El corazón del océano (16 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

Tomó el capitán Salazar la costumbre de llevar a doña Isabel y a las muchachas a dar paseos por la ciudad, por el Arenal, o en barca por el Guadalquivir al atardecer. Durante ellos, solía contarles historias del otro lado del mar. Un día les relató cómo cayó el fuerte del Espíritu Santo en poder de los indios.

—Detrás del ataque al fuerte había una trágica historia de amor. Mangonré, un cacique indio, se enamoró de la hermosa Lucía de Miranda. Tan ciego de amor estaba que, para raptarla, atacó el fuerte, aprovechando que parte de los hombres, entre ellos el marido de Lucía, habían salido de exploración. En el asalto murieron Mangonré y muchos indios por un lado, y todos los españoles, excepto cinco mujeres y tres muchachos, por el otro.

De esta forma tan desgraciada pereció el fuerte del Espíritu Santo —inhaló una bocanada de aire y se llevó la mano derecha a la empuñadura de la espada—, el primero en instalarse a orillas del Río de la Plata.

—¿Qué fue de Lucía de Miranda? —preguntó Ana.

—Hubiera sido ejecutada de no ser porque Girito, el hermano de Mangonré, quedó, a su vez, prendado de ella y la hizo su esposa.

—¿Así terminó todo?

—No. Sebastián Hurtado, el marido de Lucía, fue a rescatarla. Como era de esperar, cayó prisionero de Girito, quien lo condenó a muerte. Pero las lágrimas de Lucía de Miranda conmovieron al cacique y le perdonó la vida a condición de que ambos cónyuges se mantuviesen separados.

El capitán se calló, ensimismado en sus recuerdos.

—¿Lo hicieron?

—El amor que se tenían ambos esposos quebrantó esta condición. Se vieron a espaldas de Girito hasta que una antigua favorita del cacique, celosa de Lucía, los delató. Fueron condenados a muerte y ejecutados juntos. —Ana y las otras jóvenes se estremecieron—. Esta es la historia que se cuenta en el Río de la Plata sobre la razón del ataque de los indios al fuerte del Espíritu Santo —terminó el caballero con un suspiro. Luego, al ver las caras atribuladas de las jóvenes, sonrió conciliador. No era su intención asustarlas.

—Las españolas somos mucho más hermosas que las indias, es natural que los indios se enamoren de nosotras —comentó María de Sanabria, la hija mayor del Adelantado.

Ana vio un brillo burlón en los ojos de Salazar.

—He conocido indias tan bellas que podrían competir con las damas más hermosas de Sevilla y aun de la corte —contestó el capitán.

—¿Es cierto que van desnudas? —preguntó Elvira, la hija de doña Isabel.

—No siempre. En ocasiones, de cintura para arriba.

—¡Qué indecencia!

—No tienen idea de que esté mal —trató de explicarle el capitán.

—¡Le diré a mi padre que no consienta tamaña desvergüenza, al menos en nuestra presencia! —exclamó María de Sanabria.

Atracaron el bote cerca de una rampa por la que tres esclavos blancos, muy rubios, y cuatro completamente negros introducían barriles en la sentina de un barco.

—¿Son los indios como esos esclavos? —preguntó la pequeña Isabel, señalando a los hombres de piel oscura.

—No, su piel es tan solo un poco más tostada que la nuestra —contestó el capitán.

—¿Como la de los moros?

—Más o menos.

—Me dan miedo los hombres negros.

—¿Por qué?

—Mi abuela dice que cuando las niñas se portan mal, del interior de la tierra sale un hombre como la noche y se las lleva.

—No dejes que te asusten esos cuentos de viejas, pequeña. ¡Ojalá hubiera muchos más negros en el Nuevo Mundo! Son más resistentes que los indios para el trabajo.

—¡Eso es una crueldad! —se le escapó a Ana.

La mirada de Salazar se endureció.

—Ya os dije que no deberíais hacer caso a ese fraile… Pedro… como se llame.

—Se llama Bartolomé de las Casas. Dice que los indios son nuestros iguales y como tales deben ser trata…

—¡Esas opiniones no se acomodan con las de una dama que aspira a convertirse en la esposa de un conquistador! —dijo secamente Salazar.

Al notar las miradas burlonas de sus compañeras, Ana, roja como la grana, agachó la cabeza, consciente de que había perdido la estima del capitán.

Doña Isabel sacó otro tema de conversación para obviar la descortesía en que había incurrido el capitán al reprender a aquella muchacha delante de las demás.

—Se dice que muchas haciendas se están arruinando por culpa de la gran cantidad de plata que llega de las Indias y que no hace más que subir los precios. ¿Qué opináis de eso, capitán?

—Que es cierto, aunque me temo que ¡ni la ruina conseguirá hacer trabajar a nuestros hidalgos!

Se adelantó para colocarse junto a doña Isabel y ambos continuaron el paseo conversando animadamente, sin prestar ninguna atención a Ana, que los seguía unos pasos por detrás.

