El cerrajero del rey (22 page)

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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

Aun así, agradezco el ofrecimiento. Ignoro si alguien llevó siquiera alguna vez unas flores a su tumba. Quizás me vendría bien hacerlo y cerrar para siempre ese capítulo del pasado.

—Sea como quieras. Podrás acoplarte como mi ayudante en uno de mis viajes por cuestiones del negocio familiar. Cuando estés dispuesto, no necesitas más que avisar a mi administrador —resolvió con su habitual diligencia el caballero.

Al verle salir por la puerta de la biblioteca, Francisco deseó la suerte de Goyeneche. Él no era hombre envidioso, y ni siquiera era el cómodo estatus social o la brillante personalidad del caballero lo que pudiera despertar su codicia. Le envidiaba, antes que nada, el deleite de un amor, aunque fuera clandestino, con una dama como la condesa de Valdeparaíso.

La agradable existencia que Francisco experimentaba de nuevas lo tenía obnubilado. Con el dinero recibido se compró vestimenta a estrenar, de un lujo moderado. Hubiera tenido suficiente caudal para buscar aposento más decoroso, pero prefirió mantenerse alojado en la posada de la vieja actriz Micaela, que hizo suyo el empeño de que el oficial durmiera solo las menos noches posibles, como buena alcahueta que era. Fue fácil convencer a Francisco para dejarse hechizar por la frivolidad de este ambiente.

Por las tardes, veía con frecuencia a Pedro Castro, a quien acompañaba en sus ocupaciones profesionales. Francisco podía permitirse el gasto de asistir a menudo a las comedias y comenzó a cogerle el gusto al ambiente de la farándula. Aunque se daba el caso de ver una misma representación varias veces, Francisco no dejaba de acudir, entre otras cosas, con el ánimo de ver a María Sancho Barona instalada en su aposento particular del teatro. La condesa, sin embargo, parecía últimamente más ausente de los escenarios de lo que deseaba el cerrajero, que sufría decepción tras decepción cuando no la encontraba entre el público selecto. Pedro le dijo haberse enterado que la dama había marchado durante un tiempo a sus posesiones de La Mancha. Ignoraba cuánto tardaría en regresar. Mientras tanto, el cómico se empeñaba en presentarle a su amigo numerosas actrices y junto a él, en compañía femenina o sin ella, cenaba de vez en cuando en los céntricos mesones de la villa y corte.

Cuando Francisco abrumaba a Pedro con la descripción de sus avances en el estudio sobre metalurgia encomendado, el cómico demostraba aburrimiento, le interrumpía y por contra insistía en enseñarle los entresijos de la vida cortesana. Pedro hacía gala presuntuosamente de su experiencia en este campo, que le había servido más de una vez para evitar de forma escurridiza batirse espada en mano.

Aunque la mitad de sus relatos parecían aderezados con anécdotas propias de comedias, el cerrajero simulaba creerle a pies juntillas.

Apreciaba mucho su despreocupada compañía, especialmente en estos momentos de desapego a un hogar. No recordaba haber reído tanto desde su infancia como con los extravagantes cuentos de este hombre de escenario.

—Necesito confirmar contigo una duda que me corroe —planteó Francisco en una tarde de taberna.

—Tú dirás —contestó diligente Pedro.

—Me veo incapaz de distinguir entre lo verdadero y lo falso en la relación entre Miguel de Goyeneche y María Sancho Barona.

Tú sabes de amoríos y sospecho que conoces bien esa historia…

—No hace falta imaginar mucho. Creo que eres consciente de lo que has visto… y no te tengo por alelado. Saca tus propia conclusiones —contestó esquivo el cómico.

—Ayer vi a la condesa entrar en casa de Goyeneche. Iba sola…

¿Actúan así las damas de la nobleza?

—Bueno, digamos que María es una mujer… «a la moda».

Muchas de su condición y su juventud también lo son. En estos tiempos eso no es óbice para el buen funcionamiento de un matrimonio. Los esposos también se entretienen, no creas. Son las cosas del galanteo.

