Tras la Guerra de Sucesión española, las principales potencias se concentraron en reforzar sus armadas y ejércitos, como preparándose para otra contienda que iba a ser, sobre todo, una guerra comercial. Inglaterra y Francia luchaban por la primacía económica y para ello necesitaban expandir sus mercados a costa de mermar el antiguo imperio hispánico y arrebatar a la maltrecha España el gran monopolio de sus colonias americanas. Y la metalurgia tenía mucho que ver en todo esto.
Inglaterra se había colocado a la cabeza del desarrollo industrial gracias a convertir en ventajas lo que en principio eran obstáculos. La deforestación de sus bosques, empleados de modo abusivo para fabricar carbón vegetal, había obligado a buscar combustibles alternativos hasta ahora desconocidos. El hallazgo del carbón mineral, de mejor rendimiento, más calórico y efectivo, había posibilitado el impulso de nuevas industrias, especialmente la del hierro. Las mayores temperaturas que alcanzaba el carbón mineral habían obligado a diseñar otros hornos, con altas chimeneas para alejar los humos contaminantes y permitir la ventilación. Un tal Abraham Darby había establecido ya en 1709 los primeros altos hornos siderúrgicos de carbón mineral en Inglaterra, que prometían ser muy interesantes para la fabricación de utillaje militar y armamento. Por todo ello, Inglaterra llevaba décadas de ventaja en experimentación industrial, arraigada incluso entre los pequeños artesanos, al resto de Europa.
Los secretos de estos adelantos industriales, guardados celosamente, constituían su mayor tesoro económico y político.
Francisco había aprovechado el interés con que los presentes escuchaban para observar ciertos detalles. El padre Feijoo, con la cabeza baja y las manos entrelazadas como en oración, seguía la lógica de los argumentos, muchos ya conocidos por él. Pedro Castro se removía en el sillón, temiendo que la disertación fuera a alargarse demasiado, aunque en el fondo captaba más de lo que su actitud inquieta denotaba. El astuto Zenón de Somodevilla parecía asimilar con agudeza el discurso. Sebastián de Flores, por su parte, con la mano posada en la barbilla, prestaba máxima atención al orador, reteniendo toda la información útil que éste le ofrecía. La que más intrigaba al oficial, sin embargo, era la condesa de Valdeparaíso, de quien apenas podía retirar los ojos. Por ello se percató del brillo que lucía su mirada y el sutil coqueteo que desprendía su cuerpo. Él siempre experimentaba el embeleso seductor con que esa dama era capaz de atrapar la atención de un hombre, pero esta vez se dio cuenta que iba dirigido principalmente hacia Goyeneche. Se sabía inexperto en galanteos cortesanos, pero era fácil inferir que los gestos de la dama denotaban su atracción hacia el caballero.
—Supongo que es Francia el único país en disposición de competir con Inglaterra en esta carrera industrial —apostilló Somodevilla a la explicación de Goyeneche, sobresaltando a Francisco, que sin darse cuenta había dejado de escuchar, fantaseando con la idea de gozar los favores de María Sancho Barona.
—Así es, Zenón —continuó Miguel—. Francia se ha lanzado a esta frenética competencia por los descubrimientos en torno al hierro y el acero, como bien sabe nuestro amigo Sebastián. ¿No es así, Flores?
—Cierto —aseveró el maestro.
—Dado que es imposible recuperar el tiempo que Inglaterra lleva adelantado en su desarrollo —prosiguió Goyeneche—, Francia se está volcando en una sucia guerra de consecuencias impredecibles: la del espionaje industrial.
—¿Espionaje? —preguntó Pedro Castro, espabilándose—.
Esto empieza a interesarme. Tendría tanto que decir sobre espías y contraespías que pululan a diario por nuestras calles…
—Versalles se ha convertido en el centro del espionaje de Estado —añadió el padre Feijoo, que demostraba siempre su extraordinario intelecto—. El gobierno francés acoge y paga a cuantos artesanos y técnicos ingleses se presentan alegando conocer los secretos de la metalurgia. Hace años que financia además la estancia de aprendices y maestros franceses en Inglaterra, para que estudien y plagien cuantas novedades puedan descubrir.
—Así es —dijo Sebastián de Flores, que había intervenido poco en la conversación hasta el momento—. Me consta que el parlamento inglés ha dictado leyes contra el espionaje industrial, alarmado por el robo de su tecnología y la fuga de sus maestros, seducidos por salarios desorbitados y sobornos.
