El corazón del océano (34 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

—He de reconocer que esa dama tiene sentido de la justicia —comentó el cocinero, que mantenía la calma en medio del desánimo que invadía a la tripulación.

En cambio, Alonso estaba asustado.

—No llegaremos nunca —musitó.

—¡Bah! No desesperes, mancebo. A veces se tarda más de lo previsto, pero se acaba por llegar. El peligro es la peste. Si llega, Dios no lo quiera, has de hacer lo que esté en tu mano por evitarla.

—¿Cómo…?

—Cambia tu ración de tocino por una cebolla.

—A mis compañeros les parecerá un cambio ventajoso.

—Tú hazme caso y come lo que yo te diga.

—¿Algas? —bromeó Alonso.

—Sí. No te rías, que más sabe el diablo por viejo que por diablo.

Los temores de maese Pedro se hicieron realidad: a primeros de noviembre del año de 1550 hizo su aparición el mal más temido por todos: ¡la peste del mar!

El barbero cirujano usó todos sus conocimientos para alejar los malos humores. Sangró a los enfermos, los trató con purgas y sahumerios… pero fue inútil. Un amanecer murió un marinero; al anochecer, una muchacha. Y desde ese momento era raro el día en que ningún cristiano iba a reunirse con el Señor.

A los mandos se los amortajaba con una sábana y ataban su cuerpo a una plancha de madera antes de arrojarlos al océano. Pero no se tomaban esas molestias con los marineros; sencillamente, tiraban sus cuerpos por la borda para que se alejaran flotando.

En dos semanas fallecieron nueve marineros, un oficial, un contramaestre, dos grumetes y diez mujeres, entre ellas Marta, la amiga de Rosa. La chiquilla no paraba de llorar. Ana la consolaba como podía. Aunque tenía mucho que hacer: ayudaba al cirujano a administrar purgas y cuidaba de las mujeres enfermas, pues doña Sancha, desde hacía días, se hallaba postrada y había perdido mucho peso, parte del cabello y varios dientes. Lo mismo les ocurría a Julita, a Lucía (una de las gemelas) y a Trini (otra amiga de Rosa).

Pero las que se encontraban más graves eran Juana, Felisa y Antonia, que sangraban continuamente por la boca y no podían ni moverse.

Poco después murieron.

Julita, Lucía y Trini no hacían más que llorar por sus dientes o su pelo. Otras veces gritaban que iban a morir y pedían confesión. Doña Sancha, enferma y abatida por la muerte de sus pupilas, se echaba la culpa de no haberlas dejado disfrutar de este mundo.

Ana no sabía qué hacer ni cómo ayudarlas.

Por esas fechas lograron pescar un tiburón. Maese Pedro cocinó una parte con hierbas que sacó del mar y obligó a las mujeres y a los enfermos a comerlo. Ellas lo ingirieron con repugnancia. Algunos marineros se negaron a probarlo por si aquel animal hubiese devorado a algún muerto. Lo cierto fue que los enfermos mejoraron.

Durante unos días dejó de morir gente.

Pero no volvieron a pescar nada y el hambre era cada vez más intensa.

La peste reapareció.

Ana se fijó en que Isabelita, la hija menor de Mencía, tenía la frente cubierta de sudor y la boca llena de sangre.

—¿Qué te ocurre?

La niña emitió un quejido y, a continuación, un espasmo sacudió su cuerpo.

—Llamaré a tu madre.

Doña Mencía se la llevó a su camarote para cuidarla con más esmero. Pero sirvió de poco; esa misma tarde se le abultó la tripa, se le amorataron los labios y comenzó a sangrar por los poros.

—Lucha para ponerte bien, pequeña —le susurró Ana cuando fue a visitarla.

La niña no dio muestras de reconocerla, pese a que sentía adoración por ella.