—Entiendo. Pero no me cabe en la cabeza que un marido consienta compartir una mujer así…

—Su moral es simplemente diferente a la de tu mundo.

Pero… ¿vas dejarte corroer por los celos, amigo? —dijo Pedro socarronamente, sacudiendo a Francisco por los hombros—. Te lo dije.

Olvídate de poner tus ojos de artesano, ni en sueños, en una dama de alcurnia. Bastante tienes con lo que te traes entre manos. Anda, descansa hoy tranquilo en la posada, o acabarás perdiendo el seso.

Francisco sólo hubiera necesitado atravesar en ese momento la plaza Mayor y unas pocas manzanas de casas, para encontrar, mientras se divertía junto al cómico, un imprevisto drama en la cerrajería real.

Nicolasa de Burgos, la esposa del maestro Flores, se debatía entre la vida y la muerte. Un trágico accidente había ocurrido tres días antes. La mujer había salido de casa, acompañada de Manuela, la menor de sus hijas, para bajar a la ribera del Manzanares. Solía hacerlo a veces, cuando las mañanas se presentaban soleadas y calurosas, por entretener a la pobre tullida, cuyo agrio carácter se suavizaba con el paseo y la contemplación del trabajo de las lavanderas en la orilla del río. Habían traspasado a pie el arco de la puerta de la Vega, asomando ya al campo, cuando un carro tirado por una yunta de caballos desbocados se les vino encima. Más preocupada por la suerte de Manuela que por la suya propia, Nicolasa logró apartar a tiempo a la joven de un fuerte empellón, pero no pudo hacerlo ella misma. Las ruedas la arrollaron, dejándola malherida en medio del camino. Algunos transeúntes acudieron a los gritos desesperados de Manuela, que se desquició al ver el cuerpo ensangrentado de su madre. Dos hombres subieron a Nicolasa en volandas a su casa.

En medio de la confusión, se debatían entre avisar al médico de la servidumbre de palacio o al cura de la parroquia cercana para que le aplicara la extremaunción. Daba la impresión de que todo esfuerzo por curar sus heridas iba a ser inútil. José de Flores, hundido ante la imprevista desgracia, apenas tuvo ánimo para mandar recado urgente al Buen Retiro, donde su hija mayor se encontraba sirviendo a la reina.

Josefa no se apartó de su progenitora durante las muchas horas que se alargó el padecimiento. Nicolasa era una mujer extraordinaria; el pilar de la familia y la fragua regia. En la penumbra de la habitación, la muchacha daba vueltas a estos pensamientos. Lloraba y rezaba en silencio, rogando a Dios que no se llevara a su madre tan pronto. Con mimo le limpiaba las heridas, refrescaba con agua helada los golpes, y le acercaba a la boca el vaso con las sales disueltas recetadas por el galeno. Su hermana Manuela poco podía hacer para ayudarla. El maestro Flores parecía completamente ido desde el día del accidente, como barruntando lo que se le venía encima. Sus hermanas, Tomasa e Ignacia, habían vuelto a la casa para acompañarle en su infortunio. Félix, el oficial, merodeaba nervioso escaleras arriba y abajo, plantado de pie junto a la puerta de la habitación donde reposaba la enferma, sin atreverse a franquearla. En esos momentos de desasosiego, Josefa echaba mucho en falta a Francisco.

En sus agónicos episodios de lucidez, Nicolasa hilvanaba frases, como si insistiera en decir algo importante a su hija. Haciendo un esfuerzo extraordinario por enlazar palabras entrecortadas, pudo al fin asombrar a Josefa con una insospechada revelación, que vino a golpear de lleno el alma de la joven.

