El corazón del océano (13 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

—Ejem…

El secretario lo miró a través de sus ojillos aprisionados por las montañas de grasa de sus pómulos.

—¿Qué se te ofrece? —le preguntó en un tono que venía a decir: «¿A qué vienes a importunarme?».

—Quiero pedir una audiencia con el presidente del Consejo de Indias. Tengo una carta de presentación de…

—El presidente no está, ni se le espera hasta dentro de unos meses.

—¿Podríais ponerme en contacto con don Juan de Sanabria? Urge que le entregue un documento.

—Todavía no ha llegado a Sevilla.

—¡Tengo que entregarle el documento cuanto antes!

—Tendrás tiempo de hacerlo, zagal, dudo que la expedición del Adelantado zarpe antes de la próxima primavera.

—¿Estáis seguro?

—Sí, este asunto lleva mucho retraso. Ya te he dicho que el Adelantado ni siquiera ha llegado a Sevilla. Y no creo que lo haga hasta el invierno. ¿Quieres dejármelo a mí?

—¡No…, no!

—Pues… vuelve en diciembre, a finales; seguro que para entonces ya estará aquí.

A Alonso se le cayó el mundo a los pies. ¿Cómo iba a sobrevivir durante esos meses, en aquella ciudad desconocida?

—No pongas esa cara, mancebo. Nada se adelanta con desesperarse, sino criar mala sangre. Mírame a mí. ¡Pocas cosas me desasosiegan! —Se echó a reír provocando un terremoto en sus mantecosas mejillas.

Alonso, muy turbado, escapó de allí y se sentó en los jardines del Alcázar a meditar. La fragancia de los arrayanes y del azahar que perfumaban los jardines y el rumor del agua de las fuentes contribuyeron a devolverle la calma. Los Andrade, pensó, ya habrían deducido que seguía vivo y con la lista en su poder, pues ni su cadáver había aparecido ni la conjura había sido denunciada. Lo más probable era que trataran de localizarlo en Sevilla, cuando llegase el Adelantado. Decidió gastarse parte del dinero que le había dado el banquero en polvos para tintarse los cabellos de negro. Con el resto tendría que sobrevivir hasta que encontrase otro medio de mantenerse.

Había crecido un palmo durante la estancia en Salamanca y sus cabellos rubios eran lo que más podría identificarle.

XIII
UNA NUEVA VIDA

Medellín, Extremadura, España. Finales del verano del Año del Señor de 1548

I
nquieta como estaba por la proximidad del viaje, a Ana le costaba conciliar el sueño en aquellas noches cálidas y se entretenía en imaginar cómo sería su existencia en las Indias. Soñaba con que allí podría llevar una vida parecida a la que disfrutaban los hidalgos jóvenes de Medellín: cabalgar, caminar por las calles, hablar con desconocidos y hasta nadar en camisa, como sus hermanos en el Guadiana, los días de calor.

Pocos días después, Juan de Sanabria mandó recado a Primitivo Rojas, informándole de que dentro de tres semanas partirían hacia Sevilla, por la Vía de la Plata, y, por expreso deseo de su esposa, Ana viajaría con ellos en vez de hacerlo en los carros de las demás jóvenes.

Toda la familia se felicitó por esta noticia, pues le hacían a Ana una gran distinción.

La mañana anterior a la partida, Ana sorprendió a su madre metiendo el vestido de terciopelo carmesí en el baúl de cuero que contenía su equipaje.

—Madre, es vuestro vestido de boda…

—Lo guardaba para la tuya —musitó sin mirarla—. Me hubiera gustado vértelo llevar, pero… —su voz se quebró y Ana se dio cuenta de lo emocionada que estaba—. Al menos, recuérdame cuando te lo pongas.

A continuación, metió en el baulillo que llevaría a mano una arquilla de madera con incrustaciones de plata y nácar.

—Contiene toda clase de afeites, para que te embellezcas en el Nuevo Mundo: blanduras para blanquear el cutis y mudas, de papel rojo de Granada, para darle color… y también pastillas de olor y aguas de rosas y azahar. —Tuvo que secarse una lágrima que resbalaba por sus mejillas.

Ana vio que el anillo que su madre solía lucir en el dedo meñique de la mano derecha no estaba. Era la última joya que conservaba de su dote y dedujo que la había vendido para comprar aquella arquilla de afeites.

—¡Gracias! —exclamó echándose en sus brazos.

—Ana, mi pequeña, no puedo resignarme a no verte más… No hago más que rezar a Dios Nuestro Señor para que te conceda un marido poderoso y rico que te permita regresar algún día.

—Os escribiré desde el Nuevo Mundo. Mi hermano os leerá las cartas.

—Nunca aprobé que tu padre te enseñase a escribir, pero si va a servir para tener noticias tuyas, bendito sea.

Su madre achacaba las diferencias que había entre ellas a que Ana supiese leer y escribir. Quizá no estuviera del todo equivocada. Aquello la había hecho distinta de las jóvenes de su edad, pensó Ana.

