El corazón del océano (53 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

—¡Y pensar que durante gran parte de la travesía te tomé por un ignorante!

—Lo era, en cierto sentido. Las conclusiones llegaron después.

—Yo era una damita malcriada y ni siquiera me daba cuenta. En cualquier caso, esos pensamientos… te pueden llevar a la hoguera, Alonso.

—Estamos en el Nuevo Mundo —sonrió, consciente de que había ido demasiado lejos—. Y sé que puedo confiar en que no revelaréis a nadie esta conversación.

—Si los individuos como tú se van, el Nuevo Mundo será un calco del Viejo, Alonso. En cambio, si tú y yo nos quedamos, tendremos la oportunidad de convertirlo en un mundo mejor.

—Ya es tarde para mí, Ana. —No tuvo valor para decirle que se iba porque la amaba y nunca podría conseguirla.

—¿Cuál es tu verdadero apellido?

—Lanzós.

—Nunca serás un conquistador, Alonso de Lanzós. ¿Lo sabes, verdad?

—Sí.

—Y yo me alegro de que así sea. Ve con Dios, Alonso de Lanzós.

—¡Os deseo mucha felicidad en la nueva vida que vais a emprender, señora!

Ana regresó a casa. Por el camino pensó que ya no aspiraba a honores ni a riquezas, solo a ser feliz. Y tuvo el pálpito de que se había equivocado de hombre.

XV
AMAR Y SABER, TODO NO PUEDE SER

Puerto de Santos. Capitanía portuguesa de San Vicente. Mes de febrero del Año del Señor de 1555

A
na encontró a Menciíta sentada en un rincón del estrado, royendo un búcaro de barro rojizo.

—¿Quieres un trozo? —Alargó la vasija para que la cogiera—. Es de muy buena calidad, ¡traído expresamente de Portugal para las damas de Santos!

—No comas tanto barro. Te pondrás demasiado pálida y mucha palidez da apariencia insana.

—¡Qué sabrás de estas cosas! ¿Adónde has ido? Te perdimos a la salida de misa.

—Salazar me pidió que le acompañase al mercado a escoger un anillo.

—¿Te ha pedido que te cases con él?

—Eso creo, pero…

—¡Felicidades, Ana!

—No sé…

—¿No es lo que siempre habías deseado?

—Sí…

—¿Cómo es el anillo?

—Tiene un diamante rodeado de perlas.

—¡Ana, me alegro tanto de tu suerte!

—No sé… Es mucho mayor que yo…

—¡Qué bobada es esa! Mi padre le llevaba veinte años a mi madre.

—Él a mí veinticinco. Es muy temperamental, hasta ahora no me había percatado de que su talante y su carácter no son acordes con los míos.

—¡Qué tontería! Lo que importa es la cuna y la pureza de sangre; bueno, ¡y la hacienda!

—Nadie tiene tanta hacienda como don Brás y preferiría la muerte a casarme con él.

—Como de costumbre, no te entiendo, Ana. Yo nunca hubiera desaprovechado la oportunidad de matrimoniar con uno de los hombres más poderosos de las Indias. Y ahora te pones renuente con el capitán Salazar, un héroe de la conquista, el caballero más gallardo de Santos.

—¿Es que te gusta, Menciíta?

—¿Me prometes guardarme el secreto?

—Sí, claro.

—Estaba enamorada de un amigo suyo: Cristóbal de Saavedra. Y si me hubiera pedido que me casara con él, yo no lo habría dudado ni un instante.

—¿El que fue a Asunción a dar cuenta de nuestra llegada?

—El mismo. ¡Qué porte tenía! ¡Y qué valor!

—Sabía que te gustaba, pero no que lo apreciaras tanto.

—De todas formas, es posible que no lo vuelva a ver. A saber si consiguió llegar a Asunción. He decidido olvidarlo. No tendría inconveniente en casarme con Juan de Salazar ni tampoco con don Brás si me lo pidiesen.

—No te entiendo, Mencía.

—Las mujeres estamos para casarnos con quien nos manden, deberías saberlo.

—Ya… Pero en el Nuevo Mundo hay bastantes matrimonios por amor.

