El aprendizaje tocaba a su fin justo cuando Francisco cumplía los dieciocho. Había aprovechado bien el tiempo durante los últimos cinco años.
Su físico se había desarrollado conforme lo exigía la rudeza del oficio, con el cual se sentía ya plenamente identificado. Su postura erguida, anchas espaldas y fuertes brazos hablaban por sí solos del duro trabajo que venía ejerciendo desde la adolescencia. Las manos se le habían endurecido, pero conservaba en ellas la delicadeza artesanal imprescindible en las labores que exigían finura y precisión.
Dentro del taller había avanzado por fin hasta el banco de trabajo, aquella mesa alta y estrecha pegada a las ventanas, donde se aprovechaba la luz diurna en toda su intensidad para llevar a cabo las obras más menudas y técnicas de la profesión de cerrajero. Allí aprendió a fabricar sus primeras llaves y cerraduras, a construir y ensamblar cada una de sus pequeñas piezas; a arreglar mecanismos, reponer muelles y resortes; a horadar bocallaves. Demostró ser muy hábil en el uso de la lima, los buriles y el torno. Bruñía y daba brillo al hierro con extraordinaria paciencia. Tenía imaginación para inventar y ojo artístico para los aspectos decorativos.
El maestro no dudó en dar por terminada esta etapa de su formación y por cumplido su inicial contrato vinculante, aunque convinieron de mutuo acuerdo en alargarlo indefinidamente. Flores puso en sus manos los trescientos reales que ante notario habían acordado y lo abrazó como nunca antes lo había hecho.
—Espero que ahorres, o al menos gastes la paga en comercios dignos. Sería una estupidez que la regalaras a mujerzuelas o taberneros —le recomendó con solemnidad.
—Descuide maestro. No será tan fácil desplumarme.
A pesar de las buenas intenciones, Francisco se dejó llevar alegremente por la tentación de probar el poder del dinero en los tugurios, donde pasó más de una noche entre meretrices, aprendiendo otras facetas de la vida en las que hasta ahora había profundizado poco. Guardó parte sustancial de lo ganado, sin embargo, para comprar vestimenta de calidad acorde a su nuevo estatus. Su grado de oficial fue anunciado por Flores en la primera junta del gremio, en cuyo libro de oficialía quedó inscrito, junto con la continuación de su nexo profesional a la cerrajería real. Félix Monsiono lo había logrado tan sólo seis meses antes. La rivalidad entre ambos había permanecido viva en todo este tiempo. No se trataba ya del enfrentamiento de dos chicos provocado por envidias profesionales o celos pueriles.
Francisco y Félix eran hombres cargados de la ambición propia del inicio de la vida adulta y Josefa seguía siendo el resorte íntimo de la profunda enemistad entre ellos.
La inclinación de Josefa hacia Francisco era obvia y notoria a los ojos de todos. Él la quería, no podía negarlo, pero aun así se resistía a adquirir demasiado pronto un compromiso formal. Flores valoraba en su fuero interno la actitud del oficial, evidencia de su carácter honesto. Lejos de buscar los beneficios debidos a un ventajoso matrimonio con la hija del maestro, Francisco prefería preservar de momento su libertad y demostrar que podía progresar en el oficio por sí mismo. Sentía atracción y cariño sincero por ella, pero no pensaba atarse a una mujer tan pronto. Josefa sufría su mal de amores calladamente, mientras simulaba no importarle la espera. Compartir la vida familiar con Francisco le bastaba por ahora para satisfacer su enamoramiento. Aguantaría con paciencia a que él decidiera un día hacerla su esposa. Como toda jovencita casadera, lo ansiaba. Y todos creían que tarde o temprano así ocurriría. Todos, menos Félix, que no perdía la esperanza de ser correspondido alguna vez por Josefa en esa obsesión que tenía por ella desde hacía años, antes de que se cruzara el rival en su camino.
Francisco trabajaba una mañana sobre la mesa del taller. Limaba con precisión las guardas de una llave de palacio. Estaba solo. Las mujeres habían acudido a los oficios de la iglesia; el maestro Flores al real alcázar, mientras que Félix se había marchado con la carreta de la fragua hasta la puerta de Toledo, donde habría de recoger de un comerciante la carga de buen carbón de jara convenida para principios de cada mes. A través de la ventana observó acercarse a un hombre joven, de buen aspecto. No parecía un caballero de postín, pero tampoco gastaba ropas ni ademanes de artesano. El visitante golpeó el llamador con decisión y Francisco lo atendió a pie de puerta.
—Busco al maestro Flores. ¿No es ésta la cerrajería real?
—Ésta es. Pero el maestro está ausente. Soy su oficial. ¿Qué se te ofrece?
—Me manda Luis de Rubielos, el dueño y señor de la compañía de cómicos que actúa ahora en el teatro del Príncipe. ¿Lo conoces?
—No tengo el honor.
—Se ve que llevas una vida poco mundana, amigo. Don Luis, además de ser un ilustre vecino de tu barrio, es famoso en el teatro.
