hambrientos; el hambre seguramente se había acumulado durante el último mes. Habían sido contratados por seis meses (no creo que ninguno de ellos tuviera una noción clara del tiempo como la tenemos nosotros después de innumerables siglos; pertenecían aún a los comienzos del tiempo, no tenían ninguna experiencia heredada que les indicara lo que eso era) y, por supuesto, mientras existiera un pedazo de papel escrito de acuerdo con alguna ley absurda, o de cualquier otro precepto (redactados río abajo), no cabía en la cabeza preocuparse sobre su sustento. Era cierto que habían embarcado con carne podrida de hipopótamo, que no podía de cualquier manera durar demasiado tiempo, aun en el caso de que los peregrinos no hubieran arrojado, en medio de una riña desagradable, gran parte de ella por la borda. Parecía un proceder arbitrario, pero en realidad se trataba de una situación de legítima defensa. No se puede respirar carne de hipopótamo podrida al despertar, al dormir y al comer, y a la vez conservar el precario asidero a la existencia. Además, se les daba tres pedazos de alambre de cobre a la semana, cada uno de nueve pulgadas de longitud. En teoría aquella moneda les permitiría comprar sus provisiones en las aldeas a lo largo del río. ¡Pero hay que ver cómo funcionaba aquello! O no había aldeas, o la población era hostil, o el director que, como el resto de nosotros, se alimentaba a base de latas de conserva que ocasionalmente nos ofrecían carne de viejo macho cabrío, se negaba a que el vapor se detuviera por alguna razón más o menos recóndita. De modo que, a menos que se alimentaran con el alambre mismo o que lo convirtieran en anzuelos para pescar, no veo de qué podía servirles aquel extravagante salario. Debo decir que se les pagaba con una regularidad digna de una gran y honorable empresa comercial. Por lo demás, lo único comestible (aunque no tuviera aspecto de serlo) que vi en su posesión eran unos trozos de una materia como pasta medio cocida, de un color de lavanda sucia, que llevaban envuelta en hojas y de la cual de vez en cuando arrancaban un pedazo, paro tan pequeño que parecía más bien arrancado para ser mirado que con un propósito serio de sustento. ¿Por qué en nombre de todos los roedores diablos del hambre no nos atacaron (eran treinta para cinco) y se dieron con nosotros un buen banquete? Es algo que todavía hoy me asombra. Eran hombres grandes, vigorosos, sin gran capacidad para meditar en las consecuencias, valientes, fuertes aún entonces, aunque su piel había perdido ya el brillo y sus músculos se habían ablandado. Comprendí que alguna inhibición, uno de esos secretos humanos que desmienten la probabilidad de algo, estaba en acción. Los miré con un repentino aumento de interés, y no porque pensara que podía ser devorado por ellos dentro de poco, aunque debo reconocer que fue entonces cuando precisamente vi, bajo una nueva luz, por decirlo así, el aspecto enfermizo de los peregrinos, y tuve la esperanza, sí, positivamente tuve la esperanza de que mi aspecto no fuera ¿cómo diría?, tan poco apetitoso. Fue un toque de vanidad fantástica, muy de acuerdo con la sensación de sueño que llenaba todos mis días en aquel entonces. Quizá me sintiera también un poco afiebrado. Uno no puede vivir llevándose los dedos eternamente al pulso. Tenía siempre 'un poco de fiebre', o un poco de algo; los arañazos juguetones de la selva, las bromas preliminares a un ataque serio, que se presentó a su debido tiempo. Sí, lo miré como lo podríais hacer vosotros ante cualquier ser humano, con una curiosidad ante sus impulsos, motivaciones, capacidad, debilidades, cuando son puestos a prueba por una inexorable necesidad física. ¿Represión? Pero, ¿de qué tipo? ¿Era superstición, disgusto, paciencia, miedo, o una especie de honor primitivo? Ningún miedo logra resistir al hambre, ni hay paciencia que pueda soportarla. La repugnancia sencillamente desaparece cuando llega el hambre, y en cuanto a la superstición, creencias, y lo que vosotros podríais llamar principios, pesan menos que una hoja en medio de la brisa. ¿Sabéis lo diabólica que puede ser una inanición prolongada, su tormento exasperante, los negros pensamientos que produce, su sombría y envolvente ferocidad? Bueno, yo sí. Le hace perder al hombre toda su fortaleza innata para luchar dignamente contra el hambre. Indudablemente es más fácil enfrentarse con la desgracia, con el deshonor, con la perdición del alma, que con el hambre prolongada. Es triste, pero cierto. Y aquellos sujetos, además, no tenían ninguna razón en la tierra para abrigar algún escrúpulo. ¡Represión! Del mismo modo podría yo esperar represión de una hiena que deambulara entre los cadáveres de un campo de batalla. Pero allí, frente a mí, estaban los hechos, el hecho asombroso que podía ver, como un pliegue de un enigma inexplicable, un misterio mayor, si pienso bien en ello, que aquella curiosa e inexplicable nota de desesperación y dolor en el clamor salvaje que nos había llegado de las márgenes del río, más allá de la ciega blancura de la bruma.

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