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Authors: Joseph Conrad

Tags: #Relato, #Clásico

El corazón de las tinieblas (9 page)

Dos peregrinos discutían en murmullos apresurados sobre cuál de las orillas estaba ocupada. 'A la izquierda.' 'No, no. ¿Cómo se te ocurre? Están a la derecha, por supuesto.' 'Esto es muy serio', oí que decía el director detrás de mí. 'Lamentaría que le hubiera ocurrido algo al señor Kurtz antes de que lleguemos.' Me volví a mirarlo y no me cupo la menor duda de que hablaba con sinceridad. Era precisamente de esa especie de hombres que saben guardar las apariencias. Aquél era su freno. Pero cuando dijo algo sobre la posibilidad de seguir en el acto, ni siquiera me tomé la molestia de responder. Tanto yo como él sabíamos que eso era imposible. En cuanto perdiéramos nuestro único punto de apoyo, el fondo, quedaríamos completamente en el aire, en el espacio. No podíamos decir adónde iríamos, si hacia arriba o hacia abajo, o hacia los lados, hasta que llegáramos a alguna de las márgenes, y entonces ni siquiera podríamos decir en cuál estábamos. Por supuesto no hice ningún movimiento. No podéis imaginar un sitio más abominable para un naufragio. O nos ahogaríamos enseguida, o pereceríamos después de una u otra manera. 'Le autorizo a correr todos los riesgos', dijo, después de un breve silencio. 'Me niego a correr ninguno', dije tajantemente. Y era la respuesta que él esperaba, aunque el tono quizá lo sorprendiera. 'Bueno, debo ceder a su juicio. Usted es el capitán', dijo, con pronunciada cortesía. Hice un movimiento con el hombro en señal de reconocimiento y miré hacia la niebla. ¿Cuánto podía durar? Era un espectáculo desesperante. La aproximación a aquel Kurtz que extraía el marfil de aquella maldita selva estaba rodeada de tantos peligros como la visita a una princesa encantada, dormida en un castillo fabuloso. '¿Cree usted que nos atacarán?', preguntó el director en tono confidencial.

Yo no pensaba que fueran a atacarnos, por varias razones obvias. La espesa niebla era una de ellas. Si se alejaban de la orilla en sus piraguas, se encontrarían perdidos en el río, igual que nosotros si intentábamos movernos. No obstante, yo había considerado que la selva de ambas orillas era absolutamente impenetrable y a pesar de ello había allí ojos que nos habían visto. La selva en ambas márgenes del río era con toda certidumbre muy espesa, pero la maleza podía por lo visto ser penetrada. Sin embargo, yo no había visto canoas en ninguna parte, y mucho menos cerca del barco. Pero lo que hacía que me resultara inconcebible la idea de un ataque era la naturaleza del sonido. Los gritos que habíamos escuchado no tenían el carácter feroz que precede a una intención hostil inmediata. A pesar de lo inesperados, salvajes y violentos que fueron, me habían dejado una impresión de irresistible tristeza. La contemplación del vapor había llenado a aquellos salvajes, a saber por qué razón, de un dolor desenfrenado. El peligro, si existía, expliqué, residía en la proximidad de una gran pasión humana desencadenada. Hasta el dolor más agudo puede al fin desahogarse en violencia, aunque por lo general tome la forma de apatía…

¡Debería haber visto la mirada fija de aquellos peregrinos! No se atrevían a sonreír, o a rebatirme, pero estoy seguro de que creían que me había vuelto loco, por el miedo, tal vez. Les dirigí casi una conferencia. Queridos amigos, de nada valía asustarse. ¿Mantenerse en guardia? Bueno, ya podían imaginar que yo observaba la niebla esperando señales de que se abriera, como un gato puede observar a un ratón, pero nuestros ojos no nos servían de nada, era igual que si estuviéramos enterrados a varias millas de profundidad en un montón de algodón en rama. Así me sentía yo, fastidiado, acalorado, sofocado. Además, todo lo que decía, por extraño que sonara, era absolutamente cierto. Lo que nosotros considerábamos como un ataque era realmente un intento de rechazo. La acción distaba mucho de ser agresiva, ni siquiera era defensiva en el sentido clásico. Se había iniciado bajo la presión de la desesperación, y en esencia era puramente protectora.

