El corazón del océano (49 page)

Read El corazón del océano Online

Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

Antes de terminar de bajar los escalones, Mencía, ansiosa por saber de su hijo, comenzó a leer la carta que, a través de Portugal, le había enviado el Consejo de Indias.

Ana esperaba impaciente a que terminase. Al rato, la dama dobló la carta en silencio, con el rostro demudado.

—¿Son malas noticias? —preguntó, temerosa de la respuesta.

Doña Mencía tragó aire.

—Mi hijo Diego zarpó de Sevilla un año después que nosotros.

—Ya estará en Asunción, entonces.

—No. Sus naves se dispersaron durante una tormenta. El barco en el que viajaba se hundió y… —Las lágrimas le impidieron continuar.

—¿Ha muerto?

—Se salvó. Logró llegar a la costa de Venezuela y desde allí escribió al Consejo de Indias pidiendo barcos para remontar el Rio de la Plata y llegar a Asunción…

—¿Y no se los dieron?

—No… Al verse sin naves, Diego tomó la decisión de ir a Perú para, desde allí, atravesar la selva con destino a Asunción.

—¿Qué pasó?

—Ahí se perdió su rastro. Hace un año que nadie ha vuelto a saber de él… —Los sollozos la hacían temblar y Ana la sujetó por los hombros para calmarla.

—Calmaos, señora. ¡No es seguro que haya muerto!

—El Consejo de Indias dice que hay rumores de que lo han matado los indios —las mejillas se le inundaron de lágrimas. Se las secó en silencio y tras recuperar la entereza, añadió—: Cuando lleguemos a casa, reúne a los nuestros. He de leerles un despacho del Consejo de Indias que nos atañe a todos.

Dos horas después, todos los miembros de la expedición fieles a la dama esperaban en la puerta del bohío. Doña Mencía salió a recibirlos serena, aunque con el rostro demudado. Desplegó el documento y, sin ningún preámbulo, leyó con voz neutra:

A todos los expedicionarios que partieron de Sevilla en la fecha del 10 de abril del Año del Señor de 1550 con destino a la ciudad de Nuestra Señora de la Asunción, conducidos por doña Mencía de Calderón en representación de su hijo, hacemos saber:

Que en vista de la desaparición del Adelantado don Diego de Sanabria, la capitulación por dos vidas otorgada a su padre, don Juan de Sanabria, por nuestro excelso emperador Carlos se da por concluida. Razón por la cual este Consejo de Indias ha confirmado a don Domingo Martínez de Irala como gobernador del Río de la Plata.

Hubo unos murmullos de protesta que doña Mencía acalló con un gesto y reanudó la lectura.

Asimismo, este Consejo revoca todos los cargos y títulos concedidos a los demás miembros de la expedición por considerarlos faltos de derecho.

Los gritos de indignación fueron atronadores.

—¡Por las barbas de Dios, el Consejo de Indias nos ha traicionado!

—¡Ni por vida de Dios ni de su Madre, no nos merecemos esto!

—¡Silencio! —Mencía intentaba acallarlos, pero las protestas crecían.

—¡Nos quitan sin razón lo que nos dieron!

—¡Nos hemos dejado la piel y la hacienda y nos recompensan así!

—No nos corresponde juzgar al Consejo —la dama trató de hacerse oír.

—¡Señora, dejadlos desahogarse! —exclamó Hernando de Trejo—. ¡No es justo que anulen nuestros títulos después de las penalidades que hemos pasado!

—¡Callad, Hernando! —le reprochó Mencía a su yerno—. ¡Y los demás también! Que no es digno de caballeros hablar de ese modo. Y ahora, dejadme proseguir:

En cuanto a aquellos que a la sazón se hallan privados de libertad en el puerto de Santos por orden de don Tomé de Souza, este Consejo de Indias les informa de que ha presentado una dura protesta ante el embajador de Portugal por abuso de autoridad. Y Su Majestad el Serenísimo Rey de Portugal, a quien Dios guarde muchos años, nos ha contestado que don Tomé de Souza recibirá en breve la orden de dejarlos en libertad, sin ninguna condición ni cortapisa.

Esta vez estallaron los aplausos.

—¡Vítor, vítor!

Tras sonreír con desgana, doña Mencía continuó la lectura.

Por último, este Consejo de Indias recuerda que, tal como fue acordado en las Capitulaciones, los expedicionarios han de volver a San Francisco, a mantener la colonia que en su día fundaron y defenderla de los indios hasta que este Consejo les envíe socorro desde España, cosa que hará, Dios mediante, tan pronto como sea posible.

Firmado en Sevilla por el marqués de Mondéjar, presidente del Consejo de In…

El capitán Salazar soltó una maldición que se alzó por encima de la voz de la dama.

—¡Voto al diablo! ¡Será cínico ese marqués! ¡Si alguna vez cae en mis manos, por mis barbas que le cortaré los compañones!