Acarició las tersas mejillas de su madre y la besó con ternura:

—Quedaos los afeites. Lucirán mejor en vos… ¡Sois tan hermosa…! Quizá yo no tenga ocasión de usarlos en el Nuevo Mundo.

—Una dama siempre debe arreglarse, esté donde esté.

—Ni siquiera sé cómo se usan.

—Yo te enseñaré.

Llevó a su hija hasta el estrado y la hizo sentarse sobre un cojín, delante del espejo.

Mientras le aplicaba los afeites, las mejillas de su madre se cubrieron de lágrimas.

—No lloréis, madre.

—Un día mis afeites desaparecieron… y los habías cogido tú. Solo tenías ocho años y ¡eras tan coqueta!

—Soñaba con ser mayor. En cambio, ahora me gustaría quedarme como estoy.

—¿No estarás pensando en volverte atrás? Tu padre ya le ha dado su palabra a don Juan.

—No es eso, madre… Es que no dejo de hacerme preguntas…

—Ana, las mujeres no debemos mostrarnos demasiado… inquisitivas.

—¿Solo hermosas?

—Así es —contestó su madre sin darse cuenta de la ironía—. Y dulces y serviciales… Ningún caballero querrá casarse contigo si piensa que eres más lista que él.

—Tampoco yo querré casarme con un necio.

—Las mujeres no podemos escoger; solo confiar en que nuestros tutores tengan el buen tino de elegir el marido adecuado para nosotras. Hablaré con doña Mencía para que el Adelantado te escoja un caballero rico, de buena cuna… Y rezaré a Dios Nuestro Señor para que acierte.

—¿No podría elegirlo yo?

Su madre la miró horrorizada.

—Ana, tienes que empezar a tener sentido común… Yo ya no estaré en el Nuevo Mundo para aconsejarte. —Abrazó a su hija y salió de la estancia con las mejillas húmedas.

Al anochecer, Ana se despidió de su familia y de los criados, que eran bastantes más de lo que su menguada hacienda les permitía mantener. Pero su padre fue incapaz de despedir a ninguno cuando la ruina los alcanzó: «Estos se quedan porque los necesito, y esos otros también, porque ellos me necesitan a mí», dijo.

Cuando Ana terminó de despedirse de todos, su padre le dio su bendición. Después, con el rostro demudado, la condujo por las calles de Medellín a casa del Adelantado. Tras ellos, caminaba un criado empujando una carretilla con su equipaje.

Al llegar a la mansión de don Juan de Sanabria se encontraron con un sinfín de arcas, baúles y otros fardos que tapaban casi por completo el suelo del zaguán. Los criados, alumbrados con hachas y linternas, se esforzaban en apartarlos a los lados para abrir un pasillo por donde poder circular.

—¡Qué cantidad de equipaje! —comentó Primitivo.

—Y solo es el de los viajeros, los pertrechos de la expedición los hemos enviado a Sevilla hace dos días —le explicó Ana.

El Adelantado y su esposa, que vigilaban la operación desde lo alto de la escalera, bajaron a saludarlos con mucha afabilidad. Pero se les interpusieron veinte padres y madres furiosos porque les habían sido devueltos los arcones de sus hijas. Al frente de ellos venía doña Leonor, la mujer con la que Ana había discutido.

—¡No podemos consentir que se nos devuelvan los baúles! Mi Julita se ha pasado todo el verano bordando las últimas cinco sábanas de lienzo de ruán con encaje blanco de bolillos ¡y diez almohadones! ¡Y tiene cuatro más de lienzo también bordadas! ¡Cómo va a dejarlas aquí! —gritó airadamente, sin hacer caso de los gestos que, para que se callase, le hacía el hombrecillo que la acompañaba.

—A nuestra Consuelo le pasa lo mismo. Lleva tres colchas de rodapiés de damasco mandarín encarnado con el escudo de nuestra familia ¡bordadas por su mano! —dijo furiosa otra madre.

—Eso sin contar las vajillas que tanto nos ha costado envolver —añadió el hombre que la llevaba del brazo.

—Nuestra hija Marta está inconsolable, no para de llorar al ver que todo cuanto ha bordado y cosido desde su más tierna infancia ¡no va a servir de nada! —aseveró otro padre, ronco por la angustia.

Siguió un alboroto de gritos y protestas hasta que don Juan, malhumorado, impuso silencio.

Solo se alzó una voz chillona que dijo:

—Todo el silencio que quiera vuestra merced, pero mi hija se lleva el ajuar a las Indias ¡como que me llamo Leonor!

Doña Mencía tomó la palabra.

—Mandé una nota a las viajeras, advirtiendo de que en el barco hay poco espacio y no se puede llevar más que una caja en la bodega y un baulillo con lo necesario para tener a mano. ¿No la habéis leído? —preguntó.

«Sería un milagro que doña Leonor lo hubiese hecho», pensó Ana.

—¡Y a mí qué más me da la nota esa!

—¡Eso, eso! —exclamaron varios padres que se sumaron a la queja.

—¡El ajuar de mi hija ha dejado con la boca abierta a todo Medellín! ¡Menudas manos de oro tiene mi Julita! ¿Verdad, señor esposo?

El hombrecillo asintió con las manos juntas y doña Leonor se creció.

