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Authors: Joseph Conrad

Tags: #Relato, #Clásico

El corazón de las tinieblas (11 page)

Su aspecto me recordaba algo, algo que había visto antes. Mientras maniobraba para atracar, me preguntaba: '¿A quién se parece este tipo?' De pronto encontré el parecido. Era como un arlequín. Sus ropas habían sido hechas de un material que probablemente había sido holanda cruda, pero estaban cubiertas de remiendos por todas partes, parches brillantes, azules, rojos y amarillos, remiendos en la espalda, remiendos en el pecho, en los codos, en las rodillas; una faja de colores alrededor de la chaqueta, bordes escarlatas en la parte inferior de los pantalones. La luz del sol lo hacia parecer un espectáculo extraordinariamente alegre y maravillosamente limpio, porque permitía ver con cuánto esmero habían sido hechos aquellos remiendos. Una cara imberbe, adolescente, muy agradable, sin ningún rasgo característico, una nariz despellejada, pequeños ojos azules, sonrisas y fruncimientos de la frente, se mezclaban en su rostro como el sol y la sombra en una llanura asolada por el viento. 'Cuidado, capitán', exclamó. 'Anoche tiraron allí un tronco.' '¿Qué? ¡Otro obstáculo!' Confieso que lancé maldiciones en una forma vergonzosa. Estuve a punto de agujerear mi cascarón al concluir aquel viaje encantador. El arlequín de la orilla dirigió hacia mí su pequeña nariz respingada. '¿Es usted inglés?', me preguntó con una sonrisa. '¿Y usted?', le grité desde el timón. Las sonrisas desaparecieron, movió la cabeza como apesadumbrado por mi posible desilusión. Luego volvió a iluminársele el rostro. '¡No importa!', me gritó animadamente. '¿Llegamos a tiempo?', le pregunté. 'Él está allá arriba', respondió, y señaló con la cabeza la colina. De pronto su aspecto se volvió lúgubre. Su cara parecía un cielo de otoño, ensombrecido un momento, para despejarse al siguiente.

Cuando el director, escoltado por los peregrinos, armados todos hasta los dientes, se dirigieron a la casa, aquel individuo subió a bordo. 'Puedo decirle que no me gusta nada esto', le dije. 'Los nativos están escondidos entre los matorrales.' Me aseguró confiadamente que no había ningún problema. 'Son gente sencilla', añadió. 'Bueno, estoy contento de que hayan llegado. Me he pasado todo el tiempo tratando de mantenerlos tranquilos.' 'Pero usted me ha dicho que no había problema', exclamé. '¡Oh, no querían hacer daño!', dijo. Y como yo me le quedé mirando con estupor, se corrigió al instante: 'Bueno, no exactamente.' Después añadió con vivacidad: '¡Dios mío, esta cabina necesita una buena limpieza!' Y me recomendó tener bastante vapor en la caldera para hacer sonar la sirena en caso de que se produjera alguna dificultad. 'Un buen silbido podrá hacer más por usted que todos los rifles. Son gente sencilla', volvió a repetir. Charlaba tan abundantemente que me abrumó. Parecía querer compensar una larga jornada de silencio, y en realidad admitió, sonriendo, que tal era su caso. '¿No habla usted con el señor Kurtz?' 'Con ese hombre no se habla, se le escucha', exclamó con severa exaltación. 'Pero ahora…' Agitó un brazo y en un abrir y cerrar de ojos se sumió en el silencio más absoluto. Luego pareció volver a resurgir, se posesionó de mis dos manos, y las sacudió repetidamente, mientras exclamaba: 'Hermano marino… honor, satisfacción… deleite… me presento… ruso… hijo de un arcipreste… gobierno de Tambov… ¿Qué? ¡Tabaco! ¡Tabaco inglés, el excelente tabaco inglés! Bueno, esto es fraternidad. ¿Fuma usted? ¿Dónde hay un marino que no fume?'