«No muestres más saber que el que sea menester, que las sabihondas no gustan a los hombres», le había dicho su madre en muchas ocasiones. Y, a su pesar, tenía que darle la razón.

La pequeña Isabel, que correteaba de un lado a otro del Arenal curioseándolo todo, tiró de la capa al capitán y le preguntó:

—Esos hombres tan colorados, ¿de dónde son?

—Eslavos o germanos, supongo.

—Tienen la piel del color del demonio.

—Cuando no les da el sol, su piel es tan bella como la tuya, niña Isabel.

—Mi aya dice que son bárbaros.

—Nuestro emperador es germano y no es ningún bárbaro.

—Aunque lleve sangre germana, desciende de los Reyes Católicos —puntualizó María de Sanabria a su hermana pequeña, escandalizada por la comparación.

Salazar pellizcó con cariño la mejilla de la pequeña Isabel.

—Tengo un amigo germano llamado Ulrico
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en Asunción y, si sigue allí cuando lleguemos, te lo presentaré y verás que no es ningún demonio.

En ese instante la conversación se interrumpió porque apareció doña Mencía en una silla de manos. Iba a buscarlas para que visitaran juntas el palacio del Alcázar.

Ana quedó extasiada por su belleza. Era distinto a todo lo que conocía.

XVI
DIVERSIONES Y PROBLEMAS

Sevilla. Noviembre del Año del Señor de 1548

N
unca había pasado por Medellín una compañía de teatro, ni tan siquiera de cómicos de la legua —así llamados porque a causa de su mala fama se les obligaba a acampar fuera de la ciudad, «a una legua» de las murallas—. En cambio, a Sevilla llegaban con frecuencia compañías italianas o españolas, que representaban comedias y entremeses en los corrales de la ciudad. A verlos acudían sevillanos de toda clase y condición: desde las damas de más alcurnia a los siervos más humildes, sin olvidar a los hombres de armas y a los clérigos.

Isabel de Becerra había trabado amistad con el capitán Salazar y en cuanto se enteraron de que se representaba una comedia decidieron llevar a las jóvenes a verla, seguramente como excusa para ir ellos también. Así que una mañana doña Mencía les dijo a sus hijas:

—A eso de las doce vendrán el capitán Salazar y doña Isabel con sus hijas para llevaros a ver una comedia de un tal Lope de Rueda, un sevillano que está adquiriendo mucha fama por toda la comarca. —Las jóvenes lanzaron un grito de alegría—. Conviene que no os olvidéis del manto.

—¿Yo también lo llevo, mamá? —preguntó Isabelilla.

—No, tú no irás.

—¿Por qué?

—No es un espectáculo apropiado para una niña.

—¡Y si vienes tú, vendrá doña Sancha! —dijo Menciíta.

—¿A qué hora empieza la comedia? —preguntó María, corroída por la impaciencia.

—A las dos y media, para aprovechar la luz.

—¿Vos no vais a venir, madre?

—Me gustaría, pero hay muchos asuntos que resolver y vuestro padre no se encuentra bien. Id vosotras y divertíos.

A la entrada del corral de comedias, gentes variopintas discutían en la fila, a voz en grito, con los que intentaban colarse. Había quien saludaba a alguien junto a la puerta, al que ni conocía, y se quedaba junto a él. Otros esperaban turno para tres docenas de «familiares». Algunos, más profesionales, vendían el puesto varias veces.

La indignación que provocaban estos picaros entre los que esperaban pacientemente su turno se saldaba con insultos, pisotones, mordiscos, bofetadas o lo que fuese menester, con el resultado de callos hinchados, bocados en las orejas y quebrantos en las partes bajas.

Cuando Alonso estaba a punto de entrar, después de un par de horas de espera, Salazar y las seis damas se le pusieron delante.

Ayudado por dos escuderos, don Juan de Salazar les había abierto paso hasta la misma puerta del corral, entre las protestas e insultos de los villanos, que se resistían, tozudamente, a dejarles saltarse la fila.

Mientras el capitán negociaba con el portero el precio de las entradas, Ana se adelantó para asomarse al interior del corral.

Alonso se quedó arrobado mirándola. Ella, distraída con la bulla del público, ni se enteró.

Un par de coimas
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, más pintadas que un retablo, le cerraron el paso a Ana.

—¡Portero! ¡Diles a este galán y a sus damiselas que nosotras estamos antes!

—Son damas muy principales —arguyo el portero.

—¿Y qué crees que somos nosotras, muías? —dijo la más gruesa.

—¿Quieres que te mienta, horizontal? —replicó él haciendo alusión a la postura que la mujer tomaba para ejercer su «profesión».

Ella se puso las manos en los glúteos para burlarse a su vez de él.

—¡Este mayordomo de posaderas se cree muy listo! Has de saber que tanto mi amiga como yo somos doncellas.

—¿Doncellas…?

—Sí, doncellas, ¡vírgenes!

