El corazón del océano (12 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

Ana enrojeció de ira.

—¿Por qué no os ocupáis del porvenir de vuestra hija Julia? Tengo entendido que también irá a las Indias.

—Mi marido y yo la hemos educado bien.

—¡Seguro! Ni siquiera sabe leer…

—A Dios gracias nunca ha tocado un libro. ¡Que ni su padre ni yo queremos que se convierta en una latiniparla
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de esas que son el hazmerreír de los hombres!

Ana abrió la boca para poner a la mujerona en su sitio, pero una mirada fulminante de su madre la detuvo.

Al llegar a casa, doña Juana fue al retrete de su esposo, don Primitivo, que estaba escribiendo una carta.

—Sería conveniente que Ana dejase de acudir todas las tardes a casa de don Juan de Sanabria —le dijo.

—¿Por qué razón, Juana?

—No tendrá tiempo de acabar su ajuar. Aún le quedan tres juegos de cama y dos mantelerías por bordar.

—Dudo mucho de que la dejen llevar tanta tela en el barco.

—Aun así. Antes de la partida, las doncellas expondrán sus ajuares y sería un descrédito que Ana…

—Escucha, Juana, lo que nuestra hija está aprendiendo al lado de esa dama es más importante que bordar diez ajuares.

—Una dama no precisa saber de letras para llevar su casa.

—En el Nuevo Mundo sí, Juana. Por favor, no vuelvas a distraerme con esas minucias. Los estrados de Medellín se han convertido en mentideros de chismes y harías bien en no tomar parte —añadió con voz tajante.

Ana, que había escuchado la conversación tras la puerta, respiró con alivio.

XI
DE SALAMANCA A SEVILLA

Mes de junio del Año del Señor de 1548

D
espués de haber asistido casi un año a las clases de la universidad, Alonso abandonó Salamanca con pesar. Nunca volvería a tratar con picaros tan cultos, divertidos y generosos como sus escolares. Tampoco a escuchar discusiones tan brillantes sobre derecho, ética, aritmética o teología como las que mantenían catedráticos y estudiantes, ni a leer libros como los de la biblioteca de la universidad.

Aquella ciudad lo había cambiado.

Emprendió el viaje a Sevilla como criado de un tal Agustín Cegarra, un banquero de Linares que se comprometió a costeárselo a cambio de que cuidara de sus muías y de su persona; en ese orden.

Viajaban con unos tratantes de lana que iban a armar un barco para llevar lana y paños a las Indias. La comitiva estaba compuesta por seis carretas, tiradas cada una por cuatro muías, y media docena de asnos. Al frente iban ocho bravos arrieros armados hasta los dientes, dispuestos a plantar cara a cuantos bandoleros les salieran al paso.

Los comerciantes y el banquero viajaban en mula, pero Alonso, al igual que el resto de los criados, tenía que hacer el camino a pie.

Salían antes del alba y caminaban hasta mediodía. Aprovechaban las horas del calor para comer y descansar y después reanudaban el viaje hasta que oscurecía.

Pernoctaban en ventas donde los comerciantes alquilaban aposentos con camas. Los criados tenían que conformarse con dormir en los establos o en las camas de arrieros, tan llenas de chinches que algunas mañanas Alonso amanecía lleno de picaduras, como si hubiera sufrido viruela. Por esta razón, prefería dormir al aire libre, bajo las arcadas de los patios de las ventas. Allí, criados y picaros jugaban a las cartas, reían, contaban chistes o escuchaban cuentos o romances antes de quedarse dormidos.

Una noche, Alonso sorprendió a un criado murmurando que don Agustín, su amo, era un marrano.

—¡Eso no es verdad! —intervino, indignado—. Todas las mañanas me ordena subirle una jofaina y una jarra de agua clara para asearse.

—No quería decir, Alonso, que tu amo sea hombre de poco aseo.

—Pues en mi tierra, un marrano es un cerdo.

—Aquí llamamos marranos a los judíos recién convertidos al cristianismo. Por la aversión que sienten a la carne de cerdo, que es impura para ellos.

Alonso, como la mayoría de las gentes del norte, sentía ternura por los cochinos, sobre todo por los recién nacidos. Recordaba la vez que su abuela había llevado a la cabaña uno, rosado como un bebé, que le habían regalado por curar unas fiebres, pues era curandera o
meiga
, como decían los aldeanos de su tierra. Él, que nunca había tenido juguetes, convirtió al cerdito en su compañero de juegos. Le puso el nombre de
Piño
y pasaba horas en el bosque buscando con su ayuda manzanas silvestres, trufas, castañas y nueces. Había llorado desconsoladamente cuando, un año después, su madre y su abuela mataron al cerdo. Fue incapaz de probar ni un trocito, a pesar de que no iba a tener otra ocasión de comer carne en mucho tiempo. Se le cerró el estómago solo de pensar en comerse al tierno cerdito que había sido su amigo. No le cabía en la cabeza que alguien pudiera tenerle aversión a un animal como aquel.

—¿Acaso no son los marranos criaturas del Señor? —reflexionó en voz alta.