Aquello tuvo lugar, por decirlo así, dos horas después de que se levantara la niebla, y su principio, aproximadamente, fue una milla y media antes de llegar a la estación de Kurtz. Precisamente acabábamos de ser sacudidos en un recodo, cuando vi una isla, una colina herbosa de un verde deslumbrante, en medio de la corriente. Era lo único que se veía, pero cuando nuestro horizonte se ensanchó vi que era la cabeza de un amplio banco de arena, o más bien de una cadena de pequeñas porciones de tierra que se extendían a flor de agua. Estaban descoloridas, junto a la superficie, y todo el grupo parecía estar bajo el agua, exactamente de la manera en que puede verse la columna vertebral de un hombre bajo la piel de la espalda. Podíamos dirigirnos a la derecha o a la izquierda. Por supuesto yo no conocía ningún paso. Ambas márgenes tenían el mismo aspecto, la profundidad parecía ser la misma. Pero como me habían informado de que la estación estaba situada en la parte occidental, tomé naturalmente el paso más próximo a esa orilla.

No bien acabábamos de entrar, cuando advertí que era mucho más estrecho de lo que había previsto. A nuestra izquierda se extendía, sin interrupción, el largo banco de arena, y a la derecha una orilla elevada y abrupta, densamente cubierta de maleza. Los árboles se agrupaban en filas apretadas. Las ramas colgaban sobre la corriente, y, de cuando en cuando, el gran tronco de un árbol se proyectaba rígidamente en ella. Era ya por la tarde, el aspecto del bosque era lúgubre y una amplia franja de sombra caía sobre el agua. En esa sombra bogábamos muy lentamente, como ya podéis imaginar. Dirigí el vapor cerca de la orilla, donde el agua era más profunda, según me informaba el palo de sonda.

Uno de mis hambrientos y pacientes amigos sondeaba desde la proa, exactamente debajo de mí. Aquel barco de vapor era exactamente como un lanchón con una cubierta. En la cubierta había dos casetas de madera de teca, con puertas y ventanas. La caldera estaba en el extremo anterior, y la maquinaria en la popa. Sobre todo aquello se tendía una techumbre ligera sostenida por vigas. La chimenea emergía de aquel techo, y enfrente de la chimenea una pequeña cabina de tablas delgadas albergaba al piloto. Había en su interior un lecho, dos sillas de campaña, una escopeta cargada, colgada de un rincón, una pequeña mesa y la rueda del timón. Tenía una amplia puerta al frente con postigos a ambos lados. Tanto la puerta como las ventanas estaban siempre abiertas, como es natural. Yo pasaba los días en el punto extremo de aquella cubierta, junto a la puerta. De noche dormía, o trataba de hacerlo, sobre el techo. Un negro atlético procedente de alguna tribu de la costa, y educado por mi desdichado predecesor, era el timonel. Llevaba un par de pendientes de bronce, una tela azul lo envolvía de la cintura a los tobillos, y tenía una alta opinión de sí mismo. Era el imbécil menos sosegado que haya visto jamás. Guiaba con cierto sentido común el barco si uno permanecía cerca de él, pero tan pronto como se sentía no observado era inmediatamente presa de una abyecta pereza y era capaz de dejar que aquel vapor destartalado tomara la dirección que quisiera.

