El corazón del océano (14 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

El interior del carruaje estaba a oscuras y trató de apartar las cortinas de cuero que tapaban las ventanas, pero doña Mencía se lo impidió:

—Es mejor que las dejes como están, Ana. Así evitaremos que entre demasiado polvo.

—¿Es cierto que hay carruajes con cristales, madre? —preguntó María, la hija mayor.

—Creo que sí; en la corte.

Al abrir los portones para salir oyeron un estruendo de risas, gritos y juramentos de los arrieros, mezclados con llantos y gemidos. Ana separó un poco las cortinas. Vio una larga fila de coches, carros, carretas, muías, arrieros y hombres a caballo, listos para emprender la marcha. Los llantos provenían de las carretas en las que los padres se despedían amargamente de sus hijas. Sedas, terciopelos, sargas, brocados, tafetanes y muselinas refulgían a la luz de las antorchas. Las familias habían sacado de los baúles sus mejores ropas para dárselas a las muchachas y ellas se las habían puesto para el viaje. Ana se dio cuenta entonces del trato privilegiado que recibía de los Sanabria. Las otras tendrían mucho que limpiar al llegar a Sevilla, ya que en las carretas sí que estarían expuestas al polvo del camino.

El Adelantado, vestido con un jubón negro de mangas acuchilladas y un cuero del mismo color, recorría la caravana sobre un elegante corcel, también negro, para asegurarse de que todo estaba en orden.

Su hijo Diego recorría a pie los carros para acomodar a las últimas muchachas en las carretas.

De repente, se oyeron gritos. Los padres de Medellín, aprovechando la confusión de última hora, habían cargado en los carros los baúles de los ajuares de sus hijas intentando que pasaran desapercibidos entre el resto del equipaje. Diego se dio cuenta y se lo comunicó al Adelantado. Este ordenó a los arrieros que bajaran los baúles. Pero los padres insistían y se desató una discusión que estaba retrasando la marcha.

Doña Mencía mandó recado a don Juan para que se acercara.

—No porfíes más con ellos, esposo; que lleven lo que quieran. En Sevilla, antes de embarcar, venderemos los ajuares y que las niñas se queden con el dinero. Les vendrá bien.

Solventada la disputa, el Adelantado hizo una señal y la caravana se puso lentamente en movimiento.

Al rato los alcanzó un jinete, que llevaba a un fraile sentado en la grupa. Descabalgó al llegar junto al Adelantado.

—Ese sacerdote tenía que haber llegado hace unos días para acompañarnos al Nuevo Mundo —explicó María—. Se lo oí anoche a mi padre. Se llama fray Fernández Carrillo.

—¿No viene fray Bernardo?

—Sí, pero en el barco iremos muchas mujeres y necesitará ayuda para atendernos a todas. Se lo ha recomendado a mi padre su secretario; dice que, a pesar de ser tan joven, es un santo.

—Pues ha llegado por los pelos.

El fraile era delgado, de facciones correctas y expresión afable. Sonrió tímidamente a fray Bernardo, que se apeó del coche para darle la bienvenida.

—¡Vamos a tener un confesor muy gallardo!… —comentó Menciíta. Ante la mirada de reproche de su hermana añadió—: Aunque santo.

El fraile subió a uno de los últimos carruajes y la comitiva reanudó la marcha.

Ana vio un fulgor rosado en el horizonte. Era uno de los últimos amaneceres que vería sobre aquellas tierras doradas y resecas de su Extremadura natal. Sintió una punzada de dolor. Afortunadamente remitió pronto. ¡Esperaba tantas cosas emocionantes de aquel viaje!

XIV
TRIANA

Triana. Finales de septiembre del Año del Señor de 1548

C
ada mañana, a la salida del sol, Alonso acudía al Arenal y se ofrecía para cargar o descargar alguno de los numerosos buques atracados en el Guadalquivir. Solo conseguía trabajo muy de vez en cuando, pues eran muchos los desocupados —procedentes de todos los rincones de España y aun de Europa— que esperaban en Sevilla la oportunidad de embarcar hacia el Nuevo Mundo en busca de una vida mejor. Como él, deambulaban por los muelles buscando trabajo. A duras penas sacaba para comer y pernoctar, cuando le era posible, en alguno de los mugrientos albergues de la ciudad.

Tardó semanas en reunir fondos suficientes para comprarse unos zapatos, pues los que llevaba habían quedado destrozados por el viaje. Una vez tuvo el dinero se dirigió al Malbaratillo, un mercadillo del Arenal cuyos puestos le fascinaban, pues exhibían con frecuencia objetos extraños y mercancías procedentes de lugares remotos.

Buscó entre los zapatos usados unos que le sirvieran. Encontró unos de cuero acuchillados en el empeine, para poder quitárselos y ponérselos con facilidad.

—Son de cordobán —dijo el vendedor.

—Me quedan un poco grandes.

—Si les metéis un trozo de trapo en la punta os quedarán perfectos. No vais a encontrar nada a mejor precio.