—Se llevó las manos a los testículos, gesto que provocó carcajadas entre los hombres y sonrisas contenidas entre las mujeres.

—¡Comportaos con decoro, capitán! —le increpó doña Mencía.

—Reconoced, señora, que es desvergonzado que el Consejo de Indias nos destituya de nuestros cargos porque las Capitulaciones han prescrito y nos ordene fundar una colonia para cumplir con esas mismas Capitulaciones.

—El Consejo de Indias ha de velar por el bien de la conquista.

—¡Y nosotros por el nuestro, señora!

—Capitán Salazar, ¡como Adelantada, os conmino a acatar las órdenes del Consejo sin discutirlas!

—¿Adelantada…? Ya no lo sois, señora. Si aún lo fueseis, os recordaría que defender San Francisco sin los medios adecuados es un suicidio. ¡Yo lo sé, vos los sabéis y el Consejo de Indias también lo sabe!

—Como capitán de esta expedición, vuestro deber es obedecer. ..

—¡Acabo de ser destituido de ese cargo y, con él, de mis obligaciones, señora! No pienso ir a San Francisco.

—¡No podéis desobedecer al Consejo!

—Ahora sí que puedo.

—¿Qué os proponéis hacer?

—Buscaré la manera de llegar hasta Asunción por mis medios. ¡Y todos los que quieran seguirme, que lo hagan!

Hernando de Trejo, el yerno de la Adelantada, se adelantó.

—¡Marchaos en mala hora, Juan de Salazar y Espinosa! Pero sabed que yo, como segundo responsable de esta expedición, os destituyo de vuestro cargo y os retiro vuestros privilegios.

El capitán lo miró desafiante.

—Son vuestros, quedáoslos, si os sirven de algo. —Dio media vuelta y se fue.

Varios lo siguieron. Ana, en ese momento, hubiera deseado hacer lo mismo, pero le debía fidelidad a aquella mujer que se había portado con ella como una madre y se quedó a su lado.

Cuando los expedicionarios se dispersaron, Alonso se acercó a doña Mencía.

—¿Os han entregado alguna carta para mí, señora?

—Sí, aquí la tenéis.

Al ver el sello rasgado del monasterio de Caaveiro, Alonso sintió un estremecimiento. Se apartó para leer la carta. Era del prior.

Alonso, hijo mío:

Ha sido una gran alegría saber qué estás vivo. Todos los días doy gracias, una y otra vez, a la infinita bondad del Señor que te ha permitido salir indemne de tantos peligros como, me cuentas, corriste después de abandonar esta villa de Pontedeume.

Tengo una noticia muy triste que darte: tu madre murió —Dios se apiade de su alma— pocos días después de tu partida. Para tu consuelo, te hago saber que partió en paz de este mundo, después de haber recibido los Santos Sacramentos.

Ahora continúo con la información que me habías pedido: hace tiempo que han cesado los rumores de una nueva rebelión de los
irmandiños
. Y tu familia parece haberse olvidado de tu existencia. ¡Ya no corres peligro alguno!

Por otro lado, el Consejo de Indias se ha resignado a perder las tierras situadas al oeste y sur de Brasil —que según el Tratado de Tordesillas corresponderían a España— a cambio de conservar el Río de la Plata. Tu padre, nadie sabe cómo, ha conseguido lo que en realidad pretendía: nuevas posesiones en los territorios portugueses que le darán buenas rentas; en esto quedó la conspiración que tantos sufrimientos ha costado. Una vez más, era una cuestión de dinero.

Ahora, todo su afán es congraciarse con el rey de España. Y no creo que le resulte muy trabajoso, ya que nuestro emperador, al que Dios guarde muchos años, parece interesado en poner paz y, según se rumorea, abdicar en breve en su hijo, el príncipe Felipe.

Así pues, ya nadie te persigue y eres libre de volver a Pontedeume o, si ese es tu deseo, de permanecer en el Nuevo Mundo. Yo, mientras viva, te reservaré un lugar en este monasterio por si quisieras volver algún día.

En cuanto a tu pregunta de si el capitán Salazar estaba implicado en la conspiración, siento no poder contestarla con certeza. Hasta donde he podido informarme, revolvió Roma con Santiago para conseguir el nombramiento de tesorero real del Río de la Plata. No sé si con intención de usar este cargo para servir a la Corona o para traicionarla. Pero ya no tiene importancia: «Agua pasada no mueve molino». No te mortifiques; si, como sospechas, estuvo implicado en la conspiración y en el atentado contra tu vida, Dios lo castigará en este mundo o en el otro, como sin duda sucederá con tu padre y sus descendientes.

No dejes de escribirme haciéndome saber si vas a quedarte en el Nuevo Mundo o regresarás a Pontedeume —decisión esta que me alegraría infinito—. Yo, en cualquier caso, rogaré a Dios nuestro Señor que guíe tus pasos, te aparte del mal y te proteja de todos los peligros.

