El corazón del océano (27 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

S
eis días después de haber zarpado avistaron las islas Canarias o Afortunadas, la última tierra que tocarían antes de atravesar el gran océano.

Alonso estaba sorprendido de que el paisaje variara tanto de una isla a otra. Algunas eran áridas como un mar de rocas torturadas por el fuego. Otras, en cambio, eran verdes, tan frondosas como su Galicia natal.

—Esa parece bastante grande —le comentó Alonso a un marinero desdentado, conocido por el mote de Juan Ceja—. ¿Recalaremos en ella?

—Sería peligroso.

—¿Por qué?

—La Corona no ha logrado pacificarla por completo. ¡Y lleva años en el empeño!

A Alonso le pareció extraño que los soldados del Rey, famosos por haber guerreado victoriosamente contra media Europa, no fuesen capaces de domeñar a los habitantes de aquellas pequeñas islas.

—¿Qué ocurre con sus nativos? —preguntó con curiosidad.

—¡Que se defienden como leones! Y no es para menos, pues en estas islas fondean castellanos, portugueses, florentinos, franceses, vizcaínos, moros, andaluces, flamencos… ¡y hasta los salvajes vikingos del norte! ¿Sabes con qué propósito? Con el de hacer redadas tierra adentro para apresarlos, pues tienen fama de ser fuertes, resistentes y hermosos y ¡están muy cotizados en los mercados de esclavos!

—Hacen bien en defenderse entonces. A mí tampoco me gustaría que me apresasen para convertirme en esclavo.

—Si alguien lo merece, son ellos.

—¿Por qué?

—Tienen un pacto con Lucifer —al ver la sonrisa incrédula de Alonso, añadió—: ¿No me crees? ¡Pues has de saber que el infierno se halla bajo la tierra de estas islas!

—¿El infierno…?

Juan Ceja asintió.

—Un compadre me contó que, en una ocasión, él y tres marineros más bajaron en una isla de estas a proveerse de agua. La tierra era negra, requemada, sin un solo árbol, y el sol tan abrasador que, después de unas cuantas millas de caminata, tuvieron que meterse en una cueva para protegerse del calor. Al poco, vieron llegar a unos indígenas que no se percataron de su presencia. Y ¿sabes lo que hicieron? ¡Sacar fuego de la tierra! Escarbaban un poco, acercaban yerbas secas y estas comenzaban a arder. Cuando los isleños se fueron, ellos, incapaces de creer lo que habían visto, metieron la mano en el agujero. ¡Y se quemaron! Mi amigo me aseguró que podía cocerse en él un huevo en menos de un padrenuestro. ¡Y hasta hornear pan!

—Eso no es posible.

—Mi compadre puso a Dios por testigo de que era cierto, y yo le creí.

—Yo también he oído contar historias semejantes —era Afeitarratas, que se había acercado sin que se percatasen. Tras posar su brazo sobre el hombro de Alonso, dijo—: Las hablillas de muchos marineros coinciden en que los nativos de algunas de estas islas sacan fuego de la tierra para cocinar y alumbrarse.

Alonso decidió no contradecirlos, pues sabía lo dados que eran los navegantes a las fantasías y las supersticiones. Por otro lado, Afeitarratas y su inseparable compadre, Troceamierdas, no acababan de gustarle y prefería mantener las distancias con ellos.

De camino a la cocina, vio a la Adelantada que, acompañada de Ana, conversaba con el capitán Salazar. No pudo oír de lo que hablaban, pero sí se fijó en la expresión de arrobo con que la muchacha miraba al capitán. ¿Se habría enamorado de él? Era atractivo, valiente, audaz y afable, tenía que reconocerlo. Pero también arrogante, despiadado, intrigante e implacable, como correspondía al carácter de un conquistador. No podía ser que aquella muchacha sensible y culta, que se paseaba por cubierta con un libro, se sintiese atraída por él. Claro que su galantería seducía a las damas. Pero eran veleidosas, se dijo. Quizá Ana cambiara de opinión con respecto a él si pudiera conocerlo mejor.

Al día siguiente, cuando ayudaba a maese Pedro a preparar el potaje, vio que un oficial echaba al agua unos mensajes, atados por un cabo y envueltos en tela embreada. Se acercó a fray Juan Fernández Carrillo, que contemplaba atentamente la maniobra sentado junto a la borda, con un devocionario en las manos. Apreciaba mucho al fraile desde la noche en que lo socorrió cuando lo tiraron al mar. De hecho, se había convertido en su confesor y era el único hombre del barco, además de la Adelantada, que sabía quién era.