—Entre nosotras no, Ana; somos damas. Pero no des tantas vueltas y dime a quién quieres.

—Me encontré con… Alonso y conversamos un rato. Es un hombre instruido, cabal y generoso, Menciíta, no sé cómo no me percaté antes.

—Llevas años queriendo llamar la atención del capitán y, ahora que lo has conseguido, descubres que te gusta otro. ¡Vive Dios que soy yo la que no te entiende, Ana!

—Mi amor por el capitán era un arrebato de juventud. No lo quiero. Me acabo de dar cuenta.

—¡Estás enajenada!

La Adelantada, que entraba en este momento, preguntó:

—¿Por qué Ana está enajenada, hija?

—Piensa que está enamorada de Alonso.

Doña Mencía suspiró.

—Ana, ese mancebo es honrado, pero inapropiado para ti. Nunca te casarás con él y, por tanto, no deberías frecuentar su compañía.

—Tan solo es… un amigo, un buen amigo, ¡el mejor! ¿Qué hay de malo en que converse con él? Con nadie puedo mantener pláticas tan sinceras.

—Una doncella no solo ha de ser honesta, sino parecerlo.

—¿Queréis decir que no debo volver a verlo?

—Será lo mejor. Has de quitártelo de la cabeza cuanto antes.

—Además, el capitán Salazar le ha pedido que la acompañe a comprar un anillo de boda —se entrometió Menciíta—. ¡Va a proponerle que se case con ella!

Doña Mencía se puso seria y empalideció.

—¿Es que no os habéis enterado? El capitán Salazar se casa con mi amiga, doña Isabel de Contreras. El anillo es para ella. Creí que os habíais dado cuenta de que estaban enamorados.

—Lo siento, Ana —masculló Menciíta.

—Yo… me alegro.

—Después de la boda, Isabel y sus hijas se irán de Santos con el capitán.

—¿Elvira e Isabel no vendrán con nosotros a San Francisco, madre?

—No, hija. Salazar se ha comprometido a llevar ganado a Asunción. Y lo acompañarán su mujer y sus hijastras.

—¿En barco?

—No. Unos hacendados portugueses le han propuesto conducir las reses a través de la selva.

—¿Es eso posible?

—Sí, un indio guaraní los guiará por una picada que va desde la costa hasta Iguazú.

—La selva está plagada de plantas venenosas, arañas grandes como gatos, hormigas carnívoras y lagartos capaces de tragarse a un hombre, según me han contado. ¡Cómo van a atravesarla con ganado!

—A Salazar le gusta el riesgo… y el dinero. Prefiere ese negocio a venir con nosotros a San Francisco y acatar el mandato del Consejo de Indias. —Había un deje de amargura en su voz.

Ana aprovechó el instante de silencio para preguntar:

—¿Puedo salir un momento?

—¿Adónde vas?

—Al mercado, volveré antes del almuerzo.

—No. Desde hoy no saldrás de esta casa sin mi permiso.

—¿Por qué…?

—Sé que vas a ver a Alonso y no puedo consentirlo. ¡Cuanto antes lo olvides, mejor!

Ana pasó dos semanas sin salir de casa, consumida por la rabia. Se había pasado su mocedad tonteando con Salazar sin darse cuenta de que ella no le interesaba lo más mínimo. ¡Se iba a casar con otra! Pero no le importaba. El capitán, pese a su atractivo, era inculto, bravucón, viejo, misógino… y seguramente tendría más de un crimen en su conciencia. No era el hombre con el que había soñado. En cambio Alonso… Había sido una estúpida. Tenía que decirle cuanto antes que lo amaba. Pero doña Mencía no la dejaba salir. La impotencia de no poder hablar con él le quitaba el sueño. Y casi no comía, pese a la insistencia de Menciíta, que procuraba buscar manjares que le gustaban para tentarla.

—Deberías hablar con mi madre, Ana. Y pedirle disculpas por tu comportamiento. ¿No te das cuenta de que lo hace por tu bien?

—Menciíta, sé que su intención es buena, pero ahora estoy segura de que quiero a Alonso y si se va antes de que pueda decírselo…

—Todas las muchachas se enamoran y se les pasa. Ana, el casamiento no tiene nada que ver con el amor. Pero si yo fuera tú, sería más astuta.