Xoán Menéndez y Varela, prior de Caaveiro.

XIII
EL
ENTRUDO

Puerto de Santos. Capitanía portuguesa de San Vicente. Mes de febrero del Año del Señor de 1555

T
ras recibir instrucciones de don Juan, el rey de Portugal, Tomé de Souza les había proporcionado a doña Mencía y a sus hijas un nuevo alojamiento digno de su rango, además de ropa y dinero para sus gastos. Las damitas estaban exultantes. ¡La vida volvía a sonreírles!

A la vuelta de misa, Ana sorprendió a Menciíta y a las hijas de doña Isabel sentadas en el suelo del estrado, vaciando huevos.

—¿Qué hacéis…? —les preguntó.

—¡Chsssss! Pasa y cierra la puerta —dijo Isabel.

—Intentamos vaciar estos huevos sin romper las cascaras —le explicó Elvira, su hermana, muy sonriente.

—¿Para qué?

—Para rellenarlos, unos con harina y otros con hollín de pintar cuero.

—¿Con qué fin?

—Ana, no te enteras de nada. ¡Estamos preparando la batalla del
Entrudo
!—replicó Menciíta—, que es como llaman aquí al Antruejo o Carnaval.

—¿Ya es Carnaval?

—Claro, ¿no recuerdas el refrán?: «Pasando San Antón, las carnestolendas son».

—Se me había olvidado.

—Nunca te enteras de nada, Ana —dijo Isabelita.

—Hay que aprovechar para divertirnos, que pronto empieza la Cuaresma. ¿Vendrás con nosotras a la fiesta? —le preguntó Elvira.

—¿Qué fiesta?

—La del
Entrudo
; se celebrará en la plaza Mayor.

—¿Es como la nuestra de Antruejo?

—Parecida. Comenzará con el lanzamiento desde la ventana de la mansión del gobernador de un pelele con su efigie, hecho de paja y trapos. Lo mantearemos. Después habrá corrida de gallos. Y al final, ¡la gran batalla del
Entrudo
! ¡Pelearemos todos contra todos! Yo seré don Salchichón.

—¡Yo la condesa Longaniza! —dijo Elvira.

—¡Será divertidísimo! —exclamó Menciíta.

—¿Nos darán permiso para asistir? —preguntó Ana.

—En Santos, hasta las damas de más alcurnia participan. Y ahora que hemos recuperado nuestra posición, pues…

—El padre Juan ya ha conseguido licencia de nuestras madres —añadió Elvira.

—¿De verdad…?

—Sí, se ha comprometido a velar por nosotras. ¿Nos acompañarás, Ana?

—Sí, claro.

—¡Bien, celebraremos el Antruejo juntas!

Isabel palmoteo de alegría. Y Menciíta cantó:

Por honra de san Antruejo,

hoy comamos y bebamos

y cantemos y holguemos,

que mañana ayunaremos.

Isabelita y Elvira corearon la última estrofa:

Daca, daca, beberemos,

que mañana ayunaremos.

Una criada entró en ese momento. Traía una canasta de carcasas de cera con forma de limones.

—Aquí tiene los
limaos-de-cheiro
, señora —dijo medio en portugués, medio en castellano. Y colocó la canasta junto a Menciíta.

—Gracias, Juana.

Ana miró las carcasas.

—¿Son para adornar la mesa? —preguntó.

—¡Ji, ji, ji! No. Son para fabricar limones de olor. Encargué a los criados que las tuvieran listas para el
Entrudo
—se volvió a Isabelita y a Elvira y les preguntó—: ¿Estáis dispuestas a rellenarlas? ¿Tenéis suficientes ganas…?

Las dos hermanas se pusieron la mano en la boca para contener las risas.

Ana no acababa de entender a qué se referían.

—¿A ver? ¡Que hay muchos limones! —insistió Menciíta—. ¡Tocamos a diez cada una! ¿Quién empieza? ¿Quién tiene ganas?

—¿Ganas de qué? —preguntó Ana, cada vez más asombrada.

—¡De mear, que pareces boba! —masculló Menciíta.

—¿Es que los limones de olor se llenan de…?

—¡Sí! ¡Y nos va a hacer falta mucho para rellenar todos estos!

—¿Y se los vamos a tirar a la gente?

—¡Claro! ¡Y ellos a nosotras! ¡Eso es lo que se hace en la batalla del
Entrudo
! Algunos hasta mezclan… aguas mayores. Por cierto, si alguna tiene ganas…

—¡No puedo creerlo! ¿No sois mayores ya para estos juegos?

Other books

Widow of Gettysburg by Jocelyn Green
Bride in a Gilded Cage by Abby Green
Shadow's Curse by Egan, Alexa
A Toast Before Dying by Grace F. Edwards
Spark: A Novel by John Twelve Hawks
Novelties & Souvenirs by John Crowley
Maxwell's Grave by M.J. Trow