La pipa lo tranquilizó, y gradualmente fui sabiendo que se había escapado de la escuela, se había embarcado en un barco ruso, escapó nuevamente, sirvió por algún tiempo en barcos ingleses, se reconcilió con el arcipreste. Insistió en ese punto. Pero cuando se es joven debían verse cosas, adquirir experiencia, ideas, ensanchar la inteligencia. '¿Aquí?', lo interrumpí. 'Nunca puede uno decir dónde. Aquí encontré al señor Kurtz', dijo jovialmente solemne y con expresión de reproche. Después permanecí en silencio. Al parecer había persuadido a una casa de comercio holandesa de la costa para que lo equipara con provisiones y mercancías, y había partido hacia el interior con el corazón ligero y sin mayor idea de lo que podría ocurrirle de la que pudiera tener un bebé. Había vagado solo por el río por espacio de dos años, separado de hombres y de cosas. 'No soy tan joven como parezco. Tengo veinticinco años', dijo. 'Al comienzo el viejo Van Shuyten me quería mandar al diablo', relató con profundo regocijo, 'pero yo no me apartaba de él. Hablaba, hablaba, hasta que al fin tuvo miedo de que llegara a hablar de la pata trasera de su perro favorito, así que me dio algunos productos baratos y unos fusiles, y me dijo que esperaba no volver a ver mi rostro nunca más. ¡Ah, el buen viejo holandés, Van Shuyten! Hace un año le envié un pequeño lote de marfil, así que no podrá decir que he sido un bandido cuando vuelva. Espero que lo habrá recibido. De todos modos me da lo mismo. Apilé un poco de leña para ustedes. Aquélla era mi vieja casa. ¿La ha visto?'

Le di el libro de Towson. Hizo ademán de besarme, pero se contuvo. 'El último libro que me quedaba y pensé que lo había perdido', dijo mirándome extasiado. 'Le ocurren tantos accidentes a un hombre cuando va errando solo por el mundo, sabe usted. A veces zozobran las canoas, a veces hay necesidad de partir a toda prisa, porque el pueblo se enfada.' Pasó las hojas con los dedos. '¿Son anotaciones en ruso?', le pregunté. Afirmó con un movimiento de cabeza. 'Creí que estaban en clave.' Se río; luego volvió a quedarse serio. 'Tuve mucho trabajo para tratar de mantener a raya a esta gente' dijo. '¿Querían matarle?', pregunté. '¡Oh, no!', exclamó, y se contuvo. '¿Por qué nos atacaron?', insistí. Dudó antes de responder. Al fin lo hizo: 'No quieren que se marche.' '¿No quieren?', pregunté con curiosidad. Asintió con una expresión llena de misterio y de sabiduría. 'Se lo vuelvo a decir', exclamó, 'ese hombre ha ensanchado mi mente.' Abrió los brazos y me miró con sus pequeños ojos azules, perfectamente redondos."

III

—Me le quedé mirando, perdido en el asombro. Allí estaba delante de mí, en su traje de colores, como si hubiera desertado de una
troupe
de saltimbanquis, entusiasta, fabuloso. Su misma existencia era algo improbable, inexplicable y a la vez anonadante. Era un problema insoluble. Resultaba inconcebible ver cómo había conseguido ir tan lejos, cómo había logrado sobrevivir, por qué no desaparecía instantáneamente. "Fui un poco más lejos", dijo, "cada vez un poco más lejos, hasta que he llegado tan lejos que no sé cómo podré regresar alguna vez. No me importa. Ya habrá tiempo para ello. Puedo arreglármelas. Usted llévese a Kurtz pronto, pronto…" El hechizo de la juventud envolvía aquellos harapos de colores, su miseria, su soledad, la desolación esencial de sus fútiles andanzas. Durante meses, durante años, su vida no había valido lo que uno puede adquirir en un día, y allí estaba, galante, despreocupadamente vivo, indestructible según las apariencias, sólo en virtud de su juventud y de su irreflexiva audacia. Me sentí seducido por algo parecido a la admiración y la envidia. La aventura lo estimulaba, emanaba un aire de aventura. Con toda seguridad no deseaba otra cosa que la selva y el espacio para respirar y para transitar. Necesitaba existir, y moverse hacia adelante, hacia los mayores riesgos posibles, y con los más mínimos elementos. Si el espíritu absolutamente puro, sin cálculo, ideal de la aventura, había tomado posesión alguna vez de un ser humano, era de aquel joven remendado. Casi sentí envidia por la posesión de aquella modesta y pura llama. Parecía haber consumido todo pensamiento de sí y tan completamente que, incluso cuando hablaba, uno olvidaba que era él (el hombre que se tenía frente a los ojos) quien había vivido todas aquellas experiencias. Sin embargo, no envidié su devoción por Kurtz. Él no había meditado sobre ella. Le había llegado y la aceptó con una especie de vehemente fatalismo. Debo decir que me parecía la cosa más peligrosa de todas las que le habían ocurrido.

