Una mañana, sentada en su despacho, María había encontrado el momento de calma preciso para ojear el tratado de ese tal Réaumur, que últimamente se cruzaba en su camino como por empeño del azar. Desde que lo sacó de palacio escondido bajo su capa, lo había mantenido oculto entre sus enseres. Tenía la intuición de que debía ser discreta en este asunto hasta que descubriera el interés que encerraba el libro. Se percató de que se trataba de un denso ensayo científico sobre metalurgia del hierro. Se sintió de momento incapaz de profundizar en su lectura y fue a guardarlo en un estante, donde no llamara la atención, disimulado entre otros ejemplares de ciencias y curiosidades naturales. Al colocarlo, un largo papel, cayó de entre sus páginas al suelo. Comprobó con asombro que era una carta dirigida a Luisa Isabel de Orleáns, aún lacrada, con el sello de su padre el regente de Francia. Dudó sobre la conveniencia de abrirla, pero se decidió finalmente a hacerlo sin sentir remordimiento por ello.
El regente se dirigía con frialdad a su hija:
Por la vía secreta.
A mademoiselle de Montpensier, princesa real de España:
No he podido atender tus últimas cartas porque las escondí en un escritorio y ando corto de tiempo para tantos menesteres. Tu madre no ha mucho que sufrió de calenturas y hubieron de purgarla con unas píldoras. Tus hermanas, como acostumbran, entretenidas en los placeres de la corte, sin atender a recomendaciones.
Debes alegrarte de mi nombramiento como primer ministro del gobierno de Francia. Mi sobrino Luis XV continúa en sus muestras de afecto por mí, a quien deberá eterno agradecimiento por la dedicación a un cometido que ha de costarme la salud y la fama, puesto que el consejo de la regencia destila desconfianza e intriga contra mi persona. Por mi parte, continúo en el encargo de traer la paz a nuestra gloriosa monarquía.
Me tranquilizará saber que has madurado y estás presta para ocupar el trono de ese reino al que Dios nuestro Señor te ha destinado. Debo recordarte, sin embargo, que eres hija de la Francia, y como tal debes lealtad a tu dinastía. Nuestras dos naciones, que se abrazan como hermanas de familia, difieren no obstante como enemigas de guerra en cuestiones de política y economía.
Me regocija enviarte esta obra impresa, que debes ocultar a tu esposo hasta que no recibas instrucciones precisas. Contiene la teoría de un joven científico, cuyos experimentos acojo a mi cargo, que han dado lugar a la fundación de una fábrica de acero bajo mi patronazgo. Si el proyecto genera la prosperidad deseada, la hacienda y el ejército de Francia aventajarán a tu reino, cosa que no debe pesarte, sino al contrario, tomar como asunto propio el atraso de la industria española y el sometimiento de esos súbditos al mercado de las exportaciones francesas.
No debes indisponerte con la reina Isabel de Farnesio, sino tomar ejemplo de ella en la autoridad que manifiesta sobre el gobierno y su esposo. El embajador te hablará en confidencia de otros asuntos y te dará cuenta de la forma en que debes informar a París, por la vía secreta, de cuanto escucharas referir a cortesanos y ministros sobre el particular que contiene este libro.
Dios te guarde como deseo, tu buen padre,
El duque de Orleáns
«Se ve que el regente no conocía a su hija y tenía en demasiada alta estima sus cualidades intelectuales. Ella ni siquiera se interesó por tan importante recado», pensó la condesa mientras leía con avidez la carta. Estaba claro. Francia iba a poner empeño en retrasar el crecimiento económico de España, especialmente en lo referido a la metalurgia, para conservarla como principal mercado de sus productos y provocar además la debilidad de su economía y su ejército.
Comprendió en un instante la privilegiada información que en ese momento tenía entre manos y la cautela con que habría de manejarla.
Hacía varias semanas que Francisco no sabía nada de Sebastián de Flores. A lo largo de ese tiempo el oficial había viajado varias veces a La Granja de San Ildefonso, sin encontrar ni rastro del maestro. Los reyes habían hecho venir recientemente para la edificación del palacio a varios artistas italianos, dispuestos a darle un aire aún más grandioso e internacional al conjunto. El cambio se debía a la fatídica muerte de los arquitectos españoles, Ardemans y Churriguera, responsables originariamente del proyecto. Don José Benito, tal como vaticinó a Francisco en aquella conversación en la fragua, había pasado a mejor vida cuando el último invierno llegaba a su fin, a los sesenta años. Los Goyeneche, sus mecenas, habían insertado la noticia del fallecimiento en
La Gaceta de Madrid,
en cuyas páginas volcaron su agradecimiento a este genio que calificaban como «el Miguel Ángel de España».
