Al parecer, el asunto de la cerradura robada en palacio, destapado por Francisco, se estaba resolviendo con varias detenciones. Los registros en las cerrajerías habían sido efectivos. La pieza había sido localizada escondida en una espuerta cargada de carbón en la fragua del maestro Antonio Martínez. El cerrajero, detenido y amenazado con la condena a galeras, había confesado los detalles del caso.
Declaró su participación en el plan urdido por un criado de la reina, uno de esos maestresalas que se ocupan del comedor y el servicio de cocina de las damas. El sujeto había supuesto que podría sustraer un cierre de palacio con el fin de adecuarle una llave maestra que facilitara el acceso al resto de las puertas interiores, sin otro fin que dejarse llevar por la seducción de la pequeña delincuencia.
Pensaba utilizar esa falsa llave para acceder a los aposentos de las damas, en los pisos altos del alcázar, cuando éstas estuvieran entretenidas en la hora de la comida. De todos era sabido que en esas estancias las señoras guardaban joyas y algunos reales cuando se quedaban a dormir en la corte. Imaginaba incluso poder ceder el uso de su ingenio, a cambio de dinero, a caballeros aventados que quisieran encontrarse furtivamente con sus amadas. Al cerrajero cómplice le había prometido compartir los beneficios de los hurtos, con la seguridad de que no serían descubiertos si eran capaces de devolver la cerradura a su sitio, antes de que su desaparición fuese descubierta.
La maniobra se vio inesperadamente abocada al fracaso cuando el orondo aposentador Valdés sorprendió al maestresala merodeando por el pasillo de los aposentos de damas, cuyo restringido acceso era bien conocido para cualquier criado del servicio regio. El encuentro se saldó con una fuerte discusión, en la cual Valdés amenazó con denunciarle si su explicación no era convincente. Esa misma noche, el pobre aposentador murió en su casa, después de haber cenado en el alcázar. A nadie se le ocurrió investigar entonces por qué manos habían pasado sus platos. Tras esta muerte, sin embargo, su cauteloso sucesor había extremado la vigilancia sobre los accesos a palacio, haciendo imposible que los malhechores culminaran el plan de reponer sin riesgo la cerradura robada.
El hallazgo de Francisco había precipitado el desenlace de la trama, que ahora iba a llevar al maestresala y al cerrajero al calabozo por unos cuantos años y aun bendiciendo la suerte de no haber sido encausados por un posible asesinato.
El caso sirvió de lección al oficial, que vio en el ejemplo de otros lo que con mayor gravedad podría pasarle a él si traicionaba la lealtad que se esperaba de un cerrajero real. Aunque no puso reparos a la fama inesperada que le proporcionó y que venía a confirmar su incipiente renombre tanto entre los artesanos de su propio gremio como en palacio.
—Ese maldito Francisco, siempre entrometiéndose en todo…
—mascullaba Félix entre dientes, al regresar a casa solo. Josefa se había apartado ya de él, harta de escuchar sus improperios.
La hija del maestro fue destinada a los aposentos de Luisa Isabel de Orleáns, esposa del heredero, como moza de cámara. Se acostumbró pronto a sus funciones en palacio, que no eran otras que ayudar en la limpieza del cuarto real y ocuparse a diario de la cama de la princesa, reponer sábanas, atusar colchones y desempolvar las cortinas del dosel. El quehacer cotidiano le permitía estar al tanto de la intimidad regia, y por ello hubo de aceptar el estricto régimen de vigilancia, a las órdenes de la camarera mayor, que se imponía sobre el servicio femenino palaciego. Damas, dueñas de honor, guardamayores, mozas de retrete, lavanderas de cuerpo, barrenderas, y mozas de cámara, componían un pulcro ejército de mujeres bajo la autoridad de la condesa de Altamira. Josefa no podía ya salir del alcázar para visitar a su familia sin licencia expresa de su señora.
En el hogar de los Flores se la echaba mucho en falta, sobre todo cuando, por primavera, se trasladó con la familia real al palacio del Buen Retiro, aquel destartalado edificio del siglo XVII, situado en las afueras de la villa y cercano a la iglesia de Atocha, que hacía las delicias de la corte por sus esplendorosos jardines. Aunque se hacía difícil acceder a Josefa, su padre aprovechaba los encargos del oficio para visitarla con cierta frecuencia. Por su parte, Francisco se dejaba caer algunas tardes por las tapias del Buen Retiro y, por mediación de aquellos criados con los que había entablado reciente amistad, se interesaba por su bienestar y le hacía llegar afectuosos recados.
