El paraje que Francisco encontró en San Ildefonso lo dejó absorto. Una montaña de exuberantes bosques centenarios acogía en sus faldas la nueva construcción palaciega, que se levantaba sobre lo que había sido un viejo monasterio jerónimo. El ir y venir de maestros de todos los oficios asemejaba la obra a un hormiguero. En el entorno del edificio se preparaban desmontes, plantaciones y zanjas para albergar el jardín francés, que habría de prolongar la vegetación natural, confundida con la plantada por el hombre, hasta las mismas puertas del palacio. Se adivinaba la belleza que todo aquel refinado conjunto alcanzaría en un futuro cercano.
Francisco no quería perder el tiempo en contemplaciones.
El arquitecto Churriguera le había cedido dos ayudantes para que le asistieran en localizar el emplazamiento de las obras de hierro, comprobar las mediciones y empezar a ensamblar ciertas piezas de balconaje que ya traía terminadas. Subido a los andamios de madera que cubrían parte de la fachada, repartiendo instrucciones a sus colaboradores ocasionales, por primera vez en su vida se sentía con capacidad de decisión y mando.
Se dio cuenta en varias ocasiones de que un individuo lo observaba de lejos con persistencia. No tuvo más remedio que acabar fijándose a su vez en aquel caballero maduro, de rostro afilado, ojos grises y desafiantes. Delgado, aunque de complexión fuerte, vestido con cómoda casaca de trabajo y calzón negro, cubría su negra cabellera del frío con un oscuro bonete propio de artistas. Su cara le resultó a Francisco extrañamente familiar. Impartía órdenes con autoridad a otros oficiales, vestidos con peto de fragua, que se le acercaban solicitando indicaciones. Una mañana, por el rabillo del ojo, le vio llegarse pausadamente hasta él.
—Buenos días, joven. Ya me he informado. Sé que te llamas Francisco Barranco y eres oficial de José de Flores —le espetó el desconocido, esbozando una franca sonrisa—. Baja del andamiaje, siento curiosidad por conocerte. En este oficio nuestro, no es fácil encontrar artistas con el espíritu emprendedor que demuestras.
Francisco descendió con calculada parsimonia del entramado de maderas, intentando subrayar su dignidad ante el recién llegado.
—Si no conociera bien el carácter infernal de tu maestro, te diría que has aprendido en buena escuela. Aunque no creo que debas a él tus talentos —le dijo aquel hombre.
—Mis talentos, si es que los tengo, se los debo a la madre naturaleza, señor, pero a mi maestro debo algo más importante: rescatarme de la miseria y darme el conocimiento de un oficio que me permite progresar honradamente…
—Zarandajas. Mediocridades. Él jamás pasará de ser un artesano y contigo hará lo mismo. Se avecinan cambios económicos, descubrimientos científicos, nuevos negocios. Ser artesano, para gente ambiciosa como nosotros, ya no es suficiente —afirmó, interrumpiendo a Francisco con rotundidad—. Debo marcharme de inmediato de vuelta a la corte. Me esperan los carruajes ya cargados en la puerta del real sitio. Intuyo que también te habrás informado.
Soy…
—¿Sebastián de Flores? —acertó a pronunciar tímidamente Francisco.
—Búscame en Madrid cuando regreses. Creo que tengo para ti perspectivas mejores. Te sorprenderá lo que he de contarte.
Durante la semana que aún permaneció alojado en las dependencias para oficios de San Ildefonso, soportando el frío, con los pies embarrados de los desmontes exteriores y encaramado a los balcones, bregando con hierros y herramientas, las palabras de Sebastián de Flores no dejaron de retumbar en la cabeza de Francisco, hasta convertirse en una obsesión. Se preguntaba una mil y veces qué sería lo que ese hombre buscaba en él y aquello tan relevante que pretendía comunicarle.
Regresó pocos días antes de que la corte se estremeciera con una extraordinaria noticia. Felipe V, sometido a la insoportable presión de sus propias paranoias mentales, había decidido abdicar en favor de su primogénito. El trono pasaba a manos de dos soberanos adolescentes e inexpertos: el príncipe Luis, de dieciséis años, y su esposa Luisa Isabel de Orleans, de sólo catorce. Desde ese momento, los reyes padres, Felipe V e Isabel de Farnesio, se apartarían de la primera línea del gobierno del Estado —aunque la experimentada soberana no pensaba abandonar jamás la actividad en la sombra—, y vivirían retirados en la placidez de su nueva residencia entre jardines y bosques de caza.