—¿Por qué razón el oficial manda esos mensajes, padre? —le preguntó.

—Manda aviso a las otras dos naos que nos escoltan de que estamos arribando a la Gran Canaria, la mayor de las islas del archipiélago, donde recalaremos.

—¿Permaneceremos mucho tiempo en ella? —preguntó. Quizá en tierra encontrara la ocasión de acercarse a Ana, e incluso una excusa para entablar conversación con ella.

—He oído decir que permaneceremos una semana en la villa de Las Palmas.

—¿Tanto…?

—Hemos de entregar el correo real, cambiar el agua de los barriles, hacernos con las últimas provisiones y, sobre todo, coger fuerzas antes de iniciar la travesía de la mar océana. ¡El Señor nos ayude en ese trance!

—¿Tan dura es?

—A mí me infunde mucho respeto. Mejor dicho, ¡me espanta! —bromeó.

Alonso sonrió reconfortado por la camaradería del fraile y la confianza que le demostraba.

—¿Cómo te va con maese Pedro?

—Es un buen hombre, no podría tratarme mejor.

—Eso me pareció.

—Gracias por el interés que os tomáis por… este simple grumete.

—Todas las almas son iguales a los ojos de Dios.

—Vos no solo me tratáis como a un igual, sino que me habéis brindado vuestra amistad. La misma doña Mencía guarda las distancias conmigo…, pese a que conoce lo que… me trajo aquí. Solo ella y vos lo sabéis.

—¿Piensas quedarte para siempre en el Nuevo Mundo?

—No, espero hacer fortuna y volver junto a mi madre.

—¿No piensas reclamar lo que por derecho te pertenece?

—¡No! ¡Reniego de la sangre de mi padre!

—Sería justo que aspiraras a alguna compensación… o reconocimiento.

—¡Jamás aceptaré nada de ellos, padre! Si consigo dinero suficiente iré a vivir a otro lugar con mi madre; a Salamanca o a Sevilla, si a ella le place.

—¡Ah! Bien… Lo comprendo. Baja la voz, que en este barco hasta las velas tienen oídos —dijo el fraile mientras se alejaba.

Maese Pedro había dispuesto papel, tintero y pluma sobre la mesita en la que solía repartir la comida y le esperaba sentado en un taburete mientras hacía una bolsa con cuerdas para meter las cebollas.

—Quiero que hagas una lista de lo que tenemos que comprar en la Gran Canana. Apunta: veinte gallinas, doce patos, seis carneros y cuatro gorrinos.

—¿Vamos a llevar todos esos animales vivos en el barco?

—Claro, es la mejor manera de mantener la carne fresca. Apunta también: catorce quesos, cecina para llenar un barril, pescado salado para llenar tres. Y manzanas, limones, ajos, cebollas para llenar…

—En la bodega ya llevamos comida suficiente para un año.

—Más nos vale ser previsores, Alonso, que nunca se sabe lo que va a durar la travesía.

Como todas las personas mayores, maese Pedro era bastante agorero, pensó. Pero se guardó de expresarlo en voz alta.

Ana fue de las pocas doncellas que tuvieron el privilegio de pernoctar en tierra; las demás permanecieron a bordo de la nao la semana que esta recaló en Las Palmas. Se alojó junto con doña Mencía y sus hijas en la casa del gobernador. Era —según le contaron— la misma en la que se había aposentado el almirante Cristóbal Colón cincuenta y ocho años atrás, durante el famoso viaje del Descubrimiento.

La casa tenía una hermosa fachada de piedra gris tirando a verdosa y era muy amplia, con varios patios interiores. Allí coincidieron con doña Isabel, su marido y sus hijas. Las jóvenes se pusieron muy contentas de reunirse. Y más cuando a los tres días de llegar recibieron permiso para dar un paseo por la isla. La dueña encargada de escoltarlas, pues doña Sancha se había quedado con las damitas en el barco, era una mujer hermosa, de piel cetrina y ojos rasgados, muy oscuros. A pesar de su edad —Ana calculó que sobrepasaba los cuarenta años—, le pareció bella. Le llamaron la atención sus labios gruesos, bien dibujados, que no triunfarían en la corte, donde se admiraban las bocas pequeñas, pero que enmarcaban una sonrisa amplia y franca. Nada que ver con las agrias «bocas de pasa» que menudeaban entre las dueñas de Medellín.

