El corazón del océano (57 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

Ana se tumbó en la orilla, de forma que el agua le cubría todo el cuerpo menos la cara.

—¡Hum! ¡Qué delicia!

—¡Daos prisa, que no estamos aquí para divertirnos! ¡Somos cristianas, no salvajes! —decía la Adelantada, temerosa de que los indios las descubrieran.

—¿Desnudo al pequeño Hernando, madre? —le preguntó María de Sanabria.

—Sí, a su edad no se peca. Aunque no sé…, podría acostumbrarse.

En cuanto se les pasó el frío, las jóvenes empezaron a chapotear y jugar en el agua. Y la Adelantada las reprendió.

—¡Chsssss! ¿Es que habéis perdido el seso? Si los indios nos oyen, vendrán a ver cómo nos bañamos.

—Tampoco sería tan grave, madre, ¡estamos vestidas! —replicó Menciíta.

—¡De todas formas es indecoroso que nos vean con la ropa pegada al cuerpo!

Lo que no imaginaba doña Mencía era que la orilla del río se había llenado de aguará de ambos sexos que, ocultos entre las ramas, las contemplaban con curiosidad y hacían gestos de burla al verlas bañarse vestidas.

De repente, todos los hombres, mujeres y niños del poblado se zambulleron alrededor de las españolas y comenzaron a lavarse como si tal cosa.

—¡Habíamos acordado en que nos bañaríamos a solas! —gritó la Adelantada al ver acercarse a Díaz.

—Es su hora habitual de bañarse —respondió este—. Todos los días, por más fría que esté el agua, se lavan la cabeza y todo el cuerpo y, después, nadan un rato.

—¿Todos los días…? Así se pierden los humores corporales.

—Ellos no… Algunos días se bañan hasta doce veces y están sanos.

—¡Válgame Dios!

—¡Son muy aficionados al agua!

Mientras Díaz departía con la Adelantada, unas aguará le dieron a Menciíta unas semillas que ellas usaban a modo de jabón.

—Me ha quedado muy bien el pelo —se admiró Menciíta al comprobar que estaba suelto y sedoso.

—Y a mí me ha quedado bien todo el cuerpo —se rio Ana.

—¿Todo el cuerpo…?

Ana bajó la voz.

—Me he levantado el vestido debajo del agua y me he lavado hasta las vergüenzas.

—¡Que no se entere mi madre!

—Sería estupendo que, además, pudiésemos cambiarnos de ropa.

Cuando volvieron al poblado, el jefe había ordenado una comida sobre hojas de banana para celebrar que las invitadas se habían lavado.

Algunas aguará lucían unas túnicas ligeras y cómodas, tejidas por ellas mismas, que despertaban la envidia de Ana.

—Con esas camisas se pueden mover con mucha comodidad por la selva —le comentó a Menciíta.

—Más cómodas van cuando llevan solo el taparrabos —susurró ella, burlona.

También las aguará sentían curiosidad por las ropas de las españolas pese a lo ajadas y desgarradas que estaban. En cuanto tenían oportunidad, se las tocaban.

Un día, Ana sacó del hatillo el vestido de terciopelo carmesí que su madre le había regalado antes de salir de Medellín y se lo mostró a Arai, la hija más joven del
Mburubichá
. Ella abrió desmesuradamente los ojos y Ana, siguiendo un impulso incomprensible, pues durante años había guardado aquel vestido para ponérselo el día de su entrada en Asunción, le propuso por señas cambiárselo por su túnica. La hermosa india, contenta del cambio, añadió al trato unos zapatos de piel muy suave, que adaptó a los pies de Ana. Ella sintió un gran alivio, pues sus zapatos estaban destrozados y no eran apropiados para caminar por la selva. Vestida con la túnica y calzada con aquellos ligeros zapatos de piel se presentó, muy sonriente, ante doña Mencía.

—Esa no es ropa decente para una dama, Ana.

—Nos queda todavía un largo trecho de selva que atravesar, y es muy cómoda. Os ruego que me permitáis usarla.

La Adelantada no tuvo fuerzas para oponerse. Y las otras muchachas, incluida Menciíta, imitaron a Ana y cambiaron sus ajados vestidos por túnicas.

—Pareceréis verdaderas indias cuando entremos en Nuestra Señora de la Asunción —dijo doña Mencía con un suspiro.

Las semanas que descansaron en el poblado de los aguará fueron inolvidables para Ana, que hizo realidad cuanto había soñado en su infancia y nunca le habían permitido por no ser varón: trepar por los árboles y disparar flechas, correr, saltar y disfrutar del sol y del agua del río. También le divertía salir a cazar o recoger frutos de la selva y sentarse al borde de las hogueras a cantar y bailar con los aguará, hasta que caía rendida por el sueño.