Miraba con satisfacción sus zapatos recién comprados cuando alguien lo lanzó al suelo de un empujón.

—¡Mira mejor por dónde andas, patán! —gritó Alonso, incomodado.

El que lo había empujado era un mozalbete morisco, cargado con un serón de esparto repleto de botijos, pucheros, platos, ollas y otros cacharros de barro. Lo depositó un momento en el suelo y le ayudó a ponerse en pie.

—¿Quieres comprarme una jarra? —le preguntó.

—No.

—¿Y una linterna?

—Tampoco.

—¿Un plato?

—No necesito nada de eso.

—¿Qué necesitas?

—Casa —bromeó Alonso.

Amín, que así se llamaba el botijero, se ofreció a alojarlo en la suya por un precio razonable con derecho a comida.

Alonso, tras pensarlo un momento, aceptó. Pronto empezaría a hacer frío y no podría permitirse el lujo de pagar todas las noches una media con limpio. Además, el Adelantado debía de estar a punto de llegar a Sevilla y alguien de su séquito podría ser un espía del conde. Estaría más seguro en la casa particular de un morisco que en cualquier albergue, pues este sería el primer sitio donde intentarían localizarlo.

Amín lo condujo hasta Triaría, un barrio situado al otro lado del río. Lo cruzaron caminando sobre un puente de barcazas que zozobraban a cada paso.

—Me maravilla que no se hunda —comentó Alonso.

Después de adentrarse en el barrio y atravesar muchas calles, a cual más estrecha y sinuosa, Amín se detuvo delante de una puerta gruesa de dos hojas.

—Este es el corral donde vivo —dijo.

—Para mí, que soy del norte, un corral es el lugar donde se guardan los animales —comentó Alonso.

—¿En el norte vivís juntos los animales y los hombres?

—No, los corrales son solo para los animales.

—¡Qué trato tan bueno les dais!

—No son como este, Amín, sino mucho más pequeños —le explicó Alonso, divertido.

Amín le mostró una llave enorme colgada tras la puerta.

—Por la noche, Muhammad cierra el corral con esa llave. Es el hombre más anciano y todo el mundo lo respeta.

—¿No basta con que cada vecino cierre la puerta de su casa?

—Es mejor cerrar el portón, para que no entre la mala gente de la calle.

El patio estaba abarrotado de vecinos dedicados a diversas tareas: moler grano, coser guantes, fabricar zapatos y vainas, cardar lana y tornear cacharros de barro. Lo miraban con curiosidad y desconfianza. Por sus ropas, Alonso dedujo que eran moriscos.

En el primer piso, al final del corredor, había dos puertas abiertas, protegidas de los mirones con esteras de mimbre. Amín se acercó a la primera y dijo:

—Salid, madre, que traigo un huésped.

Al momento, apartó la estera una mujer con una saya que le llegaba a las rodillas y que se tapaba el rostro con un manto corto.

—Esta es Fushía, mi madre —dijo Amín.

La mujer hizo una inclinación de cabeza y, sin levantar la mirada del suelo, explicó:

—Mi hijo mayor no está en casa y yo no puedo decidir nada sin consultarle.

—Enséñale el cuarto, madre.

La mujer le mostró una habitación sin muebles, con tan solo una alfombra deshilachada y unos cuantos cojines. No tenía ventanas. Solo dos puertas, una que daba al corredor y otra, interior, que comunicaba con la casa de Amín.

—Como ves, tiene salida independiente. Si te quedas, cerraremos la puerta que da a nuestra casa —le explicó.

—Me servirá, señora.

Al oír hablar a Alonso, la mujer se sobresaltó y se le escurrió el manto dejando al descubierto su pelo, que era castaño claro, casi rubio. Llevó a su hijo Amín a un lado y le susurró:

—¡Es un cristiano!

—En el Arenal me han asegurado que, aunque cristiano, es honrado y trabajador, madre.

—No podemos vivir con un infiel…

—¿Por qué no…? En el corral de los curtidores han alquilado habitaciones a cristianos.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—No sé qué opinará tu hermano.

—Él no nos da de comer, madre.

Fushía volvió junto al huésped y le preguntó:

—¿Cómo te llamas, cristiano?

—Alonso, para serviros.

—Si prometes portarte bien, puedes quedarte —resolvió—. Echaremos la tranca de nuestro lado.

—No bebo y soy honrado… —dijo Alonso. Tras vacilar un instante añadió—: En el precio que ajusté con Amín se incluye el almuerzo.

—Sí, pero hoy ya hemos comido.

Dos niños de corta edad se acercaron a Fushía, tiraron de su saya para que se agachara y le dijeron algo al oído que Alonso no oyó.

—¿Puedes pagarme algo por adelantado, cristiano?

Los dos pequeños lo miraron con tanta angustia que Alonso comprendió que estaban hambrientos.

Le dio a Fushía todo el dinero que llevaba, aunque eso significaba quedarse sin comer.

—Tomad.

Notó que a ella le temblaban las manos al coger las monedas.

—Volveré esta noche a dormir.

—Que no sea muy tarde.