Por la noche le subió mucho la fiebre y el barbero, después de sangrarla un par de veces sin ningún resultado, ya no supo qué más hacer. La niña se consumía de fiebre y dolores. En un arrebato de desesperación, doña Mencía ordenó subir varios cubos de agua de mar y se los echó por encima, para aliviarla. Y la besó y la abrazó… pero ya no estaba en este mundo. Lo abandonó al amanecer, cuando el alba apagaba las estrellas.

La Adelantada emitió un grito sordo y abrazó el cadáver de su pequeña. Lo tuvo en sus brazos durante horas rumiando su dolor en silencio, ante la impotencia de sus hijas y del resto de las jóvenes, que no se atrevían a pedirle que la soltara. Ana tampoco. El aya, postrada en un rincón, gimoteaba inconsolable coreada por las hermanas de la niña y otras jóvenes.

Ana salió a cubierta. Apoyada en las jarcias, lloró amargamente. Había soportado las muertes de muchas compañeras. Pero nunca, nunca había imaginado que su pequeña amiga moriría también.

Alonso se acercó.

—¡No lloréis! —musitó.

Ella siguió sollozando un rato, incapaz de articular palabra.

Cuando se calmó, Alonso sacó de debajo de la camisa medio pescado asado.

—Lo pesqué anoche. —Se lo puso en la mano con disimulo.

—Gracias. —Ana lo devoró al instante, pues el hambre la torturaba. Tres días atrás se había acabado la harina y maese Pedro había empezado a hervir agua con serrín y tocino para darles algo caliente por las noches.

Al acabar de tragar, volvió a estallar en sollozos.

—¡Es tan injusta la muerte de un niño!

—Maese Pedro me ha encargado que os dé también esto —puso en sus manos una cebolla, dos cabezas de ajo y unos limones— para que no os coja la peste.

Ana se encogió de hombros. Estaba tan deprimida que deseaba morirse.

—Está preocupado por vos… Y yo… también.

Ana quiso darle las gracias, pero tenía un nudo en la garganta. Tan solo asintió con la cabeza.

Volvió a ver a Alonso esa tarde, cuando los expedicionarios se reunieron en cubierta para enterrar a la pequeña Isabel y a un marinero fallecido esa misma noche. Ana pensó que era un sarcasmo que llamaran «entierro» a la ceremonia de tirar sus cuerpos al agua.

Doña Mencía permaneció junto al cadáver, envarada y muda, mientras el padre Juan Fernández Carrillo rezaba por el alma de la niña una oración tan conmovedora que hizo brotar lágrimas en los ojos de las muchachas y en los de algunos marineros.

El cuerpo de la pequeña estaba sobre una tabla, cubierto por un lienzo de color crudo. Doña Mencía lo destapó. Parecía dormida y Ana sintió el impulso de preguntar si estaba realmente muerta. La dama abrazó el cadáver con desesperación durante diez minutos. Luego, hizo una señal para que fuera arrojado a las aguas.

En medio del silencio, el choque del cuerpo con el mar sonó como un quejido. Ana se quedó mirando el remolino de agua que se había tragado a su pequeña amiga. Tenía un nudo en el estómago que le impedía llorar.

El entierro del marinero fue más simple. Sus compañeros lo tiraron al agua y volvieron a sus quehaceres. A esas alturas eran inmunes al dolor; lo único que les preocupaba era sobrevivir y matar el hambre que los corroía. Se peleaban por las migas de bizcocho y, sobre todo, por las ratas de la sentina.

Al día siguiente, el aire comenzó a soplar con fuerza, hinchó las velas y la nao avanzó veloz.

Sánchez Vizcaya, el piloto mayor, hacía continuos cálculos para corregir el rumbo. Pocos días después dijo que la isla de Santa Catalina debía de hallarse cerca, pero los viajeros, depauperados por el hambre y la enfermedad, no le creyeron. Hasta que, una mañana, una bandada de pájaros sobrevoló las arboladuras del
San Miguel
.