Una mañana Menciíta y ella contemplaban desde la orilla cómo Arai y sus amigas se divertían lanzándose al agua de cabeza y chapoteando.

—Arai dice que os metáis en el río con ellas —les tradujo el mestizo Díaz, que llegaba en ese instante a darse un baño.

—Dile que para nosotras es pecado bañarnos en exceso —respondió Menciíta.

—Me pregunta que por qué.

Ana trató de encontrar una respuesta que Arai pudiera entender.

—Nuestro Dios nos prohíbe a las mujeres mostrar el cuerpo desnudo porque incita a los hombres a… ya sabes…

Díaz no estaba al tanto.

—¿Al fornicio? —preguntó.

—Te perdonamos el atrevimiento porque no estás educado para tratar con damas —replicó Menciíta.

—Arai me pregunta si todos vuestros dioses os prohíben bañaros.

—Dile que no hay más que un Dios. Aunque supongo que no lo entenderá.

—Os equivocáis, señora. Al igual que nosotros, los guaraníes creen en un solo dios creador, Nande Ru Papa, el último de los últimos, pero el primero de todos. Él creó la Tierra, inventó el lenguaje y dio vida a otros cuatro dioses que completarían su creación: el del fuego, el de la primavera y el rocío, el del sol y el del trueno y las lluvias, cada cual con su respectiva mujer. Y su demonio se llama Aña Yvaguyregua, quien representa todos los males que existen sobre la tierra.

—¡Nosotros solo tenemos un Dios, Díaz!

—Tenemos la Santísima Trinidad y los santos y las vírgenes…

—No es lo mismo…

—Claro… lo mismo no es. Pero ellos también creen en un Paraíso: la Tierra sin Mal, un lugar donde no existe la enfermedad, ni la muerte ni el sufrimiento.

Ana se acordó de la conversación que había tenido con Alonso. ¡Lástima que no estuviera allí! A nadie sino a él podría explicarle lo cercana que se sentía de ellos.

—Nunca los he visto adorar a su dios. ¿Qué forma tiene? —preguntó Menciíta.

—Como el nuestro, no tiene imagen. Pero hay una gran cantidad de bailes y canciones religiosas para dirigirse a él y también oraciones para quienes buscan la perfección de su alma.

Las muchachas ava sentían curiosidad por saber de qué hablaban Menciíta y Díaz y le pidieron a este que les tradujese la conversación.

Una vez que lo hubo hecho, Arai preguntó:

—¿Vuestro Dios es hombre o mujer?

—Hombre —replicó Menciíta airada.

—¿Tiene verga? —indagó Arai.

Menciíta se horrorizó. ¡Cómo podían hablar del sexo del Creador!

—Dios Nuestro Señor es… un espíritu… —contestó al fin.

—Un espíritu lo mismo puede ser hombre que mujer —insistió Arai.

Menciíta, muy nerviosa, dio media vuelta para volver al poblado, pero resbaló y cayó al agua ¡con gran alborozo por parte de las indias!

Cuando se dieron cuenta de que la joven no sabía nadar, la sacaron del agua y Menciíta regresó al poblado mojada.

Esa noche, en su hamaca, Ana recordó la larga y profunda conversación que había tenido con Alonso, antes de que este regresase a España. Si él estuviera allí, a su lado, entendería por qué les había tomado tanto cariño a aquellos indios, por mucho que sus compañeras los consideraran primitivos. Nunca había conocido a nadie con el buen juicio de Alonso. ¡Qué estúpida había sido al dejarlo escapar! Tendría que vivir siempre con ese pesar. Quizá ya no volviera a enamorarse de ningún otro hombre. Solo le quedaba disfrutar de los pequeños placeres de la vida.

Al día siguiente, al amanecer, Ana, que seguía teniendo vergüenza de bañarse desnuda delante de las indias, cogió su vieja camisa y salió para meterse en el río con los aguará. Como en otras ocasiones, para no despertar las sospechas de la Adelantada, cogió una calabaza para fingir que iba a buscar agua. Pero nunca llegó a engañar a Menciíta.

—¿Ya has aprendido a nadar, Ana? —le preguntó una mañana, cuando volvía con varias calabazas lionas de agua.

—Sí, hace unos días —replicó, asustada.

En vez de recriminarla, Menciíta dijo:

—Mañana te acompañaré a… «buscar agua». Despiértame.

—No podemos faltar las dos… Si tu madre se da cuenta…

La joven se echó a reír.

—¡Pues quédate tú! Yaguatí, el hijo del jefe, me ha dicho por señas que me va a enseñar a nadar.

A partir de aquel día, Menciíta la acompañaba todas las mañanas al río. Ana veía con preocupación como el apuesto Yaguatí y su amiga intimaban cada día más. Al principio, se contentaban con intercambiar sonrisas; más adelante, se hacían aguadillas o se tiraban agua. Y un día los sorprendió abrazándose.