José de Flores se sintió afectado por la pérdida del amigo, a cuya familia había estado siempre afectivamente vinculado. El maestro no lograba reponerse de su dolencia de espalda. Varias veces había intentado volver a empuñar el mazo, pero resultaba un suplicio físico insoportable. Los disgustos personales retrasaban aún más su mejoría. La enfermedad conllevaba una rebaja momentánea del salario que percibía de la real casa y la escasez de ingresos en la fragua comenzaba a notarse. A pesar de su ya conocida reticencia, él mismo se vio obligado a solicitar favores entre sus conocidos para que se le concediera a Francisco un sueldo adicional como criado regio. De esta forma inesperada el joven obtuvo el puesto de mozo de la furriera de La Granja de San Ildefonso, cuyo cometido era la custodia y manejo de llaves, muebles y enseres de aquel palacio. Desde que visitaba la biblioteca, Francisco se sentía más maduro intelectualmente; preparado incluso para menesteres más exigentes, pero no eran tiempos de desdeñar cualquier jornal, por modesto que fuera.
El oficial se consolidaba así no sólo como el pilar fundamental del trabajo en la cerrajería real, sino como un servidor apreciado en el entramado de la vida doméstica de la corte. De todas formas, las ocasionales obligaciones adquiridas no le impidieron seguir pugnando, en nombre de su maestro, por la adjudicación de los encargos de rejería para las nuevas obras, en directa competencia con el taller de Sebastián de Flores.
Francisco se sentía a veces incómodo por su relación mediadora entre uno y otro maestro. Sea como fuere necesitaba hablar con Sebastián acerca de asuntos pendientes y no pensaba dejar de hacerlo.
Una tarde, sin avisar, decidió abandonar su trabajo para presentarse nuevamente en aquella otra emblemática fragua. Francisco avanzaba raudo por las callejuelas que le conducían de uno a otro lugar. La idea de que sus visitas pudieran ser un día descubiertas por José de Flores le causaba inquietud. No descartaba la mala intención de Félix, que sin duda estaría dispuesto a desenmascararle si en algún descuido ofrecía pistas sobre el motivo de sus ausencias. El parsimonioso recibimiento que le brindó Sebastián de Flores en su casa le tranquilizó momentáneamente.
—Hace tiempo que te esperaba. Estaba seguro de que volverías. ¿Qué tal te ha ido en la biblioteca? —preguntó Sebastián con aplomo.
—¿Qué le hace pensar que he estado por allí? ¿Acaso le informa alguien de mis pasos? —preguntó Francisco, algo nervioso.
—Creo que eres consciente de que tengo cosas más importantes que hacer que espiar a un inculto oficial. No perdamos el tiempo en absurda dialéctica. Lo sé simplemente porque estás aquí de nuevo y conozco el talante del padre Ferreras. Si hubieras optado por mantener tu ignorancia y hacer caso omiso a mi reto, tratarías de eludirme a toda costa. Es más, te sentirías avergonzado ante mi presencia. Y bien,
¿qué puedes contarme de tus descubrimientos?
—De mis estudios sobre metalurgia creo que puedo estar satisfecho. No ha sido fácil, se lo aseguro. Si no fuera por la experiencia acumulada junto al fuego, reconociendo a ojo el comportamiento de ese bruto por domesticar que es el hierro, le aseguro que poco habría entendido de tanta ciencia. Si me permite la osadía… creo que algunos de esos sabios escritores pisaron poco una fragua.
—Ésa es la cuestión, Francisco. Veo que has captado la esencia de nuestro desafío. Vale más la práctica útil que cualquier vano tratado escrito por manos jamás manchadas de otra cosa que la tinta.
¿De qué sirve el conocimiento si no es para aumentar la riqueza y aportar beneficios a las manufacturas? Eso es lo que haremos con nuestro acero. Esta semana, en ausencia de mis ayudantes, he hecho pruebas con la fundición de pequeñas porciones de hierro. Es evidente que la variación de cualquier elemento influye en el proceso de aceración, tal como anuncia ese francés. Pronto necesitaré diseñar y construir hornos diferentes, y ahí entra en cuestión la necesidad de dinero…
—Respecto a ese francés que alude… traigo malas noticias. No consta que el libro haya llegado a la colección real. Va a ser difícil localizarlo —dijo Francisco, decepcionado.
—Sería importante conocer a fondo su contenido, pero no vamos a detener por ello nuestras tentativas… Pronto recibiré el pedido que el boticario de la calle mayor va a proporcionarme: azufre, fósforo y cianuro, con lo que extenderé mis ensayos y comprobaré su efecto sobre la fundición de nuestro metal.
—Sebastián, ¿no arriesga demasiado en ello? No dudo de su pericia, pero por lo poco que sé, esas sustancias no gozan de buena fama…
—No temas por mí. Aparte del mal olor que desprenden…
—quedó el maestro meditabundo por un instante—, y de que alguna de ellas podría emplearse como veneno, no creo que a nadie le incumba en lo que un obstinado cerrajero emplee esos polvos en la intimidad del taller. Ni siquiera yo estoy seguro de cuál será su efecto sobre el acero.
