El corazón del océano (60 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

Habían habilitado para acoger a las damas la habitación más grande de la casa de doña Isabel y del capitán Salazar. Era una sala enorme en la que habían acomodado camas en hilera.

—No puedo creer que vaya a dormir en un colchón después de tanto tiempo —exclamó Rosa al verlos.

—Me sabe mal ocupar tu salón —se lamentó doña Mencía.

—Bah. No me incomoda nada. Es para celebrar fiestas y aquí es mejor hacerlas al aire libre, por el calor.

Ana sentía un gran sosiego. Después de tantos años de errar de un lado para otro, había llegado a su destino y tarde o temprano Alonso llegaría a Asunción. «Esta vez no permitiré que se me escape», pensó antes de conciliar el sueño.

XX
AL MÉDICO, PAGARLO Y CREERLO

Santa María de la Asunción. De febrero a agosto del Año del Señor de 1556

A
la mañana siguiente, doña Mencía se levantó muy temprano. Quería tener tiempo de acicalarse para hacer la primera visita oficial al gobernador. Le pidió ropa prestada a Isabel: una falda verdugada, un jubón con su lechuguilla envarada y un cartón de pecho. También se puso los chapines que don Tomé de Souza le había regalado en Santos y que había logrado conservar.

Una vez peinada y ataviada, salió a la calle en compañía de Ana, que vestía la sencilla túnica y las zapatillas que le diera Arai.

El día era cálido y, al poco, el rostro de la dama se cubrió de sudor.

—Cada día me cuesta más llevar estas ropas tan pesadas, y eso que en Medellín hacía en verano tanto o más calor que aquí.

—¿Por qué no os procuráis un
tupay
? Son muy cómodos. Hasta vuestra amiga doña Isabel ha empezado a usarlos…

—Ana, el traje hace a la dama.

Llegaron a casa del gobernador en el momento en que salía el cirujano. Doña Mencía, que llevaba unos días preocupada por su hija menor, lo abordó:

—Don Martín, si tenéis un momento, tengo algo que consultaros.

—Cualquier momento es bueno para departir con una dama.

—Es con respecto a… mi hija.

—¿Padece algún mal?

—Se trata de… devolverla a su estado original.

—Describidme los síntomas.

—Sería mejor que… la vierais…

—Os visitaré en vuestra casa a la sexta hora.

—Allí estaremos.

—Beso vuestra mano, señora.

—Dios os guarde, don Martín.

El gobernador las recibió en el lecho, pálido y ojeroso. Hizo traer un par de sillas para que se sentaran a su lado.

—¿Os encontráis mal, señor?

—Peor que hace un momento.

—¿Cómo es eso, excelencia?

—Martín me acaba de hacer una sangría que me ha dejado baldado.

—Volveré otro día, cuando os hayáis repuesto.

—No será menester, señora, el mareo se me pasará enseguida. El cirujano asegura que la sangría quita la fiebre, pero a mí lo único que me quita es el dinero. ¡Hay que ver lo que cobra!

—El médico bien pagado no quiere a su enfermo enterrado, excelencia.

—Eso espero.

—Ese tal Martín, ¿es de fiar?

—Más que otros. Usa pócimas indias que, a veces, funcionan… Aunque tiene fijación con las sangrías.

—Me refería a si es buen cirujano.

—Siempre que no le dé por investigar, como hizo con la cerda, es excelente. Maneja la aguja con destreza y hace mejores remiendos que un sastre. En fin, os he hecho venir porque sé que necesitáis un medio de subsistencia y se me ha ocurrido una idea para proporcionároslo.

—¿Cuál?

—Las jóvenes asunceñas necesitan pulimento y he pensado poneros al frente de una escuela de buenas maneras… para las damas de calidad, como mis mujeres y mis hijas.

—Será un honor complaceros, excelencia.

—Naturalmente se os adjudicará un sueldo por vuestro trabajo.

—Lo haría igualmente.

—No exageréis la cortesía, que estamos en el Nuevo Mundo. Quiero que empecéis a impartir las clases dentro de una semana, aquí en mi casa.

—Cumpliré vuestro mandato lo mejor que sepa, señoría.

—Bien, eso es todo… No es que me disguste vuestra compañía, pero preciso descansar…

—Si nos dais permiso para retirarnos…

—Hasta la semana que viene.

—Dios os guarde, excelencia.

—Y a vos —masculló, deseando quitárselas de encima.