El portero estalló en carcajadas y el capitán Salazar, alarmado por el cariz que tomaba la conversación, apartó a doña Isabel y a las jóvenes de la puerta para que no escucharan.

La tarasca de pesadas carnes avanzó hacia el portero moviéndose con zalamería.

—Me has gustado y quiero regalarte, guardián de puertas.

—Si va a ser gratis, no te contengas.

La ramera aplastó sus experimentados «besadores» contra la boca del portero y lo empujó contra la valla. Tan cariñoso gesto tenía la intención de tapar a su compañera, que aprovechó para colarse sin pagar. Como el beso fue largo, Alonso se coló también. El portero advirtió el engaño, pero solo pudo alcanzar a la coima por los pelos.

—¡Quieta! ¿Adónde ibas?

—Tengo licencia del director para entrar de balde.

—¡Aquí paga todo el mundo, que lo que se saca es caridad para el hospital!

Después de recolocar a las dos «profesionales» en la fila, el portero volvió junto a Salazar y le dijo:

—Haríais bien en alquilar un aposento para esas damas, porque como habéis visto la cazuela no es lugar apropiado para ellas.

—Esa era mi intención. —Salazar le puso dos monedas en la mano—. Quedaos con las vueltas. —La cara del portero se iluminó con una sonrisa y, a continuación, le hizo un gesto al acomodador para que se acercase.

—Conduce a este hidalgo y a sus damas al aposento de la derecha, el que queda más cerca del escenario.

—¡Hi de pu…! —exclamaron las coimas en cuanto se alejaron—. ¡Es una injusticia!

El acomodador, con pericia profesional, les abrió paso a través del patio del corral, atestado de gentes rudas y vocingleras.

—¡Aguaaa de cebada! ¡Alojaaa fresquita! ¡Horchata y naranjaaas de Valencia! ¡Orejones de melocotón! ¡Confituras! ¡Almendras garrapiñadas! ¡Torreznos! —proclamaba a voz en grito uno de los alojeros
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.

—¡Yo quiero de todo eso! —exclamó Menciíta.

Su hermana María se puso el índice delante de los labios para indicarle que se callara.

Tras subir por una estrecha escalera que conducía al primer piso, el acomodador se detuvo en la última puerta, que abrió con una llave que llevaba colgaba del cinto.

—Ya pueden pasar vuestras mercedes —dijo con una reverencia.

La estancia estaba en penumbra, pues una celosía cubría la única ventana desde la que se veía el escenario.

—Desde aquí podréis ver la representación cómodamente sentados, sin ser vistos —señaló las sillas situadas alrededor de la celosía.

—Sí, se ve bien el escenario. —Salazar le dio una moneda al acomodador, que la recibió con una untuosa reverencia.

—Gracias, caballero. Si deseáis refrescos de aloja o garrapiñadas para las damas yo mismo os los subi… —Le interrumpieron unos gritos femeninos, seguidos de juramentos y bofetadas. El acomodador se arrimó a la celosía para ver qué pasaba.

—¡Callad, brujas! —berreó. Se volvió y cambió a un tono amable para dirigirse a Salazar—. He de irme. Si necesitáis algo, sacad un pañuelo por la celosía y yo subiré al instante.

—¿Qué ocurre? —preguntó doña Isabel.

—Hay follón en la cazuela. El empujador está apretando a las mujeres y ellas se resisten.

—¿El empujador… ?

—Sí, las aprieta para que quepan todas en la cazuela.

—¿De qué cazuela habláis? —terció Ana, curiosa como siempre.

—¿Veis esos bancos del primer piso donde están las mujeres?

—Sí.

—Se llaman cazuela.

—¿Por qué?

—Porque los cuchicheos de las mujeres semejan el ruido que hace el agua al hervir… ¡Os dejo; me voy a ver si la enfrío!

El griterío no cesó hasta media hora después, cuando un cómico salió al escenario a recitar una loa y dar comienzo a la función.

Ana y las muchachas escuchaban embelesadas. Rieron sin parar titilante todo el espectáculo mientras degustaban los refrescos y dulces que les había comprado el capitán.

A la salida fueron a los jardines del Alcázar, donde las esperaba doña Sancha, el aya de Isabelita, con la niña. Mientras sus compañeras jugaban a mantear un pelele de trapo que había llevado el aya, Ana se acercó a escuchar la conversación que doña Isabel mantenía con el capitán Salazar. Y así se enteró de que don Juan de Sanabria tendría dificultades para hacerse con el mando de Nuestra Señora de la Asunción.

—El Adelantado es el representante de nuestro emperador Carlos en el Nuevo Mundo —decía doña Isabel.

—Eso no impresiona a nuestros conquistadores, señora. Son gente ruda que viaja a las Indias para hacer fortuna a costa de lo que sea.

—Aun así, es imposible que desobedezcan las órdenes de nuestro emperador.

—Domingo Martínez de Irala detenta el poder en Asunción y no se lo dejará arrebatar así como así.

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