—Curioso. Parece una nueva estrategia bélica —argumentó Goyeneche—. Inglaterra blinda su economía y ataca la francesa con prohibiciones reiteradas a la importación de sus productos en suelo británico. La pérdida de este mercado es un desastre para la economía gala…
—Que pagamos los españoles, ¿verdad? —interrumpió resuelta la condesa—, porque tanto a Inglaterra como a Francia les interesa que España se mantenga en la desidia y el abatimiento técnico; que seamos un vecino pobre y sumiso, incapaz de reforzarse y enriquecerse por sí mismo, del todo inútil para defender sus mercados coloniales y combatir allí el contrabando de ingleses, franceses y holandeses, que pugnan por arrebatarnos los monopolios…
La pasión con la que María hablaba de cuestiones económicas añadía viveza a la conversación. Estaba acostumbrada a hacerlo con su esposo, que medraba ya en la administración regia buscando un buen empleo. Pero a quien más encandilaba la actitud de la condesa era al propio Goyeneche, que, como tesorero y uno de los hombres de confianza de Isabel de Farnesio, se había habituado a la discusión de los asuntos políticos desde un punto de vista femenino.
—Por cierto, me pregunto si estáis al tanto de la situación íntima de los reyes —apuntó el anfitrión—. El estado mental de don Felipe, lejos de mejorar, ha ido definitivamente a pique. Padece crisis inexplicables, en las que cabría darle completamente por loco, si no fuera porque a ratos recobra la cordura. Muchos en palacio sabemos que ve visiones y que incluso ha intentado subirse a los caballos de los tapices… Las criadas cuentan que sufre ataques de violencia, en los que arremete contra su esposa, a la que culpa de obligarle a reinar, puesto que la verdadera intención de él siempre fue la abdicación. Permanece encerrado en su dormitorio durante muchos días, en los que sólo recibe visitas de doña Isabel, un par de fieles servidores y los pequeños infantes. Os aseguro que la fortaleza de esa mujer es admirable. Se ha convertido en el verdadero resorte de la política del país. De todas formas, a todos nos conviene que esta situación no trascienda fuera de los aposentos reales…
Los tertulianos se quedaron pensativos. Por sus gestos de contrariedad se diría que lamentaban sinceramente el penoso estado del rey y valoraban el esfuerzo de Isabel de Farnesio, que había sabido formar un clan de políticos de su confianza, contra los cuales sin embargo Goyeneche tenía serias reticencias que más tarde iba a exponer.
Pedro Castro rompió el repentino silencio ofreciéndose amablemente a rellenar las tazas con el exquisito chocolate, aún caliente.
Aprovechó la momentánea distensión para cruzar miradas de complicidad y simpatía con Francisco, que de momento permanecía, tal como le había recomendado Sebastián de Flores, callado y a la escucha. Pedro se imaginaba igualmente la extraña sensación que el cerrajero debía sentir al tener tan cerca a la condesa de Valdeparaíso, al compartir con ella estancia, amistades y tertulia. Por más que le recomendara en su día olvidarse de esa dama, por su cara de admiración, se hacía evidente que Francisco nunca había pensado hacerle caso. En cierto modo, los sentimientos de su amigo y sus posibles consecuencias le inquietaban.
Pasaron a discutir entonces sobre la situación española en la materia principal que les ocupaba. Goyeneche estaba bien informado de cuanto se cocía en la corte:
—España vive desde hace décadas en constante tensión bélica —comenzó a exponer—. No negaré que la ambición de la reina por proporcionar tronos a sus hijos sea la principal causa de ello.
—Desde mi experiencia, sé que la Armada necesita con urgencia buques bien surtidos de cañones. Se precisan más de doscientas bocas de fuego anuales. Las fundiciones de bronce no dan abasto.
Parece evidente que es el momento preciso para crear manufacturas metalúrgicas, para encontrar ese huidizo secreto del buen acero de fundición, que permita fabricar mejores cañones, más ligeros y baratos. Es la única opción que tiene España de defender su imperio comercial ante Inglaterra y Francia.
—No entiendo por qué mi padre no se ha interesado jamás por este proyecto —meditó en alto Goyeneche—. Quizás sea asunto propio de estos nuevos tiempos y deba ser yo quien lo emprenda…
—En cualquier caso, resulta desolador comprobar el panorama actual del hierro en nuestras tierras —intervino Sebastián de Flores—. Este reino, que estaba a la vanguardia de la metalurgia hace un par de siglos, como atestigua la historia de mi familia, se ha sumido desde hace un tiempo en la decadencia. Y todo porque las ferrerías vascas, de las que tradicionalmente ha salido el mejor hierro, se resisten a introducir cambios. Defienden su forma ya anticuada de trabajar a base de fueros intocables y privilegios de la Corona.
Sin embargo, nuestra economía no podrá sobrevivir en medio de ese retraso tecnológico.
—No obstante, hay grandes comerciantes en el puerto de Bilbao que se enriquecen a manos llenas con los vaivenes del precio del hierro que provocan los rumores de guerra. Parece que a esos les encaja bien esa supuesta decadencia de la que hablas —sentenció el padre Feijoo.
—Lo que sé de cierto es que en esta empresa es necesario apresurarse —dijo Goyeneche—. Parece que no soy el único atento a sus avances. Me consta que en el cercano entorno de la Corona tendríamos ya gran competencia.