—¿Habéis nacido en esta isla? —le preguntó.

—Sí, lo mismo que mis antepasados —contestó con un deje de orgullo. Su acento era suave y melodioso—. Me bautizaron con el nombre de Rosa, pero mis parientes me siguen llamando Ico.

—Yo os llamaré también por ese nombre, si os place —dijo Ana.

—Todas nosotras lo haremos —añadió María de Sanabria.

Ico sonrió. Ana intuyó que se habían ganado su aprecio.

—Os llevaré a la fortaleza de las montañas de La Isleta, que está a unas tres millas de distancia de la ciudad. Es un paseo muy hermoso, pero coged sombreros y mantillas si no queréis que el sol acabe con la blancura de vuestros rostros —les advirtió.

Bien tapadas con sombreros de ala ancha y embozos, tomaron un camino paralelo a la costa.

—¡Se ve el mar por ambos lados! —exclamó Menciíta, la hija mediana de la Adelantada—. ¿Toda la isla es así de estrecha?

—No. Estamos llegando al istmo. Y está lleno de playas.

—¿Cómo son? —preguntó Ana.

—¿Las playas? ¿Nunca habéis estado en una?

—Ni siquiera habíamos visto el mar antes de este viaje —terció Menciíta.

—Os gustará. —Parecía contenta de mostrar la belleza de su tierra a aquellas jovencitas.

Si el mar había impresionado a Ana, la playa la fascinó. No se cansaba de contemplar aquella franja de arena que el agua lamía sin cesar. Aunque, a decir verdad, el estallar de las olas la asustaba un poco.

—¿Qué hacéis ahí paradas? ¡Las playas son para correr! —las exhortó Ico.

Isabelita comenzó a dar vueltas como un remolino hasta que se dejó caer sobre la arena blanda. Ana y sus hermanas la imitaron sin parar de reírse.

Los zapatos se les llenaron de arena e Ico les dijo que se descalzaran.

—¿No será indecoroso? —preguntó María de Sanabria.

Ico se encogió de hombros.

—En esta isla, no.

—¿Y tampoco lo es mojarnos los pies? —preguntó tímidamente la pequeña Isabel.

—¡Claro que no! ¡A fe mía que a eso hemos venido!

—¿No nos reprenderá el padre Juan?

—No tiene por qué.

Ico se quitó los zapatos y se sujetó las faldas a la cintura para meterse en el agua. Después de comprobar que no había nadie en los alrededores, las jóvenes la imitaron; incluso María de Sanabria, que era la más pudibunda. Correr delante de las olas o mojarse las pantorrillas eran placeres que nunca habían imaginado aquellas muchachas de tierra adentro. Sus risas taparon el ruido de las olas y los gritos de las gaviotas.

Tras el baño de pies, Ico les enseñó a hacer castillos de arena con puentes levadizos y circundados con fosos que las olas llenaban de agua. Sus ropas quedaron empapadas, pero no les importaba lo más mínimo. Luego, se dedicaron a recoger caracolas y conchas de nácar, de todas las formas y tamaños.

—Haremos collares con ellas durante la travesía —dijo Menciíta.

Ana disfrutó mucho durante la corta estancia en aquella isla en la que, según le contaron, no existía el invierno y cuyas gentes hablaban un castellano dulce y seseante que regalaba el oído.

A bordo del
San Miguel
, Alonso estaba inquieto. Pasaban los días sin que Ana regresara. El resto de las muchachas bajaban a diario a tierra a dar un paseo, escoltadas por la dueña, pero todas regresaban a dormir. Le dio por pensar que quizá hubiese ido a casarse con algún rico hidalgo de las islas y que no volvería a verla. Se convertiría en una más de las personas —como su abuela o Di— que habían pasado por su vida para no volver. Sintió angustia al comprobar lo difícil que le resultaba recordar sus rostros y el sonido de sus voces. Cuanto más se esforzaba, más se difuminaban. No, Ana no podía convertirse en un recuerdo del pasado. Nunca encontraría otra mujer como ella: inteligente, resuelta, capaz.

Se acercó al padre Juan Fernández Carrillo, que leía sentado en un taburete junto al castillo de proa.

—¿Sabéis cuándo zarparemos, fray Juan? —le preguntó.

—Dentro de unos días.

—¿Las damas también?

—Claro, ¿cómo no?

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