Le refirió brevemente la historia de su juventud, aquella que la tenaz curiosidad de Francisco Barranco había desempolvado hacía poco. Relató de la forma que pudo sus amores con Sebastián de Flores, la manera en que la enemistad entre sus respectivas familias por la posesión de secretos de oficio les obligó a separarse, su boda impuesta con su primo José, cuando ella ya sabía que estaba encinta, el nacimiento de su primogénita… No hizo falta que se extendiera más. «Hija mía, tu verdadero padre es Sebastián… Sebastián…», dijo con un hilo de voz apenas ya perceptible. Josefa asió con fuerza su mano y dulcemente la mandó callar. No era bueno que se fatigara. Ya estaba todo dicho. Las lágrimas nublaron su vista, pero no quiso evidenciar ante su madre moribunda el torrente de sentimientos contradictorios que le oprimía el pecho, hasta hacerle sentir que le faltaba el aire.

Josefa acababa de descubrir que su padre era otra persona; ese pariente que conocía vagamente, pero lo poco que sabía era demoledor, pues las escasas ocasiones en que había escuchado a José de Flores referirse a él habían sido para criticarle muy duramente. Ni siquiera recordaba su aspecto físico. José había procurado siempre que tanto él como su familia, eludieran cualquier encuentro con Sebastián y sólo era consciente de haberle visto una vez, cuando Nicolasa se lo señaló de lejos en la calle, siendo ella muy niña. Ahora entendía realmente el porqué de muchas situaciones.

Con una extenuada sonrisa en la boca, Nicolasa aún tuvo fuerzas para mencionar lo que parecía otra de sus íntimas obsesiones.

Habló de un libro manuscrito sobre metalurgia que antaño fuera de sus antepasados, los famosos arcabuceros Asquembrens, que había sido robado por sus competidores, los Bis, y que tenía que haber sido heredado a su vez por Sebastián de Flores, su descendiente.

—Busca el manuscrito, hija. Puede ser importante para tu futuro. Al fin y al cabo, perteneció a tu verdadero padre y tienes derecho a él. Sé que Sebastián lo perdió de vista en su niñez, cuando quedó huérfano, y sospecho que puede no andar lejos de aquí…

—dijo en susurros, aunque Josefa, aturdida por las anteriores revelaciones sobre sus orígenes, no otorgó la más mínima importancia a la idea de encontrar un viejo libro. Nunca se había interesado sobre las extrañas historias de los metales.

Nicolasa no olvidó, por último, mencionar a Francisco, a quien quería con toda su alma, como a un hijo.

—Josefa, no pierdas a ese buen hombre. Ámale con la misma bondad con que yo le he querido —fueron las últimas palabras que fue capaz de pronunciar, ahondando aun más la congoja y la incertidumbre que en ese momento aplastaban como una losa a la joven.

Dos horas más tarde expiró. Acababa de cumplir cuarenta y tres años. Su sepelio fue triste, muy triste y llorado. Le dieron sepultura en la cripta de la parroquia de San Juan, donde se enterraban las familias de criados regios, junto a otros antepasados de los Flores.

Josefa decidió guardar el secreto de su madre en el rincón del olvido. No le encontraba sentido a remover ahora los cimientos de su vida. En nada podía influirle cambiar la identidad de quien la había engendrado, pensó. Prefirió acomodarse, de momento, a la negación de la realidad. Ante todo quería evitar hacer un daño innecesario a quien para ella siempre sería su padre: José de Flores. Aunque, su deseo sutil de discreción iba a ser burdamente pisoteado.

Félix, que parecía especialmente dotado para sembrar el malestar allá donde fijara su atención, había oído por casualidad la confesión de Nicolasa. En su escurridizo transitar por la casa, se detuvo detrás de la puerta entreabierta de aquella habitación en la que Josefa cuidaba de su madre. Lo escuchó todo. Se creyó en el derecho de hacer suya la revelación y de transmitirla al maestro, como si con ello fuera a merecer su confianza. Aprovechó para contárselo una mañana en que José de Flores estaba solo, abstraído, sentado a la mesa de la estancia principal de la casa.