Su compañía recauda más que ninguna otra en Madrid. Nuestras representaciones están siempre desbordadas de público. Hasta dos mil reales sumamos en un solo día. Y digo
nuestras
porque formo parte de la compañía. ¿Se me nota, verdad? Pero no nos hemos presentado. Soy Pedro Castro, cómico. —Le estrechó la mano—. Tu nombre es…
—Francisco Barranco, oficial de cerrajero. Ahora tengo prisa por terminar un trabajo, así que si abrevias, quizás pueda ayudarte.
—Tienes razón. El eterno defecto del comediante: hablar demasiado… Resulta que de las siete puertas que tiene el teatro del Príncipe en su fachada, justamente ha aparecido forzada esta mañana la de entrada a la contaduría, donde se guardan documentos y caudales. Rubielos está que bufa porque esta tarde estrenamos comedia.
—¿Un intento de robo?
—Puede ser obra de ladronzuelos, sí, pero quién sabe. En este mundillo abundan las rivalidades. Hay una guerra declarada entre comediantes y, lo que es peor, entre facciones de espectadores. Chorizos llaman a los seguidores de nuestro teatro, el del Príncipe, Polacos a los del corral de la Cruz y Panduros a los del teatro de los Caños del Peral, el preferido de la corte ¿Lo sabías? ¿Qué te parece?
—Una discusión frívola y absurda. Repito, ¿en qué puedo ayudarte?
—Tienes una mente práctica, cerrajero. Deberías probar los deleites y pasiones del arte. En fin, don Luis me manda buscar al maestro Flores para ciertos arreglos. Ya le dije que cualquier otro podría resolverlo, pero exige que sea él. Por lo visto se conocen desde hace décadas y no se fía de nadie más. Sospecho que tiene relación con el escondite de los caudales…
—Ya te he dicho que el maestro no está, pero… —una idea cruzó por su mente como un relámpago—, yo mismo puedo arreglarlo. Soy su oficial de mayor confianza.
—Bien. Asunto resuelto. Acompáñame de inmediato al teatro, querido amigo.
El oficial envolvió algunas de las herramientas en un hatillo y siguió al cómico hasta la plaza de Santa Ana, hermoso espacio entre callejuelas, en cuyo frente se alzaba el alto edificio del corral de comedias, con su sobria fachada de ladrillo y sus famosas siete puertas, que distinguían el acceso a los diferentes espacios para espectadores, desde el zaguán al patio, las gradas, la cazuela para mujeres o los aposentos de nobles y ricos.
A pesar del corto recorrido, atravesando la céntrica Puerta del Sol, los dos jóvenes tuvieron ocasión de entablar amistad. Pedro logró entresacar a Francisco un breve relato de su vida desde que llegó a Madrid, pero fue él quien habló durante la mayor parte del tiempo. Desde su más tierna infancia se recordaba rondando un escenario. Pertenecía a la saga de los Castro, actores y dramaturgos de fama, triunfadores en los teatros de la corte. Él mismo se consideraba un buen cómico, aunque no debía pensar lo mismo su familia, que lo tenía relegado a papeles de cuarta o quinta fila. En muchas comedias no hacía sino ocuparse del vestuario y ejercer de apuntador.
—No lo entiendo. Tengo todas las cualidades naturales para triunfar: galante figura, rostro bien parecido, facilidad de palabra, buena voz y donaire. Lo demás se logra con experiencia, pero si no me dejan adquirirla, ¿cómo piensan que podré alcanzar el éxito? —se quejaba, andando a buen ritmo—. Aun así, me considero un hombre afortunado. La farándula me ha hecho conocer bien la condición humana. Me permito gastar lo que gano y vivo con libertad, rodeado de bellas mujeres… ¿Has oído hablar de la actriz Ana Hidalgo?
—No. Ya sabes que soy ajeno a tu mundo.
—La llaman la Venus por su hermosura y yo la he contemplado en todo su esplendor, lo que se dice desnuda, en el vestuario…
Deberías verla actuar. Interpreta los papeles principales y el público la adora.
Llegaron a las puertas del teatro. Francisco se presentó ante el empresario Luis de Rubielos y le convenció de que venía en nombre del afamado Flores. Mientras se enfrentaba al arreglo de las cerraduras forzadas, en especial la de una caja de caudales de hierro con un extraño candado de combinaciones alfabéticas, pensaba únicamente en el modo en que se haría perdonar por el maestro la osadía de haberle suplantado. Realizó la tarea con esmero y entretuvo a Rubielos explicándole los ingenios de seguridad que él mismo era supuestamente capaz de fabricar para evitar los hurtos. Sonó muy convincente, puesto que rescató de su memoria algunos de los sorprendentes mecanismos usurpados al baúl del cerrajero real. Don Luis quedó satisfecho con el trabajo realizado.
—Ese condenado de Flores es bueno hasta para formar discípulos —le dijo con jolgorio.
Francisco le pidió cien reales por el avío, que el empresario pagó sin rechistar, añadiendo en la nota de papel escrita como recibo unas palabras de saludo y gratitud a su viejo amigo.