—Esos pájaros nunca se alejan de la costa y eso significa que la tierra está cerca —le dijo el piloto mayor a doña Mencía, que se había sentado sobre un rollo de cuerda. Ambos estaban escuálidos y tan débiles que se veían forzados a descansar con frecuencia, como les pasaba a la tripulación y a las viajeras.

Al amanecer del día 16 de diciembre del Año de Nuestro Señor de 1550, ocho meses después de haber dejado Sevilla, el vigía gritó:

—¡Tierra a la vista!

Todos corrieron a cubierta. Vieron una isla verde como las esmeraldas, pues hasta las montañas estaban cubiertas de frondosa vegetación, y se arrodillaron para dar gracias al Señor por haberles conducido, después de tantos avatares y desdichas, al Nuevo Mundo.

TERCERA PARTE

El Nuevo Mundo

I
LA ISLA DE SANTA CATALINA

Isla de Santa Catalina. 16 de diciembre del Año del Señor de 1550

E
n la isla de Santa Catalina los esperaban desde hacía meses Francisco Becerra y su esposa, Isabel de Contreras, la gran amiga de doña Mencía.

Alonso, que se había convertido durante la travesía en uno de los mancebos más vigorosos del
San Miguel
, remaba en el primer bote, donde iba la Adelantada con el capitán Salazar y Sánchez Vizcaya, el piloto mayor.

Un grupo de gente comenzó a hacerles señas desde la playa.

—¡Son Francisco de Becerra y su esposa! —exclamó Salazar—. ¡Se han salvado de la tormenta!

—¿Veis a alguien de la nao de Ovando? —preguntó doña Mencía.

—No…, no…

Una manada de patos sobrevoló ruidosamente por encima de sus cabezas y, tras hacer una finta, se dirigió al interior de la isla.

—Al menos, Dios Nuestro Señor ha querido que no pasemos hambre en esta isla —comentó la Adelantada mirando las aves.

—Antes de que Sebastián Caboto le cambiara el nombre por el de Santa Catalina, era conocida como la isla de los Patos —aclaró Salazar.

En cuanto la lancha encalló en la playa, Isabel, sin dar tiempo a que pusieran la rampa, se metió en el agua para abrazar a su amiga.

—¡Mencía! ¡Ya os dábamos por perdidos! ¡Pensábamos que éramos los únicos que nos habíamos salvado de la tormenta! ¡Qué desmejorada estáis! —exclamó al ver las marcadas ojeras y las mejillas hundidas de la dama.

—Lo hemos pasado mal, muy mal.

—Eso ya no importa, amiga mía, os repondréis. ¡Alabado sea el Señor, que os ha traído hasta aquí con vida!

—¡Alabado sea, Isabel! —carraspeó para controlar la emoción—. Estuvimos a punto de perecer en la tormenta y… hemos perdido muchas vidas, entre ellas la de mi pequeña —Isabel ahogó un grito y Mencía añadió, con la mirada perdida—: Todo por culpa de mi arrogancia, al querer adelantarme a mi hi…

Francisco de Becerra la interrumpió:

—No, Mencía. Ha sido voluntad de Dios que tu pequeña fuera a su lado.

La Adelantada sucumbió al dolor.

—¿Por qué? ¿Por qué? —gimió con desesperación.

—Tales son sus designios, por duro que sea aceptarlos.

Respiró hondo y recuperó el control.

—Sí, tenéis razón, perdonadme. Estoy tan abatida que…

Francisco de Becerra le ofreció su brazo para ayudarla a bajar la rampa.

—Nosotros también nos salvamos de milagro; mi barco sufrió grandes desperfectos a causa de la tormenta —le explicó a su amiga—. Nos costó mes y medio cruzar el océa…

La dama tuvo un vahído en mitad de la rampa.

Sus hijas y Ana, que venían en el siguiente bote, dieron un grito.