Nada más llegar a casa, Ana le contó a Menciíta la conversación de su madre con don Martín, el médico.

—¡Pero si yo no estoy enferma! ¡No necesito que me vea ningún cirujano!

—Tu madre está preocupada por tu melancolía, sin duda.

—Ya estoy curada —sonrió y dijo en voz baja—: La mancha de una mora con otra verde se quita.

—¿Quieres decir que te has vuelto a enamorar?

—Siempre lo estuve.

—¿De quién?

—De Cristóbal de Saavedra. Solo que creí que había muerto.

—¡Ah! ¡Me alegro! ¿Lo sabe tu madre?

—Algo sospecha.

—Entonces, ¿para qué ha llamado al médico?

—A mí no me preguntes.

El cirujano fue muy puntual. A la sexta hora apareció con un bolso lleno de vasos de vidrio y otros instrumentos.

Doña Mencía le hizo pasar a su habitación y, tras conversar con él un rato, mandó entrar a su hija.

Ana estaba tan intrigada que no pudo resistir la tentación de arrimarse a escuchar detrás de la puerta.

—Vuestra madre —decía el médico— me ha contado que habéis tenido ayuntamiento deleitoso con un indio.

—¿Y eso quebranta la salud? —preguntó Menciíta, asustada.

—El coito u obra de engendrar tiene dos fines: el uno, y más principal, es para la generación y multiplicación del linaje, que no es vuestro caso.

—Yaguatí me dio unas hierbas…

—El otro y secundario —la interrumpió el cirujano— es necesario para la salud del cuerpo y gobernación y regimiento de él.

—¡Pero qué decís! —le interrumpió a su vez doña Mencía—. ¡¿Que el ayuntamiento carnal es bueno para la salud?!

—Así lo concede nuestra Santa Iglesia, siempre que sea entre marido y mujer…, claro.

—¡Eso sí!

—En suma, os recomiendo encarecidamente que caséis a vuestra hija cuanto antes.

—¿Y eso?

—Dice Aristóteles, ya veis que me baso en fuentes fidedignas… ejem… —el cirujano carraspeó y Menciíta lo miró intrigada, pues ni lo de «Aristóteles» ni lo de «fuente fidedigna» le decían nada.

Don Martín reanudó la perorata.

—Aristóteles dice que las doncellas, en su juventud, son de apetito insaciable.

—¿Eso dice…? —se escandalizó doña Mencía.

—Sí. Y la causa es porque sus orificios son más estrechos que en las de mayor edad y tienen menos humedad, la cual, como sea compelida a salir con la fricación del coito, y por ser poca no sale, sino que se queda en los orificios y vías de la matriz, es necesario que se enfríe y para ser expelida y alanzada otra vez, por lo cual, hay gran apetito de más fricación para que la humedad salga fuera y…

—¡No entiendo nada, don Martín! ¡Dejaos de latinajos! ¿No podéis hablar en cristiano?

—Ya os lo dije antes: casad a vuestra hija cuanto antes si no queréis tener un disgusto.

—¡Que sea con Cristóbal de Saavedra! —intervino Menciíta, completamente convencida por los argumentos del médico, aunque no había acabado de entenderlo del todo.

—¡Muy acertado! —apostilló el cirujano.

Doña Mencía estaba desconcertada.

—¿De verdad es tan urgente?

—Sí, señora. Ya decía Salomón que las mujeres son más lujuriosas que los varones y no hay quien porfíe con ellas para poderlas satisfacer y vencer.

—¡Por favor, dejadme sola con mi hija! —exclamó la dama—. Hemos de hablar para tomar una resolución.

Como salía el cirujano, Ana tuvo que apartarse de la puerta y no pudo enterarse de la resolución de doña Mencía. Aunque no tardó en averiguarlo. Una semana después, Menciíta se casaba con don Cristóbal de Saavedra, boda que fue muy celebrada en Asunción por ser la primera de las damas de la expedición.

—El que larga vida vive, mucho ha de penar —suspiró doña Mencía mientras Ana la ayudaba a quitarse el vestido que había lucido en la ceremonia.

—Ya ha pasado lo peor.

—Supongo que sí, Ana, pero nunca recuperaré el tiempo perdido. ¡Si cuando tenía tu edad hubiera sabido lo que ahora sé…! ¡Qué duro es hacerse mujer, amiga mía!