Josefa temió que tan drástico cambio afectara a su estatus en el servicio femenino de la princesa Luisa Isabel, que enviciada de frivolidad y caprichos, se encontraba inesperadamente como dueña y señora de la Corona de España. La nueva corte abandonaría el viejo alcázar para instalarse definitivamente en el cercano real sitio del Buen Retiro, que por su excepcional coliseo, la amplitud de sus estancias, patios, jardines y el gran estanque central de agua, donde era posible incluso navegar, se acomodaba mejor a las ansias de libertad y divertimento de los jóvenes reyes. Las damas de la reina madre se mantuvieron al servicio de la flamante soberana para servir de espías a su antigua señora sobre cuanto acontecía en ese entorno político alterado por la mudanza. Alguna joven dama española entró a formar parte, en cambio, del elenco de aristócratas que acompañaban a Luisa Isabel en sus ratos de ocio, tratando de compensar la mala influencia que ciertas camaristas francesas, demasiado libertinas, ejercían sobre la inmadura reina. La frivolidad se había convertido ya en su norma de conducta y el timorato rey Luis I no tuvo más remedio que recurrir, seis meses después de iniciar su mandato, a encerrar a su esposa en una habitación del abandonado real alcázar, para obligarla a reflexionar sobre la inconveniencia de ser una fuente continua de escándalos.
El aislamiento de la reina propició que Josefa recibiera licencia de la camarera mayor para marchar unos días al hogar familiar. Hacía meses que no dormía en casa, por lo que el reencuentro con sus padres y su hermana Manuela resultó reconfortante. El maestro permanecía aún aquejado de las dolencias que le atenazaban el cuerpo y le obligaban a guardar cama. Para tristeza de Josefa, la perrita
Ganga
hacía semanas que no pisaba por la casa, pues ante las prolongadas ausencias de aquellos que en su día la recogieron, parecía haber decidido retomar su vida callejera. Después del saludo a su familia, Josefa escuchó el tintineo del yunque en la fragua y supuso que se trataba de Francisco.
Disculpándose ante sus padres, corrió al encuentro con él. Durante su larga ausencia en palacio le había echado mucho de menos.
Recién regresado de tierras de Segovia, Francisco seguía inmerso en cuerpo y alma, con su acostumbrada pasión, en el proyecto de rejas y balcones para La Granja de San Ildefonso. La aparición de Josefa, como había ocurrido otras veces, le pilló de improviso, pero se alegró enormemente de verla.
—¡Estás más bella que nunca! —le dijo, tomándola de una mano y obligándola a dar una vuelta sobre sí misma, para contemplarla en redondo.
Josefa esperaba con ansia recibir un beso de amor, pero cuando Francisco se dispuso a tomarla en sus brazos, comenzaron a saltar chispas del fuego que ardía en la fragua.
—¡Por Dios, olvidé que enterré entre las ascuas la voluta de una reja! A estas alturas, el hierro se habrá recocido y estará inservible —protestó enfadado consigo mismo, mientras corría a tomar en su mano unas tenazas con las que retirar la pieza, que desprendía ya una fea llamarada. La sacó con rabia y la tiró al suelo, criticando duramente su propia torpeza—. No he debido descuidarme. Tendré que repetir el trabajo.
—Veo que no he llegado en buen momento… —se lamentó Josefa, dolida por la destemplada reacción del oficial.
—Perdóname, Josefa. Con esta pieza estaba a punto de terminar una reja y no he podido evitar el enfado…
—Olvídalo, Francisco. Si hay una mujer en el mundo que entienda tu obsesión por el trabajo bien hecho, soy yo. Tengo buena escuela en la relación de mis padres, ¿no crees? Te dejaré volver a tu reja. Simplemente quiero que tengas en cuenta que estaré en casa por pocos días… —dijo comprensiva. Por amor a Francisco, Josefa comenzaba a resignarse a su papel secundario frente al oficio y a recibir con satisfacción, sin atreverse de momento a exigir más, la cantidad variable de cariño que el cerrajero le brindara, según el momento y circunstancias.
Por su parte, Félix, siempre huraño y vengativo, se dedicó a escrutar durante esos días todos los movimientos de Josefa, sin discernir bien si prefería toparse con ella o rehuirla. Su presencia incomodaba a la joven, que no podía evitar su repulsión por el oficial, cuyo constante mal humor parecía ya haberle desencajado el rostro.
—No podría explicaros con palabras el infierno que vive el joven rey —comenzó a relatar Josefa, un día, durante el almuerzo familiar—.
Antes del encierro, doña Luisa Isabel apenas se interesaba por él.
La sola idea de compartir su lecho de vez en cuando la ponía de mal humor. Únicamente se divierte en sus aposentos con esas francesas altivas y deslenguadas, que la hacen reírse a carcajadas tan histéricas, que a todas las criadas nos causa vergüenza cuando se escuchan a través de las puertas.
—A Dios debe su corona, y será el propio Dios quien se la quite por su mal comportamiento… —sentenció Nicolasa, con su habitual templanza, removiendo el potaje frente al fuego de la chimenea.
—Pobrecilla —prosiguió Josefa—. Sospecho que nadie la ha querido nunca sinceramente. Causa lástima ver cómo se expone a las críticas de la corte. Sólo hay una dama, María Sancho Barona, de las que recientemente han entrado en palacio, que hace lo posible por aconsejarla y atemperar el lamentable criterio que los cortesanos españoles se están formando de su reina.
El nombre retumbó como un trueno en la mente de Francisco.
—¿Doña María Sancho Barona? —preguntó.
—Sí. Una mujer bonita, por cierto. Va contraer matrimonio dentro de unos días —anunció Josefa, sin adivinar el vuelco al corazón que su comentario había provocado en Francisco.