—Marrano viene de
muharram
, que significa «cosa prohibida» en árabe —aclaró don Agustín Cegarra, que iba en busca de Alonso y había escuchado la conversación tras una columna.

Alonso se abstuvo de hacer ningún comentario, pues temía ofender a su amo, si de verdad era judío, o a los arrieros del patio, que bien podían ser moriscos. ¡Eran tan distintas aquellas gentes de los aldeanos de Pontedeume o de los estudiantes que había conocido en Salamanca!

—Toma veinte maravedíes y ve a ver si consigues algo de carne para cenar —le dijo don Agustín haciéndole un guiño.

Los venteros tenían prohibido vender alimentos, aunque no cocinarlos, y eran los huéspedes los que debían aportarlos. Pero, con frecuencia, los viajeros llegaban agotados y daban dinero al mozo de la venta para que les fuera a comprar carne, pan y huevos. El mozo les sisaba la mitad de la carne y el ventero se encargaba de que la otra mitad se «consumiese» misteriosamente durante la cocción. Y los infelices viajeros no encontraban más que huesos en el caldo. Comían poco y caro. Solo en contadas ocasiones lograban disfrutar de una olla decente, con carne, garbanzos, berzas, tocino y chorizos.

Alonso, siempre que tenía ocasión, compraba a los campesinos pan de centeno y cebollas. Pero su amo consideraba estos alimentos rústicos, indignos de un hidalgo adinerado como él. Y en cuanto llegaban a una villa, enviaba a Alonso a comprar carne, de la que siempre le daba un poco. Por esta y otras razones, el joven le cogió aprecio a don Agustín. Solía caminar a su lado para disfrutar de las largas horas de conversación con las que los comerciantes entretenían el viaje. Y así fue como un día oyó hablar del país de Jauja.

—Es una tierra llena de riquezas, donde las perlas cuelgan de los árboles y los manjares abundan
más
que el agua —afirmó Antonio Álvarez, uno de los comerciantes de lanas—. Todo el que logre encontrar la tierra de Jauja pasará el resto de su vida regaladamente.

—¿Y dónde se encuentra ese maravilloso lugar? —preguntó con cierta sorna Agustín Cegarra.

—Nadie lo sabe.

—Ya me lo barruntaba yo.

Pablo Álvarez, el sobrino de Antonio, que viajaba sobre una muía gris, a la derecha de Alonso, intervino:

—La culpa de ese engaño la tiene Lope de Rueda, que escribió un paso sobre Jauja y lo va representando por todas partes.

—¿Una obra de teatro? —se admiró Agustín.

—Sí. Yo tuve ocasión de verla en un corral de Sevilla. Uno de los cómicos decía que en Jauja hay árboles con troncos de tocino cuyo fruto son buñuelos; que está atravesada por dos ríos: uno de miel y otro de leche; que las calles están empedradas de huevos. Y que hay una fuente de mantequillas y otra de requesones, que no parece sino que están diciendo: «Cómeme, cómeme».

—¡Se me está haciendo la boca agua! —exclamó Alonso, casi sin darse cuenta.

—Ya veis el efecto de esa fantasía tan suculenta. El hambre ha llevado a muchos a creer que es cierta. ¡Y no existe nada parecido en el Nuevo Mundo!

—A Sevilla llegan buques cargados de plata, yo los he visto —terció su tío.

—Esa plata no procede de Jauja, sino de las minas de Potosí.

Alonso deseó llegar cuanto antes a las Indias, para ofrecerle a su madre una vida mejor.

XII
EL PUERTO DE LAS INDIAS

Sevilla. Finales del mes de junio del Año del Señor de 1548

L
a caravana de tratantes de lana con la que viajaba Alonso entró en Sevilla, por la puerta de Córdoba, un atardecer de finales de junio del año de 1548.

Tras bordear la muralla por su parte interior, desembocaron en el Arenal, una franja de arena que hacía las veces de puerto fluvial. Un bosque de mástiles impedía ver las aguas del río, ¡tantos eran los buques atracados en sus orillas!

Pese a lo avanzado de la tarde, la actividad era frenética: carromatos llenos de paja, sal y mercancías se cruzaban en el Arenal con coches de paseo, jinetes, estibadores, marineros, pilotos, hidalgos y rufianes.

«Puerto y puerta de las Indias y Babilonia de España», le habían dicho a Alonso los estudiantes de Salamanca que era Sevilla. Ahora comprendía por qué. Se oía hablar en florentino, francés, flamenco, genovés, inglés y otras lenguas extrañas, todas irreconocibles para él. A cada paso se tropezaba con gallegos, vizcaínos, catalanes, burgaleses, toledanos, extremeños, que acudían a Sevilla para hacer la travesía a las Indias.

Después de haber ayudado a descargar los carros y las muías de su amo, fue a comprar una torta en un puesto callejero que había enfrente. Agustín Cegarra, el banquero, que se había quedado hablando con unos estibadores, se acercó a despedirse:

—Tu compañía me ha sido grata y provechosa, mancebo.

—Lo mismo digo, señoría.

—¿Cuándo partirás a las Indias?