—¿A quién te refieres, Miguel? —preguntó curiosa la condesa, agitando sobre su pecho suavemente el abanico abierto.
—Hablo de ese «clan de vizcaínos» que rodea siempre a la reina: Juan Bautista de Orendain, flamante secretario de Estado, y Sebastián de la Cuadra, que ya se postula para el mismo cargo. Vascos, dueños de ferrerías y valedores de importantes intereses familiares en este negocio. ¿Acaso no son ellos los primeros inclinados a mantener la situación actual? ¿De impedir que desaparezcan los privilegios que les hacen ricos, aunque sea a costa de abortar proyectos que beneficien al conjunto del reino?
—Pero sabes que ellos no son los únicos competidores, Miguel… —se atrevió a añadir Somodevilla.
—Lo sé. También está ese otro par de ambiciosos navarros.
Hombres de finanzas, como mi padre, dispuestos a enriquecerse a toda costa. Me refiero a Miguel de Arizcun, marqués de Iturbieta, y a su primo, Francisco de Mendinueta. Sé de buena tinta que han adquirido varias ferrerías en Navarra y que aspiran a dominar en breve el comercio en esa zona. Su estrategia es inteligente, puesto que siguen la misma senda que mi familia. Figuran ya entre los primeros prestamistas de la Corona, y en pago a su ayuda económica solicitan al rey la contrata exclusiva para proveer al ejército de munición, lo que supone miles de quintales de hierro. Iturbieta piensa construir sus propios altos hornos y lanzarse de lleno a esta empresa.
—¿Has hablado de todo esto con la reina? —preguntó la condesa de nuevo.
—No puedo enfrentarme a todo un clan de ministros y financieros; hombres que ejercen un gran poder en la luz y en la sombra.
Estaría fuera de palacio en menos que canta un gallo. No me atrevería a hablar a doña Isabel de ello hasta ser capaz de demostrarle que poseo el secreto de ese proyecto industrial que aumentaría el poder económico y militar del reino, y así lo que ella ansía: aupar a sus hijos a lo más alto.
Goyeneche interrumpió su propia argumentación durante un instante, el justo para trazar y proponer la siguiente intriga:
—Sería interesante conocer con anticipación la estrategia del gobierno y de nuestros competidores. Sus pliegos de propuestas deben andar archivados entre los papeles de las secretarías de Estado, en el alcázar. Si existiera la posibilidad de acceder a esos despachos de incógnito…
Al escuchar la propuesta, la condesa de Valdeparaíso volcó su atención instintivamente sobre Francisco. Cruzaron sus miradas.
María, con una tímida sonrisa esbozada en los labios, entornó los párpados y volvió a agitar el abanico sobre el escote. Tanto ella como el resto de tertulianos sabían que, por su vinculación a la cerrajería real, Francisco era el único de la reunión que podría franquear cualquier puerta de palacio.
Francisco se percató de que Goyeneche esperaba de él una respuesta a la iniciativa planteada. Su conciencia se debatía entre desvelar su valioso conocimiento sobre las cerraduras de palacio y ponerlo a servicio de este consorcio económico o ser fiel a su juramento de honestidad como cerrajero.
—Bueno, en realidad, el acceso a esos despachos… —comenzó a titubear, sin saber bien cuál iba a ser finalmente su respuesta. Sintió la mirada fija en él de Sebastián de Flores y pensó que se trataba de una advertencia para que actuara con discreción y no se comprometiera a nada en el primer encuentro—, como a todas las demás estancias de la administración en el alcázar, violando sus cerraduras, es harto difícil. Sólo mi maestro, el cerrajero oficial del rey, sería capaz de hacerlo sin levantar sospechas y por supuesto él está al margen de todo esto.
Goyeneche prefirió no presionar más a Francisco y dio continuidad a la tertulia, que se aproximaba a las conclusiones finales.
—En cualquier caso, has de saber, Miguel —intervino el padre Feijoo—, que ha llegado a mis oídos que la Junta de Comercio estudia otras tantas peticiones de concesión de privilegios para establecer supuestas fábricas de acero. Esta repentina obsesión por la metalurgia comienza a ser ridícula y propia de chamanes, si no fuera porque se trata de uno de los principales recursos de España. En breve plazo, si Dios quiere, veréis publicada mi particular disputa con un espabilado gentilhombre que, bajo el seudónimo de Teófilo, asegura poseer el secreto de la piedra filosofal y la fabricación de oro. Me consta que es un embaucador, como todos los alquimistas, pero a fe que da trabajo enseñar las virtudes de la razón a tanto crédulo y nigromante. Y lo peor es que no ha hecho sino copiar a un astuto conde francés, que está logrando estafar a muchos con un supuesto método secreto de transmutación del hierro en cobre. Espero equivocarme, pero me da que el engaño de este charlatán llegará pronto hasta nosotros. Dios nos pille confesados de tanto impostor inútil.