—Creo que no debe desdeñar la curiosidad que todas sus actuaciones en este asunto, por insignificantes que parezcan, va a despertar entre algunos. Apuesto a que más de un noble con ínfulas industriales, llevado de la codicia, procurará informarse del proyecto que tan discretamente desarrolla. ¿Acaso no los ha sorprendido otras veces con sus inventos?
—A propósito de lo que dices, dentro de unos días querré que me acompañes a la tertulia de uno de esos industriales que mencionas. Quizás el único de quien puedo fiarme en este momento. —El semblante de Sebastián se tornó repentinamente serio y autoritario al dar las siguientes instrucciones—: Estoy seguro de que será una fructífera reunión, a la que vendrás conmigo como ayudante. Deberás prestar toda tu atención a lo que allí se hable y sólo contestarás cuando te pregunten. Recibirás una nota mía indicándote el lugar donde debes presentarte. De momento, lo único que te pido es que guardes máxima discreción.
—Lo haré, descuide. Ahora debo marcharme. Me estará echando en falta el maestro Flores. Por cierto… —comenzó receloso Francisco—, Nicolasa tuvo a bien contarme algunos pasajes de su juventud…
—¿A qué te refieres, Francisco?
—A esos pasajes, y perdone mi intromisión, maestro, que me ayudan a entender el porqué dos hombres criados juntos desde la niñez, José y Sebastián de Flores, con estrecho parentesco, misma profesión y destacados talentos, en vez de sumar fuerzas y trabajar unidos, hoy se ignoran uno a otro como si no se conocieran…
—Vaya, debes haber adquirido profunda confianza con Nicolasa. O mucho ha cambiado, o estoy seguro de que jamás contaría esa historia a nadie que pudiera hacer uso de ella.
—Nicolasa es una mujer excepcional, Sebastián. La quiero como a una madre. Y fui yo quien le rogó que se sincerara conmigo.
Puesto que el destino me ha situado entre medias de dos grandes maestros enfrentados, necesitaba entender las causas de su enfrentamiento —insistió el oficial.
—¡Olvídate ya de esa historia, Francisco! Las heridas del pasado no duelen, si no se reabren en el presente —sentenció Sebastián, dando por terminada la charla—. Ocúpate ahora del presente y el futuro. Y sí, márchate, no deseo que tus visitas a mi taller levanten demasiadas suspicacias…
Las calles se encontraban en penumbra cuando el oficial inició el regreso a casa. En algunas fachadas se habían encendido ya las farolas de aceite, que a duras penas iluminaban algunos tramos de acera. Le pareció escuchar ruido tras de sí y volvió la cabeza para comprobar si alguien caminaba a sus espaldas. No alcanzó a ver más que la sombra de una figura humana, probablemente un caballero, de quien le pareció reparar que llevaba las manos enguantadas al ocultarse detrás de una esquina. Tuvo el presentimiento de que le seguían. Aguardó un rato, inmóvil, en medio de la calle, pero no pudo apreciar ningún otro movimiento. «Quizás sean sólo imaginaciones mías», dijo para sí, acelerando el paso y procurando quitarse la idea de la cabeza.
Todos parecían estar durmiendo cuando Francisco entró en el hogar de los Flores. «Tanto mejor —pensó—. Así evitaré tener que dar falsos argumentos por mi ausencia». Avanzó con un candil en la mano hasta su cuarto y se sorprendió de no encontrar acostado a Félix.
Mientras se desvestía, su mente empezó a cavilar: «¿Dónde se habrá metido ese gandul?». Tumbado bocarriba en el catre, el desasosiego le impedía cerrar los ojos. Había transcurrido cerca de una hora mirando al techo, cuando la puerta de la habitación se abrió de par en par, golpeando la pared con estruendo. En el umbral apareció Félix, apestando a vino y emitiendo gruñidos inconexos. El oficial, que parecía a todas luces embriagado, intentó llegar hasta la cama, pero los pies se le enredaron y dio con su cuerpo en el suelo. Francisco lamentaba cada día más tener que seguir compartiendo habitáculo con tan zafio compañero, pero esta noche se compadeció de su estado y lo ayudó a ponerse en pie y a alcanzar el jergón, donde se durmió de inmediato, algo que no pudo hacer él, pues sufrió varias horas más de desvelo.
El amanecer le trajo sin embargo la sorpresa de encontrarse de nuevo solo en el cuarto. Extrañamente, Félix había madrugado más que él. Sus ropas malolientes de la noche anterior estaban desparramadas por las baldosas. Al parecer, de buena mañana se había ataviado de limpio y salido con todo sigilo. Se escuchaba ya en la fragua el sempiterno soplido de los fuelles y cierto tintineo de metales, evidencia de que el bruto oficial había iniciado con interés su jornada. Los efectos del alcohol parecían haberse disipado como por ensalmo.
Cuando Francisco entró al taller se encontró de bruces con el rostro serio del maestro Flores, que se mostraba alterado e impaciente ante la discusión que iba a provocar de manera irremediable.