El corazón del océano (50 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

—¡Ji, ji, ji! ¡Tú trae los orinales, Ana! ¡Que vamos a esforzarnos!

La joven obedeció sin salir de su asombro.

Cuando regresó con los orinales, las tres damitas se bajaron los calzones y se pusieron a apretar en mitad de la sala mientras charlaban de la estrategia que iban a seguir durante la batalla.

—Ana, que es la más alta, que vaya delante. Nosotras caminaremos detrás, agachadas. ¿No te sientas en el orinal, Ana?

—No, no… tengo ganas —respondió, ruborizada.

Menciíta prosiguió explicando su plan:

—Cuando aparezca un hidalgo, Ana le sonreirá, como si quisiera seducirlo. Y nosotras saldremos desde detrás y le tiraremos los huevos y los limones ¡a la cara!

Ana, molesta por lo ridículo de la situación, recordó algo que había leído.

—Erasmo de Rotterdam señala que es descortés hablar o saludar mientras se está orinando o… defecando —dijo.

—¿Quién es ese? —preguntó la joven Elvira.

—Un filósofo que escribió un manual de buenas costumbres.

Se oyó un sonido agudo y largo: «¡Pzzzz!».

—¿Dice algo ese tal Erasmo de las ventosidades? —preguntó Menciíta.

Ana tragó una bocanada de aire antes de responder:

—Sí, recomienda que se disimulen con una tos.

—¿Así que hay que sustituir pedos por toses? ¡Ji, ji, ji! ¡Van a creer que estamos resfriadas!

—¡A lo mejor nos dan caldo de pollo para curarnos el catarro! —Isabel reforzó la ocurrencia con una nueva ventosidad, más grave y sonora: «¡Prooo!».

Ana perdió la paciencia.

—Si no os importa, yo prefiero rellenar las carcasas de limón que me corresponden con barro.

—¡No sabes divertirte, Ana! ¡Eso te pasa por leer libros! —replicó Menciíta, muerta de risa—. Anda, haz lo que quieras. Pero si vienes, no olvides ponerte el vestido viejo, ¡que vamos a acabar cubiertas de zurullos!

Las calles de Santos rebosaban de gentes alegres, estimuladas por el vino, que se dirigían a la plaza donde estaba a punto de dar comienzo el
correr de gallos
.

Alonso se dejaba llevar por aquel tropel, sin participar de su alegría. Desde que leyera la carta del padre Xoán estaba obsesionado por descubrir quién era el traidor que lo había arrojado por la borda. Y todas sus sospechas confluían en Juan de Salazar.

Al llegar a la plaza, vio en el centro unos postes —de unas tres varas de altura—, unidos por una cuerda a la que habían atado varios gallos boca abajo.

Todos los que llegaban a la plaza, desde las linajudas damas portuguesas hasta los hacendados, los hidalgos, los comerciantes, los criados o los esclavos más humildes, se apiñaban alrededor de los postes de los gallos.

Un jinete que galopaba a toda velocidad se cruzó en el camino de Alonso y le faltó poco para derribarlo.

—¡Mira por dónde caminas, gañán! —gritó.

Golpeó a Alonso con la fusta y se dirigió al galope al poste de los gallos. Arrancó la cabeza a uno de ellos y la mostró a los presentes.

Un vítor ensordecedor recorrió la plaza.

Alonso no paraba de darle vueltas a su magín, empeñado a toda costa en dilucidar el misterio que lo atormentaba: «Tiene que tratarse de Salazar. Ningún otro estaría en disposición de entregar el Río de la Plata a los portugueses».

En ese instante divisó al capitán, abriéndose paso entre la multitud. Y decidió seguirlo.

Sus sospechas se acrecentaron cuando vio que se embozaba en su capa y se dirigía a la mansión del gobernador. Al rato, lo secundaron dos importantes hacendados de la Capitanía: los hermanos Goes.

«Es raro que hayan determinado reunirse con el gobernador en un día de fiesta como hoy», pensó.

Aprovechó un descuido de los criados y se ocultó bajo la escalera del zaguán a esperar que saliese Salazar.

La reunión se prolongó durante una hora. El capitán salió el primero. Alonso caminó en pos de él, a cierta distancia y embozado.

Pero al doblar una esquina se vio lanzado por los aires. El golpe contra el suelo le nubló la vista. Antes de que tuviera tiempo de reponerse, Juan de Salazar le saltó encima. Gimió de dolor.

—¿Quién sois y por qué me seguís, bellaco? —Sin darle tiempo a responder, apartó el embozo con la punta de la espada para ver de quién se trataba—. ¡Pero si es el grumete!

—Ya no soy un grumete. Soy un hombre y me llamo Alonso.

—Lo sé, Alonso de Andrade. ¿O de Lanzós?

—¿Cómo sabéis mis apellidos?

—No viene al caso. —Envainó la espada.