Estaba yo mirando hacia el palo de sonda, muy disgustado al comprobar que sobresalía cada vez un poco más, cuando vi que el hombre abandonaba su ocupación y se tendía sobre cubierta, sin preocuparse siquiera de subir a bordo el palo, seguía sujetándolo con la mano, y el palo flotaba en el agua. Al mismo tiempo el fogonero, al que también podía ver debajo de mí, se sentó bruscamente ante la caldera y hundió la cabeza entre las manos. Yo estaba asombrado. Después miré rápidamente hacia el río, donde vi un tronco de árbol sumergido. Unas varas, unas varas pequeñas, volaban alrededor; zumbaban ante mis narices, caían cerca de mí e iban a estrellarse en la cabina de pilotaje. Pero a la vez el río, la playa, la selva, estaban en calma, en una calma perfecta. Sólo podía oír el estruendoso chapoteo de la rueda, en la popa, y el zumbido de aquellos objetos. ¡Por Júpiter, eran flechas! ¡Nos estaban disparando! Entré rápidamente en la cabina a cerrar las ventanas que daban a la orilla del río. El estúpido timonel, con las manos en las cabillas del timón, levantaba las rodillas, golpeaba el suelo con los pies, y se mordía los labios como un caballo sujeto por el freno. ¡El muy imbécil! Estábamos haciendo eses a menos de diez pies de la playa. Al asomarme para cerrar las ventanas, me incliné a la derecha y pude ver un rostro entre las hojas, a mi misma altura, mirándome fija y ferozmente. Y entonces, súbitamente, como si se hubiera removido un velo ante mis ojos, descubrí en la maleza, en el seno de las oscuras tinieblas, pechos desnudos, brazos, piernas, ojos brillantes. La maleza hervía de miembros humanos en movimiento, lustrosos, bronceados. Las ramas se estremecían, se inclinaban, crujían. De ahí salían las flechas. Cerré el postigo.

'Guía en línea recta', le dije al timonel. Su cabeza miraba con rigidez hacia adelante, los ojos giraban, y continuaba levantando y bajando los pies lentamente. Tenía espuma en la boca. '¡Mantén la calma!', le ordené furioso. Pero era igual que si le hubiera ordenado a un árbol que no se inclinara bajo la acción del viento. Me lancé hacia afuera. Debajo de mí se oía un estruendo de pies sobre la cubierta metálica y exclamaciones confusas. Una voz gritó: '¿No puede dar la vuelta?' Percibí un obstáculo en forma de V delante del barco, en el agua. ¿Qué era aquello? ¿Otro tronco? Una descarga de fusilería estalló a mis pies. Los peregrinos habían disparado sus winchesters, rociando de plomo la maleza. Se elevó una humareda que fue avanzando lentamente hacia adelante. Lancé un juramento. Ya no podía ver el obstáculo. Yo permanecía de pie, en la puerta, observando las nubes de flechas que caían sobre nosotros. Podían estar envenenadas, pero por su aspecto no podía uno pensar que llegaran a matar a un gato. La maleza comenzó a aullar, y nuestros caníbales emitieron un grito de guerra. El disparo de un rifle a mis espaldas me dejó sordo. Eché una ojeada por encima de mi hombro; la cabina del piloto estaba aún llena de humo y estrépito cuando di un salto y agarré el timón. Aquel imbécil negro lo había soltado para abrir la ventana y disparar un Martini-Henry. Estaba de pie ante la ventana abierta y resplandeciente. Le ordené a gritos que volviera, mientras corregía en ese mismo instante la desviación del barco. No había modo de dar la vuelta. El obstáculo estaba muy cerca, frente a nosotros, bajo aquella maldita humareda. No había tiempo que perder, así que viré directamente hacia la orilla donde sabía que el agua era profunda.