—Sí, ya me ha dicho Amín que cierran la puerta del corral.

—¡Que Alá te proteja!

—Dios os guíe.

Cuando Alonso regresó, después de la dura jornada de trabajo, la habitación olía a un guiso especiado. Encontró junto a la manta una escudilla llena de legumbres. Comió con ansiedad, pero no logró mitigar del todo el hambre que sentía después de haber descargado dos carros en ayunas.

Estaba acomodándose bajo la manta cuando alguien le chistó.

Se agachó para mirar por la hendidura que la carcoma había hecho en la parte inferior de la puerta y vio unos inmensos ojos azules que lo miraban con curiosidad.

—¿Ya te has comido el guiso?

—Sí.

Unas manitas empujaron un pastelillo de almendra, untado con miel, por debajo de la puerta.

—Toma esto también.

—¿Quién eres?

—Fátima, la hermana de Amín.

—¿Eres una muchacha?

—¿No lo parezco?

—Como no llevas el rostro tapado…

—Todavía soy pequeña. Y no todas las moriscas se tapan, ni siquiera mi madre lo hace siempre.

—¡Ah!

—Nunca había hablado con un cristiano.

—Yo tampoco con una infiel.

—¡Tú eres el infiel!

—Claro… ¿Por qué me das el pastelillo?

—¿No tienes hambre?

—Sí —admitió Alonso, ruborizado.

—Esta mañana vi que le entregabas a mi madre todo el dinero que tenías y supongo que te has pasado el día sin comer. En cambio, nosotros hemos comido y cenado gracias a ti. Amín llevaba varios días sin vender nada.

—Él me dijo que tenéis un hermano mayor, ¿no os ayuda?

—Desde que mi padre murió, Ricote se ha convertido en un borracho. Tan solo viene de vez en cuando, ¡a comer! Ese pastel me lo dio una vecina por ayudarle a lavar la ropa. Pensaba guardarlo para la Fiesta del Sacrificio, pero es justo que te lo comas tú.

—¿Y tus hermanos?

—Tú tienes más hambre.

—Gracias.

—Si lo lames y das bocados pequeñitos, te durará toda la noche.

—Lo sé.

—Hasta mañana.

—Adiós, Fátima.

Aunque en Triana vivían pocos cristianos, Alonso no tardó en sentirse como en casa. Al principio miraba a los vecinos con recelo, pues le producía cierta desazón vivir entre infieles, pero enseguida hizo amigos. Por otro lado, la familia de Amín, para su sorpresa, resultó ser como cualquier familia cristiana. Fushía se había quedado viuda un año antes y, ayudada por Fátima, fabricaba vasijas y otros utensilios de barro en el torno que fuera de su marido. Los llevaba a cocer a un horno situado en la esquina de la calle en que vivían. Y Amín los vendía en el Arenal. Entre lo que sacaban y lo que Alonso les pagaba de arriendo, iban tirando.

Casi sin darse cuenta se convirtió en un miembro más de la familia. Fushía era una buena mujer, que lo trataba como a un hijo. Said y Yahya, los pequeños, se peleaban por jugar con el «cristiano». Y Fátima era una niña tan dulce que enseguida empezó a quererla como a la hermana que nunca había tenido. Tan solo le disgustaba Ricote, el hijo mayor, un pícaro que andaba enredado en juegos, apuestas, reventas y otros negocios sucios. Un día fue acusado de vender a un hidalgo un trozo de oveja que hizo pasar como carne de buey por el sencillo procedimiento de coserle unos testículos de toro. Su desgracia fue que la cocinera se dio cuenta del timo. Ricote y sus compinches fueron apresados por la justicia y expulsados de la ciudad, pero no tardaron en volver. Para colmo, Ricote llegaba con frecuencia borracho, lo que hacía llorar a su pobre madre, que no tenía autoridad para reprenderlo. Pues, como le explicó Muhammad (el más anciano del corral), cuando quedaban viudas, las mujeres moriscas pasaban a estar subordinadas al hijo mayor.

XV
SEVILLA, BABILONIA DE ESPAÑA

Sevilla. Primeros de octubre del Año del Señor de 1548

L
a caravana conducida por don Juan de Sanabria se dividió nada más entrar en Sevilla. Ana se instaló con la familia del Adelantado —doña Mencía insistió en que así fuese, pues la consideraba una hija más— en una hermosa mansión, del estilo de las llamadas casas de aposentos, que don Juan de Sanabria había alquilado desde Medellín, por mediación de un banquero amigo suyo.

En cambio, el resto de las jóvenes fueron alojadas en un corral de las afueras, regentado por unas religiosas que lo cerraban por la noche.

—Para preservaros de todo peligro, tanto para vuestros cuerpos como para vuestras almas —aseveró doña Sancha al despedir a las jóvenes.

Según ella, seguía al Nuevo Mundo a su pupila —pues así continuaba considerando a doña Mencía— con el firme propósito de preservar las buenas costumbres. A lo largo del viaje, había importunado a las damitas con la imposición de infinitas normas respecto al recato, la compostura y los rezos.

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