Se habían unido inevitablemente, como dos barcos anclados uno junto al otro, que acaban por rozar sus bordes. Supongo que Kurtz deseaba tener un oyente, porque en cierta ocasión, acampados en la selva, habían hablado toda la noche, o más probablemente Kurtz había hablado toda la noche. 'Hablamos de todo', dijo el joven, transportado por sus recuerdos. 'Olvidé que existía algo semejante al sueño. Me pareció que la noche duraba menos de una hora. ¡De todo! ¡De todo!… También del amor…' '¡ Ah!, ¿ así que le habló de amor?', le dije, muy divertido. 'No, no de lo que usted piensa', exclamó con pasión. 'Habló en términos generales. Me hizo ver cosas… cosas…'

Levantó los brazos. En aquel momento estábamos sobre cubierta, y el capataz de mis leñadores, que se hallaba cerca, volvió hacia él su mirada densa y brillante. Miré a mi alrededor, y no sé por qué, pero puedo aseguraros que nunca antes, nunca, aquella tierra, el río, la selva, la misma bóveda de ese cielo tan resplandeciente, me habían parecido tan desesperados y oscuros, tan implacables frente a la fragilidad humana. '¿Y a partir de entonces ha estado con él?', le pregunté.

Al contrario. Parecía que sus relaciones se habían roto profundamente por diversas causas. Él había, me informó con orgullo, procurado asistir a Kurtz durante dos enfermedades (aludía a ello como se puede aludir a una hazaña audaz), pero, por regla general, Kurtz deambulaba solo, aun en las profundidades de la selva. 'Muy a menudo, cuando venía a esta estación, debía esperar días y días antes de que él volviera', me dijo. 'Pero valía la pena esperarlo en esas ocasiones.' '¿Qué hacía él en esas ocasiones? ¿Explorar o qué?', quise saber. 'Oh, sí, por supuesto. Llegó a descubrir gran cantidad de aldeas, un lago además…' No sabía exactamente en qué dirección; era peligroso preguntar demasiado. La mayor parte de las veces emprendía esas expediciones en busca de marfil. 'Pero no tenía ya para entonces mercancías con las que negociar', objeté. 'Todavía ahora le quedan algunos cartuchos', respondió, mirando hacia otro lado. 'Para decirlo claramente, se apoderó del país', dije. Él asintió. 'Aunque seguramente no lo haría solo', concluí. Murmuró algo respecto a los pueblos que rodeaban el lago. 'Kurtz logró que la tribu lo siguiera, ¿no es cierto?', sugerí.

Se intranquilizó un poco. 'Lo adoraban', dijo. El tono de aquellas palabras fue tan extraordinario que lo miré con fijeza. Era curioso comprobar su mezcla de deseo y resistencia a hablar de Kurtz. Aquel hombre llenaba su vida, ocupaba sus pensamientos, movía sus emociones. '¿Qué puede usted esperar?', estalló. 'Llegó a ellos con truenos y relámpagos, y ellos jamás habían visto nada semejante… nada tan terrible. Él podía ser realmente terrible. No se puede juzgar al señor Kurtz como a un hombre ordinario. ¡No, no, no! Para darle a usted una idea, no me importa decírselo, pero un día quiso disparar contra mí también, aunque yo no lo juzgo por eso.' '¿Disparar contra usted?', pregunté. '¿Por qué?' 'Bueno, yo tenía un pequeño lote de marfil que el jefe de la aldea situada cerca de mi casa me había dado. Sabe usted, yo solía cazar para ellos. Pues Kurtz lo quiso, y era incapaz de atender a otras razones. Declaró que me mataría si no le entregaba el marfil y desaparecía de la región, porque él podía hacerlo, y quería hacerlo, y no había poder sobre la tierra que pudiera impedirle matar a quien se le antojara. Y era cierto. Así que le entregué el marfil. ¡Qué me importaba! Pero no me marché. No, no podía abandonarlo. Por supuesto, tuve que ser prudente, hasta que volvimos a ser amigos de nuevo por algún tiempo. Entonces padeció su segunda enfermedad. Después de eso me vi obligado a evitarle, pero no me preocupaba. Él pasaba la mayor parte del tiempo en las aldeas del lago. Cuando regresaba al río, a veces se acercaba a mí, otras era necesario que yo tuviera cuidado. Aquel hombre sufría demasiado. Odiaba todo esto y sin embargo no podía marcharse. Cuando tuve una oportunidad, le supliqué que tratara de partir mientras fuera aún posible. Le ofrecí acompañarlo en el viaje de regreso. Decía que sí, y luego se quedaba. Volvía a salir a cazar marfil, desaparecía durante semanas enteras, se olvidaba de sí mismo cuando estaba entre esas gentes, se olvidaba de sí mismo, sabe usted.'