Avanzábamos lentamente a lo largo de espesas selvas en un torbellino de ramas rotas y hojas caídas. Los disparos de abajo cesaron, como yo había previsto que sucedería tan pronto como quedaran vacíos los cargadores. Eché atrás la cabeza ante un súbito zumbido que atravesó la cabina, entrando por una abertura de los postigos y saliendo por la otra. El estúpido timonel agitaba su rifle descargado y gritaba hacia la orilla. Vi vagas formas humanas que corrían, saltaban, se deslizaban a veces muy claras, a veces incompletas, para desvanecerse luego. Una cosa grande apareció en el aire delante del postigo, el rifle cayó por la borda y el hombre retrocedió rápidamente, me miró por encima del hombro, de una manera extraña, profunda y familiar, y cayó a mis pies. Golpeó dos veces un costado del timón con la cabeza, y algo que parecía un palo largo repiqueteó a su lado y arrastró una silla de campaña. Parecía que, después de arrancar aquello a alguien de la orilla, el esfuerzo le hubiera hecho perder el equilibrio. El humo había desaparecido, estábamos libres del obstáculo, y al mirar hacia adelante pude ver que después de unas cien yardas o algo así podría alejar el barco de la orilla. Pero mis pies sintieron algo caliente y húmedo y tuve que mirar qué era. El hombre había caído de espaldas y me miraba fijamente, sujetando con ambas manos el palo. Era el mango de una lanza que, tras pasar por la abertura del postigo, le había atravesado por debajo de las costillas. La punta no se llegaba a ver; le había producido una herida terrible. Tenía los zapatos llenos de sangre, y un gran charco se iba extendiendo poco a poco, de un rojo oscuro y brillante, bajo el timón. Sus ojos me miraban con un resplandor extraño. Estalló una nueva descarga. El negro me miró ansiosamente, sujetando la lanza como algo precioso, como si temiera que intentara quitársela. Tuve que hacer un esfuerzo para apartar mis ojos de su presencia y atender al timón. Busqué con una mano el cordón de la sierra, y tiré de él a toda prisa produciendo silbido tras silbido. El tumulto de los gritos hostiles y guerreros se calmó inmediatamente, y entonces, de las profundidades de la selva, surgió un lamento trémulo y prolongado. Expresaba dolor, miedo y una absoluta desesperación, como podría uno imaginar que iba a seguir a la pérdida de la última esperanza en la tierra. Hubo una gran conmoción entre la maleza; cesó la lluvia de flechas; hubo algunos disparos sueltos. Luego se hizo el silencio, en el cual el lánguido jadeo de la rueda de popa llegaba con claridad a mis oídos. Acababa de dirigir el timón a estribor, cuando el peregrino del pijama color de rosa, acalorado y agitado, apareció en el umbral. 'El director me envía…', comenzó a decir en tono oficial y se detuvo. '¡Dios mío!', dijo, fijando la vista en el herido.

Los dos blancos permanecíamos frente a él, y su mirada lustrosa e inquisitiva nos envolvía. Os aseguro que era como si quisiera hacernos una pregunta en un lenguaje incomprensible, pero murió sin emitir un sonido, sin mover un miembro, sin crispar un músculo. Sólo al final, en el último momento, como en respuesta a una señal que nosotros no podíamos ver, o a un murmullo que nos era inaudible, frunció pesadamente el rostro, y aquel gesto dio a su negra máscara mortuoria una expresión inconcebiblemente sombría, envolvente y amenazadora. El brillo de su mirada interrogante se marchitó rápidamente en una vaguedad vidriosa.

'¿Puede usted gobernar el timón?', pregunté ansiosamente al peregrino. El pareció dudar, pero lo sujeté por un brazo, y él comprendió al instante que yo le daba una orden, le gustara o no. Para decir la verdad sentía la ansiedad casi morbosa de cambiarme los zapatos y los calcetines. 'Está muerto', exclamó aquel sujeto, enormemente impresionado. 'Indudablemente', dije yo, tirando como un loco de los cordones de mis zapatos, 'y por lo que puedo ver imagino que también el señor Kurtz estará ya muerto en estos momentos.'

Aquél era mi pensamiento dominante. Era un sentimiento en extremo desconsolador, como si mi inteligencia comprendiera que me había esforzado por obtener algo que carecía de fundamento. No podía sentirme más disgustado que si hubiera hecho todo ese viaje con el único propósito de hablar con Kurtz. Hablar con… Tiré un zapato por la borda, y percibí que aquello precisamente era lo que había estado deseando… hablar con Kurtz. Hice el extraño descubrimiento de que nunca me lo había imaginado en acción, sabéis, sino hablando. No me decía: ahora ya no podré verlo, ahora ya no podré estrecharle la mano, sino: ahora ya no podré oírlo. El hombre aparecía ante mí como una voz. Aquello no quería decir que lo disociara por completo de la acción. ¿No había yo oído decir en todos los tonos de los celos y la admiración que había reunido, cambiado, estafado y robado más marfil que todos los demás agentes juntos? Aquello no era lo importante. Lo importante era que se trataba de una criatura de grandes dotes, y que entre ellas, la que destacaba, la que daba la sensación de una presencia real, era su capacidad para hablar, sus palabras, sus dotes oratorias, su poder de hechizar, de iluminar, de exaltar, su palpitante corriente de luz, o aquel falso fluir que surgía del corazón de unas tinieblas impenetrables.

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