—Mira, Ana, Yaguatí me ha regalado este collar de dientes.

—¿Te has enamorado de él?

—Un poco.

—Tienes que olvidarlo. ¡Tu madre te matará!

—¿Tú te prendaste de un grumete y quieres darme lecciones? —replicó de mal humor.

—Yo me hubiera casado con Alonso. ¿Tienes tú intención de casarte con Yaguatí?

—El amor y el matrimonio son cosas distintas, Ana. Me gusta Yaguatí y no hago ningún mal… acompañándolo. ¿Te has fijado en su sonrisa? Ninguno de nuestros mancebos tiene su gallardía, ni su porte, ni sus muslos…

—La tentación te acecha y puede perderte, Menciíta.

—¡Ana, nunca había sido tan feliz y quizá nunca vuelva a serlo! No digas nada, ¡te lo ruego!

—Te guardaré el secreto, pero ten cuidado.

—Descuida, Ana, sé lo que me hago.

Un amanecer de dos semanas después, la Adelantada se despertó en mitad de la noche y vio sobresaltada ¡que su hija Mencía no estaba en la hamaca!

—¿Has visto a tu hermana? —le preguntó a María, que dormía con el pequeño Hernando en una hamaca contigua.

—Habrá ido a la selva, a hacer sus necesidades… o quizá a buscar agua; suele ir con Ana al amanecer.

A mediodía, Menciíta seguía sin aparecer y su madre, muy nerviosa, le pidió al mestizo Díaz que indagara entre los aguará.

—Estoy muy preocupada. Mi hija Mencía ha desaparecido esta noche de su hamaca. ¡Temo que algún indio la haya raptado! —le dijo.

—Mi señora, tranquilizaos, los aguará nunca harían algo así a un huésped… A menos que la hayan raptado de otra tribu…

—¡Preguntad si han visto a algún indio de otra tribu por el poblado! ¡Si no aparece, tendremos que salir a buscarla!

Díaz regresó pálido y consternado.

—¿Ha ocurrido algo grave…? —preguntó la dama con un hilo de voz.

El mestizo carraspeó.

—Sí… No… Bueno, según… Para los aguará ha sido un acontecimiento feliz —añadió tristemente.

—¡No entiendo!

—Vuestra hija se ha… casado.

—¡Has perdido el juicio, Díaz!

—Anoche se ha unido a Yaguatí, uno de los hijos del jefe.

—¡Dios me asista! ¿No será una broma?

—Nunca me atrevería a tal cosa, señora. El
Mburubichá
os invita a la fiesta que se celebrará esta tarde. Ya están preparando el
ka'u'y
[34]
; lo mezclan con miel para ofrecérselo a los novios… y a los invitados.

Le interrumpió un sonido como de trompeta.

—¿Qué es eso?

—El
turu
, lo hacen sonar para anunciar la celebración. Será después de la siesta.

—Ana, acompáñame.

Doña Mencía cogió su manta y, seguida de Ana, se dirigió a la cabaña comunal del jefe.

La familia del
Mburubichá
ocupaba el centro de la cabaña. Todos dormían plácidamente la siesta. El jefe, sus tres esposas y dos de sus niños descansaban en una enorme hamaca. Sus hijos mayores, cada uno con su respectiva esposa y sus niños, descansaban en hamacas más pequeñas cerca de él. Menciíta estaba en otra hamaca algo más alejada de la puerta, abrazada a Yaguatí y vestida tan solo con un taparrabos. Llevaba el cuerpo pintado y una hermosa diadema en la cabeza.

La Adelantada la despertó con una bofetada.

—Tápate con esta manta y sígueme, desvergonzada.

Varios indios, que acababan de despertarse, las miraron atónitos. La escena les era incomprensible. Aquella mujer parecía disgustada porque su anciana hija, con más de veinte años, ¡hubiera logrado casarse nada menos que con el hijo del jefe!

—¿Qué has bebido, desgraciada? ¡Hueles a… no sé qué!

—Anoche bebí un poco de
ka'u'y
, ¡pero no me emborraché!

—Vamos al río a quitarte toda esa porquería y allí hablaremos. ¡Tápala, Ana!

La arrastró hasta el río, seguidas por el estupefacto Yaguatí y varios indios curiosos.

—Madre, quiero quedarme. ¡Amo a Yaguatí!

Doña Mencía le dio una bofetada que la hizo caer al agua.

—Además de Díaz, ¿sabe alguien que has pasado la noche con ese indio?

—Toda la tribu.

—Esos no importan. Me refiero a los nuestros.

—Nadie, que yo sepa.

—Déjame pensar. Volveremos al bohío y diremos que has tenido un arrebato místico y has pasado la noche rezando en la selva. Ana lo confirmará, ¿no es así?

La joven asintió.

—No se hable una palabra más. ¡Lávate y volvamos al poblado!

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