El cerrajero del rey

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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

 

En el inicio del siglo XVIII, el joven Francisco Barranco llega a Madrid para trabajar en el taller de José de Flores, con el que aprenderá el oficio del hierro y los secretos de los cerrajeros reales, las únicas personas que guardaban las llaves de todas las puertas del Alcázar real. El muchacho pronto demuestra su extraordinaria habilidad y sus ganas de llegar al ser el mejor dentro del gremio, lo que le granjeará el total apoyo de su maestro y la terrible inquina de otro aprendiz.

Francisco entabla amistad con un actor de comedias que le abre las puertas del palacio de los Goyeneche, donde descubre el amor prohibido por la condesa de Valdeparaíso y se mete de cabeza en los oscuros politiqueos de la corte en una época convulsa en la que Isabel de Farnesio lucha por mantener su poder frente a su hijo, el futuro Fernando VI y su nuera Bárbara de Braganza. Sin saberlo, el cerrajero se convertirá en el centro de una intriga cortesana que busca descubrir una nueva manera de fundir el acero para convertir a España en una nueva potencia bélica.

María José Rubio se adentra por primera vez en la novela histórica con una fascinante trama en la que los personajes se mueven a sus anchas por las calles de la villa y corte y viven en primera persona el terrible incendio del antiguo Alcázar y la construcción del nuevo palacio real.

María José Rubio

El cerrajero del rey

ePUB v1.0

Dirdam
10.05.12

Título original:
El cerrajero del rey

María José Rubio, 14 de febrero de 2012.

Editorial: La esfera de los libros

ISBN: 9788499703107

Editor original: Dirdam (v1.0
)

ePub base v2.0

A Casilda, Nacho y Javier. Por y para ellos, siempre.

A aquellos que han inspirado este libro desde el pasado y el presente.

Cada uno sabe su parte.

Agradecimientos

A Palmira Márquez, mi agente; Ymelda Navajo y Berenice Galaz, mis editoras; y todos mis amigos de La Esfera de los Libros, con el cariño y el agradecimiento de siempre.

Capítulo 1

El sonido retumbante del mazo sobre el yunque ponía fin a la infancia de Francisco Barranco. A su edad, se necesitaba valor para no temer al hierro al rojo vivo, a las llamas del carbón, a las chispas producidas por el golpe del metal.

—¡Machaca con tiento, muchacho, y en el punto exacto donde yo marque, si no quieres arruinar la obra entera y quedarte sin cena!

Francisco era el aprendiz y José de Flores su maestro, el reputado cerrajero del rey, uno de los artesanos de más prestigio en el Madrid renaciente de 1714. Francisco se había acostumbrado a su trato brusco, conforme sus manos, antes infantiles y blancas, adquirían la dureza de los callos producidos por el roce de las herramientas y la negrura del carbón, que tiznaba a diario su cuerpo y sus modestas ropas. Hacía mucho que había olvidado la cómoda sensación de bienestar del hogar materno.

Con sus oscuros y vivos ojos fijos en el golpeo del mazo, Francisco esperaba que algún día todo aquel esfuerzo mereciera la pena.

A sus trece años, el recio trabajo le había hecho madurar a golpe de hierro y carbón. La abstracción hipnótica del fuego candente en la fragua provocaba en él largos episodios de ausencia mental, en los que intentaba rebuscar en su memoria aquellos momentos de una infancia despreocupada. Durante muchos meses, la imagen del rostro de su madre había estado presente en sus pensamientos. El tiempo había ido desdibujándola después. Apenas recordaba ya su expresión de afecto. Francisco había ido perdiendo con ello el vicio de la queja. Al fin y al cabo, era un afortunado. La guerra había dejado muerte y ruina por todo el país y tan sólo unos pocos privilegiados tenían la suerte de vivir en aquel lugar en el que nunca faltaría trabajo y sustento: la corte.

El taller era espacioso, porque así lo exigían los muchos encargos provenientes de los palacios reales. A pesar de su amplitud, se percibía una sensación de abigarramiento y desorden. Muros encalados en un blanco mudado ya, por efecto del hollín, en gris y negro como el cielo de una tormenta. Herramientas de toda condición y tamaño se alineaban a lo largo de las paredes, suspendidas de largas barras horizontales, esperando a ser utilizadas en cada fase precisa del oficio. Bajo las ventanas, en el rincón de la estancia preferido por Francisco, una larga y estrecha mesa de gruesa madera, sobre la cual se amontonaban cerraduras y llaves a medio hacer, el trabajo fino, junto a limas, buriles y punzones necesarios para darles forma.

En el lado opuesto, la fragua, con su enorme cubeta de ladrillo, repleta de rojo carbón centelleante por las fuertes corrientes de aire que insuflaban dos enormes fuelles de cuero y madera, sujetos a la tobera por donde escapaba el irrespirable humo, que a veces llenaba de lágrimas los ojos del joven aprendiz.

En el centro, sobre dos macizos troncos de árboles centenarios, reposaban sendos yunques de superficie brillante y ya aterciopelada por efecto del incesante machaqueo. Allí trabajaban, frente a frente, Francisco y su maestro.

Los últimos días en el hogar familiar habían sido felices. A su corta edad había asimilado bien la ausencia de su padre y el visible deterioro físico de su madre, enferma y prematuramente envejecida por las preocupaciones, a pesar de haber sido una mujer bella en su juventud reciente.