—Cómo se les ha ocurrido a vuestras mercedes que mi niña pueda casarse sin ajuar, ¡igual que una pordiosera! ¡Qué pensaría su futuro marido!

Ana se fijó en que a don Juan le temblaban los labios.

—¡Señora! —replicó el Adelantado—. Si vuestra hija no está dispuesta a dejar su ajuar, tendrá que quedarse en Medellín con él. ¡Y eso mismo vale para las demás! —añadió, visiblemente enojado.

A continuación, agarró a Ana y a su padre del brazo y los empujó escaleras arriba para no dar oportunidad de réplica a los disgustados progenitores. Doña Mencía subió a continuación.

El pasillo y las salas estaban atestados de muchachas sentadas o tumbadas en el suelo sobre mantas, ropones o lobas, que se preparaban para pasar la noche.

—Son tantas las doncellas que han venido de fuera, que no les hemos encontrado mejor acomodo —explicó doña Mencía al padre de Ana—. Las de Medellín dormirán en sus casas y vendrán antes del alba.

Por el pasillo les alcanzó Diego, que los saludó con una inclinación.

—Padre, ya he acabado de hacer la distribución de las doncellas en las carretas. Aquí la tenéis.

—Gracias, hijo.

El joven se alejó y don Juan, con el documento en la mano, abrió la puerta de su despacho.

—Aquí podremos hablar con más sosiego. Borrad esa preocupación de vuestro rostro, don Primitivo, que mi esposa y yo cuidaremos de vuestra hija como si fuera nuestra.

—Le daremos un marido acorde con su rango —apostilló la dama.

—Sé que así será, señora.

—Tenéis mi palabra de honor. Despedíos, pues saldremos antes del amanecer y conviene que Ana se retire a descansar cuanto antes; el viaje será largo y necesita ahorrar fuerzas.

Primitivo abrazó largo rato a su hija, procurando ocultar el rostro para que no viera como se le saltaban las lágrimas; después, se marchó sin decir palabra.

A Ana se le hizo un nudo en la garganta. ¡Quizá no volviera a verlo nunca!

Doña Mencía la cogió por las mejillas y le dijo con cariño:

—Ana, ve al dormitorio de mis hijas; dormirás con ellas.

De camino a la alcoba, llamó su atención una muchacha muy joven, que lloraba amargamente sentada entre dos gemelas que la miraban con desdén.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Ana, acariciándole el pelo.

—Rosa María Sáez de Vacas —contestó entre hipidos.

—¿Por qué lloras, Rosa? ¿Tienes miedo?

—No conozco a nadie. ¡Quiero volver con mis padres!

Era muy pequeña. No aparentaba los doce años estipulados por la Corona para poder viajar en la expedición.

«Quizá sus padres, agobiados por la falta de dote, hayan mentido sobre su edad», pensó Ana.

La pequeña gimió y las gemelas intercambiaron una mirada de hastío.

—No te preocupes, Rosa, yo seré tu amiga y lo pasaremos muy bien juntas en el barco. ¡Ya lo verás!

—¿De verdad?

—Sí.

—No me has dicho tu nombre.

—Ana de Rojas.

La niña le dio un beso y ella la abrazó. La pequeña sorbió sus lágrimas y pareció tranquilizarse.

—¿Me prometes que no vas a llorar más?

—Bueno…

—Hasta mañana, Rosa, que duermas bien.

Ana pasó su última noche en Medellín en una enorme cama con dosel en la que ella, María, Menciíta e Isabelilla, las tres hijas de la dama, cruzaron piernas y cabezas para acomodarse de la mejor forma posible. Apenas durmieron, inquietas por la inminente partida.

Dos horas antes de la del alba, doña Sancha, que había sido aya de doña Mencía y ahora lo era de la pequeña Isabel, entró a despertarlas con un regalo del Adelantado: cuatro capotillos de viaje con sus correspondientes sombreros a juego. Una vez vestidas, se pusieron los capotes, unas ricas capas forradas de raso abiertas a los lados para facilitar los movimientos. Ana pensó que era una incongruencia que estuviesen destinadas a proteger sus ropas del polvo del camino, pues eran más costosas que los vestidos que llevaban debajo. «Más bien servirán para mostrar nuestra posición y riqueza a los numerosos desconocidos que nos cruzaremos durante el viaje», dedujo.

Doña Mencía las esperaba en el pasillo para acompañarlas hasta el coche. Lucía un impresionante vestido de seda gris con botonaduras de plata en el cuello y las muñecas y una larga ristra de perlas sobre el pecho, sujetas con un pasador para evitar que se bamboleasen al caminar.

En el patio interior esperaban dos carruajes. La dama ordenó a sus hijas que subieran, con Ana, al primero de ellos. El otro fue ocupado por doña Isabel de Contreras y sus hijas, que acababan de llegar en sillas de mano. Llevaban unos capotillos de viaje muy elegantes, ribeteados de terciopelo y con lazos de pedrería.

Al subir al carruaje, Ana murmuró:

—Hace frío. —Aunque sabía que el temblor de sus manos se debía a la emoción.

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