'¿Cómo? ¡Debía estar loco!', dije. Él protestó con indignación. El señor Kurtz no podía estar loco. Si yo hubiera podido oírlo hablar, sólo dos días atrás, no me atrevería a insinuar semejante cosa… Cogí mis binoculares mientras hablábamos, y enfoqué la costa, pasando y repasando rápidamente por el lindero del bosque, a ambos lados y detrás de la casa. Saber que había gente escondida dentro de aquellos matorrales, tan silenciosos y tranquilos como la casa en ruinas de la colina, me ponía nervioso. No había señales sobre la faz de la naturaleza de esa historia extraña que me había sido, más que relatada, sugerida por exclamaciones desoladas, encogimientos de hombros, frases interrumpidas, insinuaciones que terminaban en profundos suspiros. La maleza permanecía inmóvil, como una máscara pesada, como la puerta cerrada de una prisión. Nos miraba con un aire de conocimiento oculto, de paciente expectación, de inexpugnable silencio. El ruso me explicaba que sólo recientemente había vuelto el señor Kurtz al río, trayendo consigo a aquellos hombres de la tribu del lago. Había estado ausente durante varios meses (haciéndose adorar, supongo), y había vuelto inesperadamente, con la intención al parecer de hacer una excursión por las orillas del río. Evidentemente el ansia de marfil se había apoderado de (¿cómo llamarlas?) sus aspiraciones menos materiales. Sin embargo, había empeorado de pronto. 'Oí decir que estaba en cama, desamparado, así que remonté el río. Me aventuré a hacerlo', dijo el ruso. 'Se encuentra muy mal, muy mal.'

Dirigí los binoculares hacia la casa. No se veían señales de vida, pero allí estaba el techo arruinado, la larga pared de barro sobresaliendo por encima de la hierba, con tres pequeñas ventanas cuadrangulares, de un tamaño distinto. Todo aquello parecía al alcance de mi mano. Después hice un movimiento brusco y uno de los postes que quedaban de la desaparecida empalizada apareció en el campo visual de los gemelos. Recordad que he dicho que me habían llamado la atención, a distancia, los intentos de ornamentación que contrastaban con el aspecto ruinoso del lugar. En aquel momento pude tener una visión más cercana, y el primer resultado fue hacerme echar hacia atrás la cabeza, como si hubiese recibido un golpe. Entonces examiné con mis lentes cuidadosamente cada poste, y comprobé mi error. Aquellos bultos redondos no eran motivos ornamentales sino simbólicos. Eran expresivos y enigmáticos, asombrosos y perturbadores, alimento para la mente y también para los buitres, si es que había alguno bajo aquel cielo, y de todos modos para las hormigas, que eran lo suficientemente industriosas como para subir al poste. Hubieran sido aún más impresionantes, aquellas cabezas clavadas en las estacas, si sus rostros no hubiesen estado vueltos hacia la casa. Sólo una, la primera que había contemplado, miraba hacia mí. No me disgustó tanto como podríais imaginar. El salto hacia atrás que había dado no había sido más que un movimiento de sorpresa. Yo había esperado ver allí una bola de madera, ya sabéis. Volví a enfocar deliberadamente los gemelos hacia la primera que había visto. Allí estaba, negra, seca, consumida, con los párpados cerrados… Una cabeza que parecía dormitar en la punta de aquel poste, con los labios contraídos y secos, mostrando la estrecha línea de la dentadura. Sonreía, sonreía continuamente ante un interminable y jocoso sueño.

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