—Josefa, ¿hija de Sebastián…? —se preguntó sin más el maestro, reaccionando fríamente, como si la profunda pena en que le había sumido su reciente viudez no le dejara siquiera expresar el más mínimo sentimiento—. Siempre tuve la intuición de que la huella de mi primo estaba presente en mi matrimonio… Es duro admitirlo, pero en el fondo, no debería sorprenderme. Yo forcé su unión conmigo y asumí que ellos se habían amado antes. Pero, ¿por qué te cuento esto a ti? —se preguntó, dando rienda suelta de repente a los sollozos.

Se restregó las manos con desesperación por la cara y se dirigió de nuevo al oficial, con los ojos anegados en lágrimas:

—¿Y por qué has tenido que contármelo? Si Nicolasa quiso ocultármelo, seguramente fue por el bien de nuestra familia. Era tan sabia… y yo la amaba tanto… —dijo con el ceño arrugado y los ojos apretados por el llanto—. Preferiría no haber tenido la certeza nunca. —Con la rabia contenida en sus manos, agarró por la pechera de la camisa a Félix y le gritó—: ¡Júrame por tu difunta madre que vas a entregar al silencio esta historia! No quiero que mi hija sepa que conozco su secreto. Es una información que, sobre todo, le pertenece a ella. Josefa ha sido y será siempre mi hija. ¿Me has oído, patán?

Por una vez en tu vida, ¡comprométete a algo cierto!

—Tranquilícese, maestro —contestó Félix, zafándose del agarrón—. Se lo juro. Creí que era mi deber decírselo, pero desde ahora cierro mi boca para siempre.

Josefa estaba obligada a regresar pronto al servicio de la reina, pero antes quería poner en orden los asuntos domésticos, para que su padre, el hogar y hasta algunas cuestiones de la fragua pudieran sobrevivir a la ausencia de la matriarca. El mal carácter de su hermana Manuela parecía aún más enrarecido después del accidente.

La visión de su madre ensangrentada había desequilibrado su mente y tan pronto se negaba a salir de la cama en días, como le daba por salir de casa a medio vestir; o reír y llorar al mismo tiempo. Por desgracia para el maestro Flores, era inevitable que en breve Manuela asumiera las tareas de la casa. Mientras tanto, Josefa pasó unos días muy atareada, evitando pensar en esta terrible pérdida que había ensombrecido el ánimo de todos y hasta las estancias de la casa, que ahora se veían lúgubres. Las comidas, con su padre, Manuela y Félix a la mesa, eran una sinfonía de silencios. José de Flores parecía repentinamente envejecido, callado, meditabundo. El oficial era el único que conservaba el apetito, junto a esa costumbre de no quitarle ojo a la primogénita del maestro, que tanta desazón causaba a la interesada. A pesar de la honda tristeza que le producía dejar a su padre mal atendido, Josefa hubo de poner fin a su permanencia en la fragua y volver al Buen Retiro. Prometió que haría lo posible por estar pronto de regreso.

Era difícil, sin embargo, lograr en ese tiempo ausentarse de la corte.

Los preparativos del importante viaje que la familia real iba a emprender ocupaban de pleno a la servidumbre. El doble enlace entre príncipes españoles y portugueses se había celebrado ya, en Lisboa y Madrid, por poderes. Preocupaba especialmente el matrimonio del heredero español, Fernando, a quien el pueblo adoraba por ser un Borbón nacido en España y por representar el sentimiento nacional frente al extranjerismo de su propio padre y su madrastra. Se rumoreaba en los pasillos y despachos palaciegos que Bárbara de Braganza no era la persona adecuada como consorte del príncipe; que ésta era un pobre boda urdida a mayor interés de Isabel de Farnesio y sus hijos, hermanastros de Fernando; que al parecer la princesa portuguesa era fea, muy fea, debido a las marcas que la viruela había dejado recientemente en su cara, y que por ello no se había permitido al embajador español en Lisboa conocerla en persona. Dimes y diretes tenían entretenidos a criados y cortesanos.

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