A partir de aquel día, doña Mencía se dedicó con ahínco a la escuela de damas y Ana la ayudaba. Para ambas se convirtió, además de en un medio de vida, en una distracción, pues la escuela recibía continuamente nuevas alumnas y cada día les ocupaba más tiempo.

Unos meses después, la mayoría de las damas de la expedición estaban casadas. La habitación comunal se hallaba casi vacía.

Rosa estaba esperando un niño. El mismo día de su llegada le dio la mano
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al joven mestizo de ojos oscuros y a continuación se casó. Doña Mencía se opuso en un principio, pero luego se enteró de que el joven era hijo de un hidalgo y dio su consentimiento.

Julia consiguió ser raptada por un mozo fortachón, que porfiaba en que el raptado había sido él, y se casaron sin el consentimiento de nadie.

Doña Mencía procuraba fomentar los matrimonios de sus damas con hidalgos españoles, pero la mayoría preferían a sus hijos mestizos, pues los viejos fundadores de la ciudad, además de tener esposas indias, ya rondaban los cuarenta años. Finalmente, la sufrida dama, cansada de tanto bregar, accedía.

Irala asistió a todas las bodas. Promovía tanto los matrimonios como el concubinato. No le importaba que los españoles acudiesen a las fiestas o actos oficiales con varias de sus concubinas. Más bien al contrario, empeñado en fundar nuevas ciudades, el gobernador necesitaba poblarlas cuanto antes con los frutos de la continua mezcla entre españoles e indígenas.

Ana se aclimató pronto a Asunción. Era una villa bulliciosa y alegre donde se conocían casi todos. Los días de feria disfrutaba yendo al mercado a contemplar las frutas o verduras que los indios traían a vender y que nunca dejaban de sorprenderla por su variedad. Casi no había dinero y el trueque era la forma más habitual de hacer transacciones. El gobernador había publicado una ordenanza para fijar los precios de los víveres. Dos gallinas caseras costaban tres cuchillos de marca; ocho huevos, un cuchillo; tres libretas de pescado de anzuelo, un cuchillo; y dos libras de pescado de red, un cuchillo también… Gracias a esto, había pocas trifulcas y una mujer podía pasear tranquilamente por aquel mercado de gentes variopintas. Y también por Asunción.

Definitivamente, Ana no echaba de menos Medellín.

A su entender, las mujeres en el Nuevo Mundo disfrutaban de licencias que no tenían en el Viejo: vestían con más comodidad; salían y entraban a su antojo, sin necesidad de dueñas o hidalgos que las acompañasen… y hasta tenían una cierta libertad para escoger marido. Esta permisividad preocupaba a doña Mencía tanto como entusiasmaba a sus jóvenes damas.

Solo tenía un ansia: Alonso.

«Ya tendría que haber llegado. ¿Habrá sufrido un accidente? ¿Lo habrán matado los indios?», se preguntaba todas las noches.

Una mañana sucedió algo inusitado. Estaba con doña Mencía cuando oyeron voces.

La dama abrió la puerta. En el umbral, una mujer india se peleaba con dos criados que intentaban cortarle el paso.

—¿Qué ocurre?

—¡Mencía!

—¡Sancha!

Las dos mujeres se fundieron en un abrazo.

—¡Bendito sea Dios! ¡Estás viva!

—No querían dejarme entrar porque voy vestida de india.

—¿Qué ocurrió? Cuéntame.

—Los tupíes me hicieron prisionera. Creí que me iban a matar, pero me perdonaron la vida. Viví con ellos un mes que me pareció un infierno. —Lloró y Mencía estrechó su abrazo. Ana las abrazó a las dos.

Tras una pausa, la dueña se soltó y continuó su relato.

—Al poco, llegaron a la tribu unos indios ava a negociar. A uno de ellos le gusté.

—¿Le gustaste…?

—Sí, aprecian mucho a las mujeres de carnes abundantes. Me cambió por una cesta de mandioca.

—¡Cielo Santo! ¡Qué horror! —exclamó Mencía.

—No, mi suerte cambió a partir de ahí. Katu me ha tratado bien. Su tribu está a pocas leguas de aquí. Hemos venido a vender yuca y maíz al mercado. Me está esperando.

—¿Es que te vas a ir?

—Es mi hombre. Después de vender la mercancía, nos casaremos en la iglesia.

—Pero… si quieres casarte, hazlo con alguien de Asunción. Tengo dinero…, podré proporcionarte dote.

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