Josefa se sentía feliz. La condesa de Altamira le había tomado aprecio y la requería con frecuencia para mantener el orden en la cámara de la princesa. La camarera mayor tenía encomendada la difícil misión de educar a la jovencísima Luisa Isabel con el fin de inculcar en ella actitudes y ademanes de verdadera soberana, pero el frívolo carácter de ésta no le facilitaba las cosas. Aprendía las etiquetas propias de la casa real española al mismo tiempo que el idioma, aunque prefería dedicarse a los divertimentos con las damas francesas que le habían acompañado desde Francia. Pasear a caballo, danzar y leer entre sus íntimas eran sus pasatiempos favoritos. Sentía nostalgia de su país, un sentimiento alimentado por los frecuentes regalos que desde Versalles le enviaba su padre. Josefa ayudaba a veces a colocar y limpiar ropajes, ungüentos, libros y delicados objetos a la última moda parisina, que se iban acumulando caprichosamente en el guardarropa de la princesa cuando ésta perdía el interés en ellos. Por desgracia, Luisa Isabel se comportaba igual de tornadiza con su esposo, Luis, a quien apenas trataba, a pesar de que la consumación de su matrimonio la había obligado oficialmente a compartir con él algunas horas del día y el lecho conyugal por las noches. La intimidad de los príncipes y la conducta escandalosa de Luisa Isabel, demasiado aficionada a la bebida y a los juegos eróticos con sus damas, alimentaban los chismorreos, sin que la condesa de Altamira pudiera hacer nada al respecto. Josefa recordaba las advertencias de su padre sobre el mantenerse al margen de comadreos cortesanos, pero se le hacía bien difícil sustraerse a ese ambiente.
Últimamente se rumoreaba en corrillos bien informados que se avecinaban drásticas alteraciones. La reina Isabel de Farnesio ponía demasiado empeño en que la condesa de Altamira preparara seriamente y con urgencia a la extravagante princesa Luisa Isabel para su futuro papel de reina. Por ende, los reyes habían adquirido e iniciado, en una extensa propiedad en los bosques de Segovia, la construcción de un bellísimo palacio, que iba a ser conocido como La Granja de San Ildefonso. Al igual que su nuera, Felipe V añoraba también los escenarios de su adolescencia en Francia y deseaba a toda costa recrear en esta nueva residencia el entorno placentero de los jardines versallescos.
La añoranza del rey significaba para Francisco un camino abierto a nuevas oportunidades de progreso, que desde luego iba a intentar aprovechar, si la fortuna le acompañaba.
Apareció en el taller de improviso. Desde la ventana, Francisco le observó acercarse por la calle. Su rostro le era familiar, le traía recuerdos de la infancia, pero no acertaba a determinar de quién se trataba.
Flores también le vio llegar y se apresuró a franquearle la entrada, antes de que llamara.
—Mi querido Churriguera, viejo amigo, ¿qué te trae por aquí?
—saludó efusivamente el maestro a don José Benito, el arquitecto real, a cuya familia le unía una larga amistad.
Félix y Francisco se acercaron también a dar la bienvenida a aquel respetable caballero de pelo canoso y vestir austero y desfasado, cargado de planos enrollados bajo el brazo. Francisco lo reconoció de repente por su voz y ademanes. Se acordó de aquella escena en Nuevo Baztán que cambió el rumbo de su vida.
—Flores, traigo encargos y trabajo. Supongo que ya tienes noticias del nuevo palacio que los reyes construyen en los bosques de Segovia.
—Según he oído contar, se trata de un gran edificio —apostilló el cerrajero.
—Ya sabes que don Felipe, para que nos vamos a engañar…
—dijo, bajando la voz mientras miraba de reojo alrededor para cerciorarse de que no hubiera oyentes indeseados—, anda mal de la mollera… Espero que estos zagales tuyos no se vayan de la lengua.
El rey sufre de melancolía. Se siente encerrado entre los muros del alcázar y quiere huir de la corte. Necesita una nueva residencia que le recuerde a su adorada Francia.
—¿Serás tú el responsable de tal proyecto? —preguntó ufano Flores.
—Sólo en parte. El viejo Teodoro de Ardemans se ocupa de las trazas del palacio, y un francés, René Carlier, traído expresamente para la ocasión, ha dibujado los planos de los jardines, que, según he alcanzado a ver, habrán de ser fastuosos.
Francisco, fingiendo concentrarse en el silencioso trabajo de buril sobre una cerradura, escuchaba con extraordinaria atención.
—A mí se me han encomendado los diseños de balcones y grandes rejas para esos jardines. ¡Todo novedoso y monumental, Flores!
Así es la reina Isabel. Le gusta el arte y quiere creación y magnificencia artística en su reinado.