Felipe Barranco, el cabeza de familia, había sido un hidalgo venido a menos, como tantos otros en las últimas décadas, afincado en la pequeña localidad de Morata de Tajuña, situada a diez leguas de Madrid. El pueblo, señorío del poderoso conde de Altamira, le acogió con los brazos abiertos, cumplidos ya los treinta años. Felipe era un hombre modestamente letrado. Pronto encontró ocupaciones como oficial de tributos en el ayuntamiento y administrador en la tesorería del conde. Su boda con la hija del regidor de la villa, llamada Teresa Salado, no se hizo esperar. Teresa, de rostro armonioso y dulce, físico bien proporcionado y carácter acompasado, apenas había hecho otra cosa en su vida que aprender a acicalarse, bordar, escribir en pliegos de caligrafía y leer libros místicos. La sospecha de haber quedado estéril, como consecuencia de la viruela sufrida a los catorce años, la había mantenido hasta entonces soltera, pues ningún hombre del vecindario se aventuró a pedirla en matrimonio.

Acostumbrado al manejo de caudales, Felipe Barranco había ahorrado con presteza lo suficiente para arrendar al señor de Morata algunas fanegas de viñas y olivos a la vera del río. Los jornaleros más pobres trabajaban estas tierras para ganarse el sustento. Con los frutos de todo ello la familia Barranco se había asegurado un digno modo de vida en aquellos tiempos que se adivinaban difíciles y cambiantes. Su casa, de amplia fachada encalada en blanco, dos pisos de altas ventanas enrejadas y un gran portalón de granito y madera, no desdecía un ápice de las residencias más nobles del lugar. En su interior, un conjunto de seis sillas de Inglaterra lacadas en negro, una mesa de ébano y bronce y varias camas de Portugal, entre otros muebles, daban cuenta de la desahogada situación económica del dueño. Su responsabilidad en el cobro de impuestos le obligaba a desplazarse con frecuencia a poblaciones cercanas, dentro de las lindes del señorío de Altamira, e incluso a alargar el trayecto hasta Madrid para negociar los tributos reales. En cada viaje, Felipe Barranco aumentaba su afán de conocimiento y riqueza. Aspiraba a convertirse algún día en servidor de la Corona, a colocarse en alguna de sus administraciones y consejos.

Mientras tanto, atesoraba en su hogar tres enormes baúles con una modesta biblioteca: libros viejos y nuevos, con tapas de cabritilla o suave cuero y hojas de fuerte olor a papel, que había comprado a su paso por ferias y mercados. Felipe creía en el poder de la lectura como medio del progreso del hombre.

Hacía un par de años que llevaba asentado en Morata cuando llegaron las noticias de la muerte en Madrid del rey Carlos II. Corría el año de 1700 y con aquel triste soberano se acababa la dinastía de los Habsburgo. Las discusiones en el modesto ayuntamiento eran ahora eternas. Se hablaba de rumores que anunciaban la inminente llegada de un nuevo rey extranjero. Un francés, Borbón, nieto del rey Sol, cabalgaba ya hacia España para ocupar el trono como Felipe V.

El matrimonio Barranco se adhirió con lealtad al recién estrenado monarca, intuyendo que sería portador de prosperidad, siempre y cuando su coronación no causara disturbios. Pronto se corrió la voz de su entrada en Madrid y de su viaje a los pocos meses a Barcelona, para casarse con la princesa María Luisa Gabriela de Saboya. Apenas había dado tiempo a acostumbrarse a leer su nombre encabezando los documentos oficiales cuando se supo que el trono recién ocupado corría peligro.

Aquellos desórdenes que temía Felipe Barranco se hicieron realidad. Media Europa había declarado la guerra a Felipe de Borbón en defensa de los derechos al trono español de otro candidato austriaco. El país, sumido ya en la miseria económica, comenzó a prepararse para una contienda que acabaría por arruinarlo. Soldados y paisanos de los dos bandos opuestos convirtieron esta Guerra de Sucesión en un enfrentamiento civil.

En estas circunstancias vino al mundo Francisco Barranco, tras un parto recio y largo, que puso a su madre al borde de la muerte y la dejó, ahora sí, estéril para el resto de sus días.

Francisco era un niño fuerte y enérgico, de pelo oscuro como sus ojos y mirada noble y profunda. Por su carácter inquieto y aventurero no era raro verle regresar a casa magullado de las trifulcas infantiles en las que se veía involucrado. Se aburría en la escuela con aquel único maestro de letras que alcanzaban a pagar los escasos caudales del ayuntamiento. Y no era porque a Francisco no le gustara la lectura. Todo lo contrario, pues sentía verdadera fascinación por aquellos baúles cargados de libros que con tanto mimo manejaba su padre.

Durante un tiempo alcanzó a compartir con él los ratos en que éste ordenaba pacientemente sus joyas impresas. Había allí volúmenes de historia, filosofía, literatura y ciencias. Algunos muy llamativos como esas
Memorias de Trevoux,
que se publicaban en Francia sobre novedades culturales y científicas, y que sólo unos pocos españoles ávidos de conocimiento buscaban entre los mercaderes de libros. En alguna ocasión, Francisco había colaborado en marcarlos a tinta con la identidad paterna. Preso de gran excitación, el niño los sacaba tomo a tomo de los baúles, los llevaba a la mesa donde su padre escribía a pluma en la primera página su nombre y apellido, y los devolvía a su lugar con sumo cuidado. Fue el juego más especial de su infancia, el que más impronta dejó en sus recuerdos, hasta que la guerra lo transformó todo.

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