El corazón del océano (31 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

—No
decigme
que
habeg
tantas
mujegues
. Las
mujegues seg
un botín muy
pgeciado
.

—No obtendréis ningún rescate por ellas. Sus familias son hidalgas, pero no tienen fortuna.

—Familias
simpge encontrag dinego paga rescatag mujegues
. Si no,
podeg vendeglas
. En Argel
dag
buenos
dinegos
por
mujegues cgistianas
.

Fray Bernardo, que estaba con las damitas, exclamó rojo de ira:

—¡No os atreveréis! ¡Si se sabe que habéis vendido mujeres cristianas a los moros, seréis perseguido hasta por vuestros compatriotas!

—¡Ya me
pegsiguen
de todas
fogmas
!

Uno de los piratas que habían subido a las jarcias dio un mal pie. Estuvo a punto de caerse, pero logró agarrarse a un cabo y se deslizó por él para aterrizar justo encima del rollo donde estaba escondida Ana. Ella dio un grito de dolor.

El capitán pirata saltó como un felino hasta el rollo de cuerda, apartó a su hombre y agarró a Ana de los pelos. Pero esta se revolvió y le mordió en la mano.

—¡Maldito
ggumete
! ¡Te voy a
cogtag
las
oguejas
pog
esto!

Tiró de Ana para sacarla de su escondite. Ella se resistía con todas sus fuerzas. En el forcejeo, el pirata la agarró de la camisa y esta se desgarró, dejando al descubierto su pecho.

Al ver que era una muchacha, estalló en una risa estridente. A renglón seguido, la empujó hasta la Adelantada. Ana cruzó los brazos por delante del pecho. Nunca nadie le había visto los senos y la vergüenza le cortó la respiración.

—¿Quién es esta
mujeg, madame
?¿
Pog
qué no está con las
otgas
? ¿Y
pog
qué
vestig
de
hombge
? ¿Es hija
vuestga
?

—No, es mi secretaria.

—Si no es
impogtante
, ¿
pog
qué la habéis
escondidu
?

—¡Se escondió ella sin decir nada! Su familia no tiene dinero, ¡os lo aseguro!

Ana seguía conmocionada, a punto de llorar.

El pirata, después de mirarla detenidamente de arriba abajo, agarró la cruz que Ana llevaba al cuello, la que su padre le había dado antes de salir de Medellín. Ana salió de su estupor y, sin pensar lo que hacía, apartó su mano de un manotazo. El pirata volvió a coger la cruz, pero esta vez dejó su mano posada sobre el pecho de la joven.

Ana quiso gritar, pero el sonido no salía de su garganta.

—No, no… me la di… o… mi pa… dre —balbució.

—Tiene derecho a llevarse tu cruz, Ana —la voz de la Adelantada sonó marchita, desgastada—; es parte del acuerdo que hemos firmado.

—Sois muy
hegmosa
—susurró el pirata mientras sus dedos cosquilleaban con disimulo el pecho de Ana.

Ella reculó.

—No
espegaba encontgag
joyas tan
hegmosas
en este
bagco
—rio atufándola con su aliento. A continuación sé volvió a la Adelantada—:
Debeguíais compensagme
por la joya que me
queguíais ocultag
.
Añadig
esta muchacha al
trgato
. —Tomó a Ana de la barbilla—. Es la que más me gusta.

Ana se estremeció. El pirata la aterrorizaba. Y, al mismo tiempo, el saberse deseada le producía una inexplicable complacencia.

—Tenéis que ateneros a lo firmado —replicó doña Mencía secamente.

El pirata le arrancó el crucifijo de un tirón.

Ana hizo un esfuerzo para no echarse a llorar. Aquella cruz pertenecía a su familia desde hacía varias generaciones; era lo único que la unía al pasado, lo único que habría podido legar a sus hijos.

El pirata le acarició el pecho. Ana estaba sofocada. Las caricias del pirata le producían una repugnancia terrible… y también lujuria…, a su pesar. Era un pecado inexplicable, horrible, de tal magnitud que debía confesarlo cuanto antes. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Dio un grito ahogado, como un estertor.

Alonso se acercó corriendo:

—¡Si no la soltáis haré estallar la nao! —bramó enfurecido.

El pirata se echó a reír.

—¡
Echag
al mag
a ese necio
inamogado
! —ordenó.

—¡Soltadla! ¡O moriremos todos! —la voz de Alonso sonó como un cañonazo—. ¡Maese Pedro, preparaos para encender la mecha! —aulló con rabia.

La Adelantada intervino:

—¡No la encendáis todavía, maese Pedro! —Se volvió al pirata—. Ese mancebo dice la verdad. Si no soltáis a mi dama, hundiremos esta nave ¡y la vuestra!

El pirata dio un respingo. Ana aprovechó para separarse de él. Y Alonso se puso delante para protegerla.