—Vente esta tarde a la representación. Estás invitado por mí.
Aquí lo llevas escrito para tu patrón. Reponemos
Marta la Romarantina,
de José Cañizares. Es mi autor de comedias de magia preferido. Es fiscal de comedias, ¿sabes?, y dicen las malas lenguas que aprovecha todo lo que lee para adueñarse de las ideas ajenas y utilizarlas en sus propias obras. Qué más da… Yo me hago rico y él se hace rico. Ése es el trato.
—Gracias, señor —contestó Francisco—. Confieso que nunca he estado en el teatro.
—Buena ocasión para estrenarte. Las comedias de magia son la última moda entre el público, aunque sean un desatino completo. Son historias de nigromantes, astrología y alquimia. La trama es un absurdo, de una imaginación delirante. Hay damas encantadas y galanes que son demonios, entre enredos varios. Lo mejor es la tramoya, con la cual sorprendemos y espantamos al espectador a partes iguales. La gente asiste a mutaciones y milagros sobre el escenario. Mi peculio me cuesta, pero la recaudación no miente y la verdad es que siempre salgo ganando —sentenció orgulloso el empresario.
Francisco regresó al taller con el dinero recibido y la nota dirigida a Flores por delante. Sobraron las explicaciones. El maestro pasó del enfado a la aceptación del engaño más rápido de lo esperado.
—Déjale, en el fondo has de admitir que ha demostrado su valía y que puedes estar orgulloso de que trabaje bien en tu nombre —intercedió Nicolasa, logrando incluso que Francisco obtuviera permiso para asistir al teatro esa tarde.
Josefa lo vio alejarse, acicalado con la camisa de lazada al cuello y chaquetilla de reciente estreno. Deseaba fervientemente acompañarlo, pero se percató de que ella no formaba parte aquel día del plan de su amado. Francisco tenía ganas de zambullirse en la sociedad populachera de Madrid solo y procuró esquivarla antes de salir, para no darle explicaciones.
Ganga,
la perrita, logró en cambio escabullirse entre las puertas semiabiertas y siguió a su dueño por las calles que antiguamente habían sido su medio.
El bullicio de la gente que se amontonaba en los aledaños del teatro del Príncipe era excitante. Francisco no sabía exactamente hacia dónde encaminarse, pero pronto encontró a Pedro Castro, el cómico, esperándole en el zaguán de entrada. El centenario corral de comedias era una mole sencilla por fuera, pero compleja y bien compartimentada por dentro. Los espectadores se dividían por clases sociales y sexo. Los hombres del pueblo llano se situaban en el patio central, frente al escenario, y en las gradas laterales. Las mujeres accedían por una puerta diferente, en la calle del Príncipe, y subían directamente a la llamada «cazuela», el espacio reservado exclusivamente para ellas en la parte trasera, en un nivel más elevado. Las autoridades y la nobleza presenciaban la obra desde los aposentos, cubículos contiguos separados por muretes, algunos de ellos cerrados con espesas rejas para proteger la intimidad de sus ocupantes. Frente a todos ellos, un escenario austero, pero imponente, formado por un tablado en cuyo fondo se erguía una fachada de tres alturas, con balconadas de madera, cuyos huecos servían para hacer aparecer y desaparecer, según antojo del autor, a los personajes.
Francisco se situó en el patio, junto a Pedro, que quiso acompañarlo para explicarle los entresijos de la obra, la escenografía y los actores. Comenzó la función en medio de un expectante silencio, con la gran Ana Hidalgo en escena, melodramática y exagerada. Pero según iba avanzando la trama, con los efectos ilusorios de la tramoya, el público empezó a agitarse, acompañando cada golpe de efecto con algarabía. Francisco contemplaba absorto la función, casi más interesado por la reacción apasionada de los espectadores que por el escenario.
Detuvo su atención en uno de los aposentos de nobles. Detrás de la reja se vislumbraba a una joven dama de extraordinaria belleza.
Un vestido ampuloso, repleto de encajes y flores bordadas en seda, resaltaba la tez blanca de su rostro y escote. El pelo recogido en ondas, de un rubio ligeramente blanqueado con polvos de arroz, a la moda, servía de marco perfecto a su boca sonrosada y sus profundos ojos verdes. Sostenía entre las manos un librito, en el cual leía el texto original que se representaba en la comedia, que parecía interesarle vivamente. Iba acompañada por una mujer mayor, ataviada con un sencillo vestido negro, que a todas luces parecía una atenta y solícita criada.
—¿Qué haces, Francisco? No atiendes al teatro —le espetó Pedro, largándole un codazo en las costillas, al tiempo que dirigía la mirada hacia las localidades de los nobles—. Vaya, ya comprendo.
Te gusta más la dama…
—Nunca he visto una mujer tan hermosa en mi vida. ¿La conoces?
—Claro que la conozco, pero olvídate, no se hizo la miel para la boca del asno… Esas mujeres son de otra clase que no es la tuya.