María Sancho Barona, a sus diecinueve años, se casaba con el hombre elegido a conveniencia de su familia. Se trataba de Juan Francisco Gaona Portocarrero, conde de Valdeparaíso, diez años mayor que ella y dueño de un inmenso patrimonio en tierras de Almagro, colindantes con las de su prometida. El padre de Juan Francisco había sido ennoblecido por Felipe V en gratitud a su lealtad a la causa borbónica y desde entonces los Valdeparaíso gozaban del afecto regio. Juan Francisco, ilustre, honrado y trabajador, estaba llamado a ocupar importantes cargos administrativos en futuros gobiernos.
Un caballero poderoso, titulado y rico era la suma de todo cuanto una dama de alta alcurnia podía aspirar a tener como marido. Sin embargo, Francisco albergaba la duda de que esa mujer de enigmáticos ojos verdes y despierta curiosidad intelectual fuera a encontrar en ese hombre al compañero ideal. Algo le hacía intuir que María no sería feliz en su unión con ese conde. Desde que escuchara la noticia de boca de Josefa, esta idea, que en nada le competía a él, ocupaba pese a todo de forma obsesiva su pensamiento. Quizás era el utópico y absurdo deseo de que María no fuera propiedad de otros hombres, lo que traicionaba una y otra vez su subconsciente. Pasaba el tiempo desde que la viera por primera vez, pero su recuerdo pertinaz por ella apenas se desvanecía.
La dificultad de conseguir la ligereza deseada en una voluta de hierro, adornada con rocallas y follajes, que habría de decorar aquellas rejas que ahora componía por encargo regio, le exasperó profundamente una tarde. Francisco se resistía a molestar al maestro en su enfermedad con consultas sobre el procedimiento más adecuado para logar lo que artísticamente buscaba. En los últimos días se había hecho llagas y quemaduras en las manos, más propias de su impaciencia que de su ya reconocida pericia. La presencia de Félix a su alrededor, escrutando con gesto agrio cada uno de sus movimientos, se le hizo insoportable. Estaba harto de la sensación de sentirse siempre espiado por el envidioso oficial. Soltó el mazo con desesperación, se puso encima su chaquetilla y decidió salir a la calle a tomar el aire. Había perdido la cuenta de las horas que llevaba ese día encerrado en la fragua. Comenzó a caminar sin rumbo fijo, pero se acordó repentinamente de aquella cita pendiente con Sebastián de Flores y decidió probar suerte.
Le costó poco localizar su fragua. En el barrio del alcázar, no había persona a quien preguntase que no supiera donde moraba Sebastián de Flores. En la calle de Segovia, junto a la plazuela de la Cruz Verde, habitaba una gran casa, exenta por privilegio real de hospedar cortesanos, como era obligación de aquellas fincas de la villa que derrochaban el espacio que le faltaba al alcázar para aposentar a todos los criados y administradores de la Corona. La vivienda había pertenecido antes a Nicolás Bis, el prestigioso arcabucero real, fabricante de armas insuperables en Europa por la calidad de sus cañones. A Bis se atribuía el descubrimiento, mitad casualidad, mitad experimentación y buen ojo, de que las viejas herraduras de caballos, sometidas al machaqueo propiciado por el andar del animal, era el metal más resistente con que podían fabricarse arcabuces. Sebastián de Flores, emparentado con Bis por vía materna, había comprado esta casa a su viuda y con ella el ansia de seguir penetrando en los secretos del hierro.
Francisco llamó a la puerta con decisión. Sebastián estaba solo y se alegró de que el oficial se hubiera decidido por fin a visitarle.
Le invitó a cruzar por las estancias de la casa, digna y acomodada, en la cual todos los enseres, incluidos numerosos libros de diferentes tamaños y antigüedad, respondían a un exquisito orden, propio de la personalidad metódica y perfeccionista de su dueño. Francisco intuyó que vivía sin más compañía que la de ayudantes y oficiales que acudían allí a diario a trabajar. Ni rastro de la existencia de hijos o una mujer que lo cuidara.
Pasaron después a la zona de taller y fragua, cuya amplitud y limpieza dejaron a Francisco boquiabierto. Varias salas de altos techos acogían artilugios, maquinarias y herramientas destinadas a diferentes facetas de la metalurgia. En una de ellas, dedicada a cerrajería, la fragua estaba encendida y los rescoldos del carbón desprendían un agradable calor. En la siguiente, contempló absorto unas curiosas máquinas, cuyo uso no acertaba a imaginar. Ante su curiosidad, Sebastián se detuvo a contarle que se trataba de tornos de su propia invención, a los que debía gran parte de su fama como artífice. Le explicó que con ellos era posible tornear cualquier objeto de hierro de hasta cien arrobas como si fuera de cera, necesitándose únicamente dos oficiales para su manejo. En un día de trabajo lograba con esta máquina lo que otras hacían en diez, y lo que un avezado artesano acabaría a mano en cuatro meses. No era de extrañar, pues, el reconocimiento que se le debía como inventor y el buen dinero que la máquina le reportaba.