Churriguera se acercó a la mesa donde trabajaba Francisco y comenzó a desplegar planos.
—¿Es éste el muchacho que contrataste ante mis narices, hace ya tantos años? —inquirió a Flores, dirigiendo una mirada curiosa al oficial.
—Lo soy, señor —contestó Francisco con indisimulado orgullo.
—Cómo pasa el tiempo, vive Dios… Acércate. Mirad —dijo Churriguera, señalando sus bocetos—. He buscado grabados de los diseños que se estilan hoy en los grandes palacios franceses. No ha sido fácil.
—Este país anda tan corto de libros… —observó el maestro Flores.
—Aunque tenga que admitir la fuente de inspiración francesa, sé que he ideado algo inusual en nuestra arquitectura, a la par que diferente en vuestro oficio. Es el hierro transformado en arte. Nuevas figuras en los balcones, grandes y bellas rejas a modo de puertas que dividan el jardín en estancias, sin estorbar la perspectiva de sus parterres, laberintos, plazuelas, fuentes y cascadas de agua…
—Lo que viene a ser una reja de coro de iglesia sacada al exterior —comentó Francisco.
—¡Exacto! Aunque desacralizada y convertida en ornato civil.
¿Qué os parece? —preguntó Churriguera.
—La idea es interesante. ¿Son éstos los diseños que habré de elaborar en mi taller? —preguntó el maestro.
—Flores, ya sabes la consideración que te tienen los reyes. Por supuesto, tú serás uno de los artífices.
—¿Uno… de los artífices?
—La reina ha querido que participe Sebastián de Flores, tu primo… Aunque pretendas sacarlo de tu vida e ignorar que existe, él también es un reputado cerrajero, un hombre inteligente. Ya conoces sus inventos para la Casa de la Moneda y goza además de grandes influencias en la corte. Entiéndelo, merece ser contratado igualmente y no puedo sustraerme a los deseos de su majestad. Tendréis el trabajo dividido y no estarás obligado a tratar con él, si así lo quieres.
—Sebastián… Nuestros caminos vuelven a cruzarse… —musitó pensativo el maestro Flores, sin prestar ya atención a su amigo, que relataba a Francisco la buena etapa profesional por la que atravesaba, a pesar de sentir próximo su declive. Intuía que iban a ser sus últimos retazos de gloria. Recordando sus momentos en Nuevo Baztán, evocó a aquellos grandes patronos de la familia Goyeneche, que recientemente le habían encargado la construcción de otro magnífico palacio en la madrileña calle de Alcalá. Sus prósperos negocios les permitían invertir en adquisición de solares en el corazón de la villa y corte. Habló con entusiasmo del hijo menor del viejo Goyeneche, Miguel, un joven prometedor. Había ya alcanzado el cargo de tesorero de la reina, en sustitución de su padre, y comenzaba a brillar en la corte como intelectual. Era coleccionista de libros y el más interesado en continuar el negocio periodístico en
La Gaceta de Madrid
de su progenitor.
Francisco se extrañó de que participar en los proyectos de construcción de La Granja de San Ildefonso no causara en el maestro Flores el entusiasmo esperado en un artesano al cual se ofrece una espléndida ocasión para lucir sus talentos. Intuyó que se debía a la sola mención de ese pariente del cual él mismo jamás había oído hablar. «Sebastián de Flores, ¿quién será?». Sintió curiosidad, pero no se atrevió a hacer indagaciones de momento. Era evidente que el resurgir de un recuerdo inoportuno había perjudicado a Flores, cuyo persistente mal humor se acentuó en aquellos días y probablemente incidió en su salud, que comenzó a resentirse de molestos achaques en los riñones. El dolor empezaba a impedirle ejercer su actividad en la fragua con la intensidad necesaria y decidió, saltándose nuevamente la antigüedad de Félix Monsiono, depositar en Francisco el peso de los encargos del nuevo palacio. Él se haría responsable del trabajo duro y diario de esa brillante iniciativa.
Era invierno y Francisco tuvo que desplazarse hasta La Granja de San Ildefonso junto a otros artesanos. Flores le había encargado visitar la obra, tomar medidas, hacerse idea del conjunto y analizar sobre el terreno los diseños. El viaje en esa época del año se hacía duro. Había que recorrer veinte leguas en dos jornadas de marcha.
La nieve arreciaba en la sierra de Guadarrama y el desfile de carretas y carrozas, una tras otra, se hacía penoso en extremo. No era raro toparse en los bordes del camino con acémilas abandonadas y muertas por el frío, cuyos cuerpos habían servido ya de festín a los hambrientos lobos.