—Retroceded con disimulo hasta la borda, por si hemos de saltar —masculló entre dientes.

Ana movió ligeramente la cabeza para asentir.

Mientras, el pirata miraba fijamente a la Adelantada.

—No os
quego
. No os queda
polvoga, madame
. Mis
hombges
se han ocupado de
quitagosla
.

—¡Os equivocáis!

Sánchez Vizcaya intervino con arrogancia:

—¡Voto al diablo! ¡Hemos escondido pólvora en cantidad suficiente para hacer volar por los aires vuestro buque y el nuestro! ¡Lo juro por mi honor!

El pirata reflexionó. A pesar de sus maneras de pavo real, no era ningún estúpido.

—No es
prágtico ahogagnos
todos… —respondió con una sonrisa cínica—.
Guespetaguemos
el
tgato
. Cuando
acabag
de
vaciag vuestga
bodega nos
igemos
.

—¡Dejadnos provisiones suficientes para continuar el viaje!

—Os
dejagué
los rescates, fútiles para
negociag
con los
neggos
de
Áfgica
o con los indios del
Nivo
Mundo, ¡si
llegás
! Y también el
vinageg
y la sal
paga
que
podás haceg
consegvags
. ¡Ya
vies
que soy
genegoso
!

Alonso acompañó a Ana al castillo de popa, mientras los piratas saqueaban el barco a sus anchas.

Ana tenía un nudo en la garganta. Antes de entrar agarró la mano de Alonso y lo miró con gratitud a través de las lágrimas que empañaban sus ojos.

—Gracias —logró articular al fin.

Él sintió que le invadía una oleada de calor. La amaba. Lo que más deseaba en el mundo era besarla.

—No… tiene importancia, descansad —sonrió y se alejó de la puerta.

Los piratas se llevaron cuanto había de valor en la nao: instrumentos de navegación, joyas, dinero, vajillas, ropas, víveres. Incluso arrebataron a los tripulantes objetos personales que no les servían, simplemente por darse el gusto de rapiñarlos.

Nadie protestó. Sabían que la alternativa era la muerte.

Cuando anocheció, ya habían trasladado casi todo lo que les interesaba a su nave, pero dejaron una docena de hombres a bordo del
San Miguel
mientras se preparaban para zarpar. Estaban borrachos y, al cabo de un rato, comenzaron a aporrear la puerta del castillo de popa, donde estaban encerradas las muchachas.

Ellas comenzaron a dar gritos de angustia. La puerta no tardaría en ceder y quedarían a merced de los piratas. Ana seguía conmocionada en un rincón, muda de terror.

La Adelantada, ayudada por Trejo, saltó al barco de los piratas y entró en el camarote del capitán sin que nadie lo estorbara. El pirata dormitaba en el suelo, con una jarra de vino que olía a especies en la mano. Dos muchachas: una blanca como la leche, otra oscura como la noche, lo acunaban con una canción.

—¡Si no ordenáis a vuestros hombres que abandonen mi nao, daré orden de prender la pólvora!

El pirata dio un respingo y abrió los ojos.


¿Pog
que
esas pguisas, señoga?
. —preguntó con la mirada más nublada de vino que de sueño.

—¡Vuestros hombres quieren asaltar a mis damas!

—¡
Dejaglas
que se
diviegtan
! ¡Eso no se gasta!

—¡Si no las dejan en paz, hundiremos los barcos! ¡Dios es testigo!

El pirata la miró y se echó a reír.

—No tengo ni la
menog
idea de donde podéis
habeg
escondido la
polvoga
, pero os
crgeo
.

—¡Tened por seguro que la usaré!


Tganquila. Ogdenagué a mis hombges que gueguesen.

—Devolvednos algunas armas, para defendernos y cazar.

El pirata se echó a reír.


Mi gustan las mujegues con cagácteg.
—Se puso en pie y con paso vacilante se encaminó a la borda, desde donde ordenó a sus hombres que regresaran.

Al amanecer, mandó levar el ancla. Soltaron los ganchos de abordaje y la nao pirata comenzó a alejarse lentamente, rumbo al norte. Las mujeres, que contemplaban la maniobra asomadas a la puerta del castillo de proa, no se sintieron tranquilas hasta que el barco se perdió en el horizonte.

Los piratas abandonaron a Salazar, atado de pies y manos, en el bote en el que había ido a negociar. Ana, que había pasado la noche llorando, recuperó el dominio de sí misma y salió con las demás a ver cómo lo izaban al
San Miguel
.

En cuanto el capitán llegó a cubierta, se subió a la toldilla del castillo de proa para hablar a la tripulación. Parecía tranquilo, como si las largas horas de angustia no hubieran hecho mella en su temple.