—Aún no lo sé.

—Toma —dijo poniéndole en la mano un escudo y cuatro reales—, esto te ayudará a sobrevivir hasta que salga tu barco. No te acerques a la puerta de Goles, que está llena de picaros; siempre que puedas entra y sal por la del Arenal. —Lo abrazó—. Que el Señor te conceda una travesía afortunada.

Alonso se emocionó. Aquel hombre, judío o cristiano, lo había tratado como a un hijo y le estaba agradecido.

Compró unos pasteles, para celebrar que había cumplido catorce años, y pasó la noche en un albergue barato que encontró nada más traspasar la puerta del Arenal, justo enfrente de una enorme montaña de basura. Durante la noche el hedor era insoportable y Alonso tuvo que meter la cabeza bajo la almohada para poder conciliar el sueño.

«¿Es que el cabildo de esta ciudad tan próspera no tiene dineros para retirar la basura?», se preguntó mientras el sueño lo vencía.

A la mañana siguiente, ansioso por cumplir el encargo que le había hecho el prior, madrugó bastante.

—¿Sabéis dónde podría encontrar al presidente del Consejo de Indias? —le preguntó al encargado del albergue.

—Yo no me trato con gente tan ilustre. Ve al mentidero, en los escalones de la catedral. Allí se comenta cuanto acontece en Sevilla y seguro que lo saben.

A esa hora tan temprana, las calles estaban vacías. Alonso dio una vuelta alrededor de la catedral, asombrado por su belleza y grandiosidad. Se sentó en los solitarios escalones del mentidero y esperó a que llegase alguien.

Por fin, apareció una extraña pareja. Él llevaba un tablón y un par de borriquetas en las manos; ella, un canasto de frutas y hortalizas sobre la cabeza. Sus ropas eran peculiares. El hombre vestía sayón y calzas de sarga. La mujer, polainas, enrolladas con cordeles desde los tobillos a las rodillas; se tapaba la cara con un manto sujeto a la cabeza con una banda de tela.

Comenzaron a montar su tenderete, a un lado de las escaleras.

—Buen día os dé Dios —les saludó Alonso.

—Que… el Misericordioso os guarde —contestó el hombre con el acento ceceante de las gentes del sur.

Alonso cayó en la cuenta de que debían de ser moriscos, es decir, «los cristianos nuevos de moro» de los que había oído hablar durante el viaje a Sevilla.

—¿Sabéis dónde puedo encontrar al presidente del Consejo de Indias? —les preguntó.

—No, pero dentro de un par de horas empezarán a llegar los del mentidero y os informarán. Nosotros somos campesinos; madrugamos mucho para ser de los primeros en entrar en la ciudad y coger buen sitio.

—Os echaré una mano —dijo al ver que el hombre tenía problemas para extender el toldo.

Mientras, la silenciosa mujer disponía las verduras en el puesto. Cuando acabó, se acercó a Alonso y le ofreció la manzana más grande de la cesta.

—¡Muchas gracias!

—Gracias a ti por ayudarnos, mancebo —respondió ella.

En tanto se comía la manzana, Alonso se fijó en la torre cuadrada que sobresalía por encima de las agujas góticas de la catedral: parecía construida en un estilo diferente al del resto del edificio.

—Esa torre tiene un aire extraño —le comentó al morisco.

—En otro tiempo formaba parte de la mezquita.

—¿Qué mezquita…?

—Ven.

Condujo a Alonso hasta una pesada puerta recubierta por láminas de bronce.

—Esta era la entrada. Se llamaba Puerta del Perdón. —Señaló unos signos geométricos grabados en el bronce—. ¿Sabes qué dice?

—Ni siquiera sabía que fuera escritura.

—Yo no sé leer árabe, pero mi abuelo sí. Y también el aljamiado
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. —Pasó sus dedos manchados de tierra sobre los signos—. Me leyó lo que está escrito en esta puerta.

—¿Qué dice?

—«El poder pertenece a Alá y la eternidad es de Alá» —recitó el morisco con devoción.

Hablaba con el mismo fervor que el padre Xoán, aunque fuera un infiel, pensó Alonso.

Un hombre con ropas también moriscas, pero más lujosas que las del campesino, se acercó.

—Que la paz sea contigo, Alí.

—Contigo sea, Muhammad. Este mancebo busca al presidente del Consejo de Indias, ¿por casualidad sabes tú dónde encontrarlo?

—Que pregunte en la Casa de Contratación, allí estarán al corriente.

—¿Está lejos de aquí? —le preguntó Alonso.

—No, allí enfrente; dentro de los Alcázares.

—Gracias, y que Dios os guarde —se despidió Alonso.

—Alá te guíe —respondió Muhammad.

—Yo… soy cristiano.

—Es el mismo Dios.

—¡Ah! Pues que Dios os guíe también a vosotros.

Después de mucho preguntar y rogar en las puertas de las diversas dependencias, un par de horas después Alonso consiguió dar con la oficina del secretario del presidente del Consejo de Indias. Cuando entró, el hombre sesteaba con las manos cruzadas sobre su voluminoso vientre.

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