—¿Os contó doña Mencía…?

—¡Olvida ese asunto!

—Pero…

—¡Te he dicho que lo olvides!

Alonso agarró, con disimulo, el puñal que llevaba oculto en la espalda, bajo la capa.

—¡Quemaron mi casa, acabaron con mi madre…! ¿Y queréis que lo olvide? ¡Quiero saberlo todo de esta maldita conspiración! Empezando por quién intentó asesinarme durante la travesía. ¿Fuisteis vos?

—Todo eso es agua pasada y revolverla te hará mal.

Alonso se lanzó de un salto sobre don Juan y le puso el puñal en el cuello.

—¡Quiero saberlo! ¡Y vais a decírmelo ahora mismo!

El capitán, lejos de atemorizarse, estalló en carcajadas.

—¡No me vengas con esas, Alonso! Si tanto te interesaba, ¿por qué no lo averiguaste en su día?

—¿Cómo…?

—Tuviste la lista de los involucrados en la conspiración. ¡Y la perdiste!

—¿Cómo lo sabéis? ¿Erais el jefe?

—¿Yo…? ¡No! El jefe de los traidores era tu medio cuñado.

—Y vos, ¿qué papel jugasteis? —Presionó la punta de su puñal contra la barbilla del capitán.

—¿De verdad crees que… soy un traidor?

—Sí, aunque no estoy seguro. Si lo estuviese…

—¿… Me matarías? ¿Te crees capaz de matar a alguien, Alonso de Lanzós? —Lo desafió con la mirada y cambió de expresión—. Siempre me caíste bien. Permití que te enrolases como grumete, para protegerte.

—¡Menuda protección la vuestra!

—Veo que no sabes mucho de la conspiración, ¿verdad?

—Nadie me dijo nada.

—Está bien, empezaré por el principio. En 1547 los conspiradores estuvieron a punto de conseguir que el Emperador nombrase Adelantado a uno de sus hombres, un caballero valenciano, cuyo nombre no recuerdo. El Consejo de Indias estaba aterrado.

—Si el Consejo sabía de la conspiración, ¿por qué no informó a Su Majestad?

—Porque los conspiradores eran gentes muy poderosas; algunos, parientes del mismo Emperador. Necesitaba pruebas para acusarlos y no las tenía.

—¡Infames!

—Estamos hablando de mucha riqueza, Alonso. En aquella época se pensaba que las montañas de plata estaban cerca de Asunción y El Dorado, también.

—¡Qué deshonra! ¡Traicionar a su Rey y a su patria por lucrarse!

—La patria y la honra de los poderosos es el oro, Alonso. El oro que, aunque de la mierda salga, lavado no tiene olor. Pero volvamos a la conspiración. Don Juan de Sanabria, sin saberlo, frustró los planes de los conspiradores. Se presentó ante el emperador Carlos poniendo su fortuna y la de su esposa para financiar una amplia expedición y consiguió el nombramiento de Adelantado del Río de la Plata. ¡El Consejo de Indias respiró! Pero los conspiradores se pusieron muy nerviosos. Y convocaron una reunión para ponerse de acuerdo en qué hacer. El día 21 de junio del año 1547 se encontraron en el castillo del conde de Andrade y tomaron la decisión de emplear todas sus influencias para conseguir como fuera la revocación del nombramiento concedido a don Juan de Sanabria. Y si no era posible, matarían a don Juan, haciendo que pareciera un accidente a fin de no despertar sospechas. El acta de aquella reunión con las firmas de los asistentes, y el acuerdo al que llegaron para repartirse las tierras y futuras riquezas que esperaban conseguir, es lo que el padre Xoán te entregó para que se lo hicieses llegar a don Juan de Sanabria, con el encargo de que este lo entregase al Consejo de Indias.

—¿Por qué al Consejo de Indias?

—Era la prueba que este necesitaba para desenmascarar a los traidores ante Su Majestad.

—¿Cómo se hizo el padre Xoán con el documento? —Alonso, absorto, aflojó la presión del puñal contra la garganta de Salazar. Él lo apartó sin que el joven se resistiese.

—Los conspiradores celebraron una fiesta la noche en que firmaron el acuerdo y acabaron todos borrachos. Dejaron el documento sobre la mesa. Uno de los criados que sirvió esa noche la cena, y que había sido novicio en Caaveiro, vio el documento y comprendió el valor que tenía como prueba. Lo robó y se lo llevó al prior. Y él te lo dio a ti.

—¿Por qué no lo envió directamente al Consejo de Indias?

—Al prior se le ocurrió una táctica para despistar a los hombres del conde. Varios monjes salieron del monasterio esa noche: unos a Sevilla, otros a Medellín, otros a la corte. A todos los interceptaron, pero a ninguno le encontraron la carta. Los conspiradores tardaron en sospechar que te la había confiado a ti.