—¿Qué quieres decir?

—Creo que leer tantos libros te está secando la mollera. Quieres ver a Alonso, ¿no?

—Me dijo que se disponía a abandonar Santos en el primer barco que saliera hacia Lisboa. ¡Y quiero impedirlo!

—Pues cambia de táctica. Pide perdón a mi madre y finge estar de acuerdo con ella; es posible que te levante la prohibición de salir.

—¿Tú crees?

—Ahora está sola en su cuarto, ve a verla.

—Gracias, Menciíta; eres una buena amiga. ¡Y muy lista!

Encontró a doña Mencía bordando en el estrado de su cuarto, sentada en un cojín y con el bastidor caído sobre el regazo, como si no tuviera fuerzas para sujetarlo. A su lado, sobre un bargueño, reposaban cuatro hermosos vestidos, con sus camisas y enaguas.

—Vengo a hablaros, señora —le dijo tímidamente desde la puerta.

Cuando la dama levantó la cabeza para saludarla, Ana se percató de lo desmejorada que estaba. Delgada, ojerosa, con las mejillas y las manos afiladas.

—¿Estáis enferma? —le preguntó, olvidando el propósito de su visita.

—Mi alma está enferma —contestó con la mirada extraviada.

—¿Qué es lo que os ocurre?

—Estoy desalentada. Tantas privaciones y sufrimientos han sido inútiles. Todo ha salido mal: mi hijo nunca será Adelantado. Y quizá nunca lleguemos a Asunción. ¡Ojalá hubiera perecido yo en la travesía en lugar de mi pequeña Isabel!

Ana se sintió culpable. Enfrascada en sus problemas, no se había percatado de la gran pesadumbre que carcomía a la Adelantada.

—Llegaremos con bien a Asunción, confiad en Dios Nuestro Señor.

—Hasta eso me cuesta. Prometí a las familias de las jóvenes confiadas a mi custodia que las casaría con hombres importantes de Asunción y ni siquiera sé si podré cumplirlo.

—¿Y eso?

—Por mandato del Consejo de Indias, he de fundar una colonia en San Francisco. ¡Y ya no me quedan fuerzas para acometer esa empresa!

—Animaos.

Para apartarla de sus negras cavilaciones, a Ana se le ocurrió dirigir su atención a los vestidos depositados sobre el bargueño.

—¿Y estos trajes tan hermosos?

—El gobernador me los ha enviado para que podamos asistir a la boda del capitán Salazar con Isabel de Contreras sin menoscabo ante las damas portuguesas.

—¿Cuándo será?

—Dentro de un mes. Los hermanos Goes ofrecerán un banquete para agasajar a los novios antes de que dejen Santos.

—Al menos tendréis un motivo de alegría.

—No pienso asistir. Hasta que no averigüe lo que le ha sucedido a mi hijo, no me siento con ánimo.

—¿Asistirá el gobernador?

—Supongo que sí, se lleva muy bien con el capitán Salazar y más ahora que van a hacer negocios juntos.

—Debéis ir. El único que puede ayudarnos a organizar una colonia en San Francisco es Tomé de Souza. En la boda tendríais ocasión de hablar con él.

—No estoy para bodas, mi joven amiga. ¿A qué venías a verme?

—Quería solicitaros permiso para despedirme de Alonso.

—Ya te dije que no.

—Os doy mi palabra de que no pienso comprometerme con él, tan solo deseo despedirme. Seguramente no nos volveremos a ver nunca.

Doña Mencía suspiró:

—Está bien, tienes mi permiso.

Junto al puesto de Alonso, dos indias extendían sobre una manta varios objetos de barro. Ana, al pasar, pisó sin querer una figurita.

—¡Oh, perdón, lo siento! —le dijo a la india de más edad—. ¿La he roto?

—No —replicó en portugués la mujer, algo extrañada, pues no estaba acostumbrada a que las blancas se disculpasen.

Ana recogió del suelo la figurita que acababa de pisar. Eran dos animales de cerámica montados uno sobre el otro.

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