—¡Con ayuda de Dios Nuestro Señor, hemos logrado salir con vida y con honor de este duro brete! Nos queda por superar un escollo muy difícil: cruzar el océano. Sin instrumentos de navegación no será fácil. Pero os aseguro que con entusiasmo, valor y perseverancia, es posible. Y a fe mía que ¡lo conseguiremos! Por lo que a mí respecta, a Dios pongo por testigo de que ¡pondré todo mi empeño en conduciros sanos y salvos al Río de la Plata y a la ciudad de Asunción!

—¡Vítor, vítor! —gritó la tripulación enardecida.

Las mujeres aplaudieron entusiasmadas. Por lo que había dicho y por la gallarda elocuencia con que había pronunciado el discurso.

«Si soy lo bastante hermosa para que el pirata se haya fijado en mí, quizá algún día lo haga también Salazar», caviló Ana. No se dio cuenta de la ansiedad con que la miraba Alonso.

Doña Mencía esbozó una sonrisa de complacencia al ver el entusiasmo con el que la tripulación había acogido las palabras del capitán. Convenía mantener la moral alta porque la travesía sería dura.

María de Sanabria se le acercó.

—¿Os habéis enterado de la hazaña de Hernando, madre? —había entusiasmo en su voz—. ¡Logró esconder de los piratas varios arcabuces, mosquetes y otras pertenencias importantes, como nuestros vestidos!

—¿Cómo?

—Los empaquetó con tela encerada y los metió en las jaulas de lavar la ropa, que hundió en el mar.

—Es un hombre astuto… y previsor el capitán Trejo.

—Y muy valiente, madre, su familia desciende de cristianos viejos…

—Por supuesto, hija mía. —La dama se fue en pos de Salazar, que se disponía a entrar en su camarote.

Ana creyó advertir un gesto de contrariedad en su rostro cuando María le hablaba de Hernando de Trejo. ¿A qué se debería? ¿Habría decidido, al fin, casarla con Salazar?

María la sacó de sus reflexiones.

—¿Por qué te escondiste? —le preguntó en voz baja.

—Por curiosidad. —Se calló que también tenía intención de abandonar el barco con Alonso si las cosas hubieran salido mal.

—¡Fue una insensatez! Mi madre estará enfadada contigo.

—Lo sé.

Las interrumpieron los cantos y bailes con los que la tripulación daba rienda suelta a su alegría, después de tantas horas de incertidumbre en las que temieron acabar como esclavos o en el fondo del océano.

Alonso se mantuvo apartado de la fiesta. Tan solo intimaba con maese Pedro y fray Carrillo. Aceptaba a regañadientes la compañía de Afeitarratas y Troceamierdas, que se empeñaban en ser sus amigos, aunque no confiaba del todo en aquellos dos picaros. Por otro lado, se sentía frustrado, pues nada le hubiera gustado más que huir a través de la selva con aquella joven de ojos de miel.

Un grupo de marineros, enfrente de donde estaba sentado, se agarraron de los hombros y comenzaron a cantar al Unísono:

Amárgame el agua, marino,

amárgame y quiero vino,

quiero vino,

quiero vino,

quiero vino, que sea del fino,

que sea del fino…

Un marinero, que subía penosamente de la sentina con un barril a hombros, les respondió:

Aquí os traigo vino de San Martín,

que encerrado en Ávila vale un florín.

Antes de que acabara de subir los últimos escalones, sus camaradas lo libraron del barril y comenzaron a repartirse el vino entre risas y chanzas.

—¡El vino de San Martín valdrá un florín, pero este sabe a vinagre! —se quejó el primero en probarlo.

—El mar convierte el vino en vinagre —replicó el que estaba a su lado—. Pero a este no le hizo falta, que ya lo era.

Alonso habría jurado que los piratas se habían llevado cuanto vino había en el
San Miguel
y le extrañaba que se hubiesen olvidado un barril de ese tamaño. Intrigado, bajó al sollado. En la portañuela de estribor, vio que dos marineros estaban subiendo, con ayuda de unas cuerdas, un barril desde el mar. Junto a ellos aguardaban otros dos, con un barril de vinagre y un embudo.

Maese Pedro, muy sofocado, trataba de impedirlo.

—¡Podéis beberos la pólvora, si ese es vuestro deseo! Pero el vinagre no, ¡que lo necesitaremos para conservar los alimentos! —gritaba.

La fiesta del vino avinagrado, o mejor del vinagre avinado, se prolongó durante horas. Mandos y tripulación bailaban y cantaban desenfrenadamente para olvidar la tensión sufrida durante el abordaje. Hasta las muchachas, asomadas a la puerta del castillo de popa, participaban en la fiesta dando palmas y coreando los estribillos de algunas canciones. Hasta que la dueña cerró la puerta.

Tan solo Sánchez de Vizcaya, el piloto mayor, parecía preocupado. Los piratas se habían llevado los instrumentos de marear y sin ellos, él lo sabía mejor que nadie, les sería muy difícil cruzar el océano.

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