Gracias a que don Francisco y Alonso la sujetaron, no cayó al agua.

—¡Traed inmediatamente agua y alimentos para confortar a los viajeros! ¡Están desfallecidos! —gritó doña Isabel, angustiada.

Cuando todos los pasajeros del
San Miguel
desembarcaron, los acomodaron en un poblado de bohíos —casas hechas de ramas con un tejado de paja, al estilo de las que hacían los indios— que Francisco de Becerra había mandado construir cerca de la desembocadura de un río, al sur de aquella playa interminable, durante los seis meses que los estuvieron esperando.

Les proporcionaron bebidas y alimentos frescos y les obligaron a descansar.

Esa misma noche, una vez repuesta, doña Mencía, rodeada de Ana y de sus hijas, contó a sus amigos Francisco e Isabel la tragedia que habían sufrido:

—Al menos vosotros tuvisteis instrumentos para cruzar la mar océana, los nuestros nos fueron arrebatados por unos piratas franceses que nos abordaron después de la tempestad.

—¿Habéis atravesado el océano sin instrumentos de marear? —se admiró Francisco de Becerra.

—Pero tardamos mucho tiempo; demasiado. La carne que salamos en África se pudrió. Los bizcochos se convirtieron en un polvo mezclado con los gusanos que habían devorado toda su sustancia. El agua que nos vimos obligados a beber era pútrida y hedionda. —Doña Isabel y su esposo escuchaban anonadados, sin atreverse a interrumpirla—. Era horrible, insoportable, pensábamos que nada podía ser peor. Y lo fue. La travesía se alargó. Los alimentos putrefactos, que tanto asco nos producían, comenzaron a escasear. Tuvimos que racionar víveres y agua. El hambre se hizo insoportable. Las ratas llegaron a ser un manjar tan caro, que se pagaban a medio ducado entre los marineros.

Doña Isabel y sus hijas lloraban en silencio y don Francisco escuchaba sobrecogido.

—En esas condiciones —prosiguió Mencía—, sucedió lo que nos temíamos: se declaró la peste. Empezó a morir gente sin que pudiéramos hacer nada por salvarlos. Los últimos días no tuvimos otra cosa que comer más que serrín de madera y tocino agusanado.

Isabel abrazó a su amiga.

La Adelantada secó sus lágrimas y preguntó:

—¿Habéis tenido noticias de la nao de Ovando?

—No —contestó Francisco de Becerra, todavía impresionado por el relato—. Hemos llegado al convencimiento de que se hundió durante la tempestad.

Doña Mencía asintió.

—Le pediré a fray Bernardo y al padre Juan que celebren una misa por la salvación de las almas de todos los que han perecido durante la travesía.

—Nos hará mucho bien; el sacerdote que viajaba en nuestra nao pereció y no hemos tenido el consuelo de hacer una misa para rogar por los muertos.

—¡Dios los acoja en su seno!

—Así sea.

Ana se alojó en uno de los bohíos con la Adelantada y sus hijas. A doña Sancha y al resto de las damas las llevaron a otros dos muy amplios, que don Francisco había mandado construir para albergar a su tripulación.

En Santa Catalina, las muchachas del
San Miguel
se reencontraron con las doce que habían viajado en la nao de Becerra. De alguna forma fue un consuelo para ellas, descorazonadas como estaban por la cantidad de compañeras que habían perdido durante la travesía.

Sin embargo, doña Mencía estaba abatida:

—Faltan veintitrés —oyó Ana que le comentaba a su amiga Isabel—. A trece se las ha llevado la peste y a las otras se las ha tragado el océano con la nao de Ovando. De haberlo sabido, nunca las hubiera sacado de sus casas de Extremadura —añadió amargamente.

—No te culpes, Mencía. El Señor lo ha dispuesto así. Nunca sabremos cuál hubiera sido su suerte de haberse quedado —la consolaba doña Isabel.

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