—El prior me dijo que fuese a ver a don José Luis de Varea, el rector de la Universidad de Salamanca, que era amigo suyo. Él me ayudaría a hacerla llegar a Medellín.

—Siguieron a todos los frailes que salieron de Caaveiro la noche de San Juan.

A Alonso le dio un vuelco el corazón.

—¿Los mataron?

—Sí, y destruyeron las cartas de aviso que llevaban.

—¿Y los frailes que me acompañaban?

—Los mataron poco después de separarse de ti.

—Así que escapé de milagro.

—Dieron contigo en Salamanca, pero lograste escapar y te perdieron la pista. Trataron de interceptar la carta en Medellín, donde estaban seguros de que se la entregarías al Adelantado, pero no apareciste.

—El rector me dijo que fuera directamente a Sevilla.

—Fue una decisión afortunada. Al ver que no ibas a Medellín, pensaron que habías muerto.

—Un amigo, Di, se lo hizo creer.

—Tiempo después, en Sevilla, falleció don Juan de Sanabria.

—¿Lo envenenaron?

—Creo que no, aunque nunca lo sabremos de cierto. El caso es que los conjurados, con la disculpa de que el hijo del Adelantado era muy joven, se pusieron a intrigar cerca del Emperador hasta que consiguieron que nombrara a uno de los suyos, Alanís de Paz, gobernador interino del Río de la Plata. ¡La conspiración había triunfado! ¡Los conjurados estaban exultantes! El Consejo de Indias se aterró, pues en breve saldría un navío con el nuevo gobernador a bordo para hacerse con el poder en el Pao de la Plata y entregar a los portugueses lo que tanta sangre había costado a los nuestros.

—No entiendo por qué el Consejo no advirtió al Emperador.

—Sin pruebas tenía las manos atadas. Ten en cuenta que nuestro emperador es cuñado del rey de Portugal por partida doble. Y algunos de los conjurados son también parientes suyos. Desesperado, el Consejo se puso en contacto conmigo.

—La nave de Alanís se hundió en la barra de Sanlúcar. —Miró al capitán a los ojos—. Fue obra vuestra, ¿verdad?

Salazar se encogió de hombros y con una sonrisa cínica recalcó:

—Se hundió «accidentalmente». Y, gracias a esa afortunada casualidad, doña Mencía pudo hacerse cargo de la expedición en nombre de su hijo.

—Y aparecí yo.

—Así es. Fuiste a ver al Adelantado y uno de los espías que lo rondaban, creo que su secretario, te reconoció. Y dio la voz de alarma. Si todavía tenías la carta, debían recuperarla a toda costa. ¡A los conspiradores les iba mucho en ello! Pero volviste a desaparecer.

—Sí. Y perdí la carta durante la arriada. Cuando fui a ver a doña Mencía, ya no la tenía.

—Eso lo averiguaron en el barco, después de registrar tu bolsa.

—¿Para registrarla me tiraron al mar?

—Sí.

—¿Por qué no me avisasteis?

—Intentaba descubrir al traidor que llevábamos a bordo.

—Y yo hice de cebo. Mi vida no era demasiado importante para vos, ¿verdad, capitán?

Salazar sonrió.

—¿Quieres que te mienta, Alonso? Pero no soy ningún desalmado, te puse bajo la protección de un hombre bueno: maese Pedro. Y ordené a Troceamierdas y Afeitarratas que no te perdiesen de vista, pues te sabía en peligro.

—Pensaba que estaban de parte de los conspiradores.

—Fueron ellos los que te sacaron del agua, ¿no lo recuerdas?

—¿Quién me tiró?

—No te servirá de nada saberlo.

—¡Decídmelo!

—El traidor es siempre quien menos esperas…

—¡Decidme de una vez de quién se trata! —Levantó el puñal y lo volvió a apretar contra su cuello.

Juan de Salazar y Espinosa le miró a los ojos y, tras sonreír con desdén, dijo:

—El padre Juan Fernández Carrillo.

—No… él no puede ser… —Alonso bajó el puñal, anonadado por la revelación.

—Los conspiradores sabían que, por su condición de clérigo, su bondad, su juventud y su buen carácter, nunca sospecharíamos de él.

—Nunca se prestaría a tal vileza.

—No achaques su comportamiento a la maldad, sino a la debilidad.

—Yo… lo creía mi amigo… lo admiraba. ¡Y quiso matarme!

—Se lo ordenaron y… no tuvo valor para oponerse. Aunque creo que eso le atormenta todavía hoy.

—Nunca más volveré a confiar en nadie —masculló con tanta amargura que impresionó al rudo capitán.

—Hay mucha gente generosa y leal, Alonso.

El capitán le dio una cariñosa palmada en la espalda. Y con este gesto consiguió que se esfumara todo el rencor y la desconfianza que Alonso había sentido contra él durante años.

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