Pese a todo, la reina Isabel pasaba unos meses aciagos. La demencia de Felipe V había llegado a un punto de alarmante empeoramiento. La obsesión del rey por abdicar obligaba a Isabel de Farnesio a permanecer en un grado de máxima alerta, para evitar que su esposo firmara documentos de Estado fuera de su sano juicio. La soberana presidía sola y con mano firme los consejos de ministros, pero no podía evitar las conspiraciones a favor de su hijastro y heredero, el príncipe Fernando, que a la vista de la enfermedad de Felipe V, ya se postulaba como gobernante entre todos aquellos que odiaban las formas autoritarias y la irresponsabilidad de involucrar a España en continuas guerras de que hacía gala Isabel de Farnesio.
Una momentánea mejoría de Felipe V, durante las Navidades de 1728, hizo que Isabel de Farnesio tomara la decisión de culminar cuanto antes las bodas portuguesas. Lo único que faltaba era el intercambio de princesas en la frontera. La ocasión era ideal para sacar al rey de Madrid y procurarle un drástico cambio de aires. Quizás salir del severo entorno madrileño fuera el revulsivo que necesitaba el soberano para abandonar su postración. La reina decidió, además, que el viaje a Badajoz, con motivo de las bodas reales, se prolongaría después hacia Andalucía. La Corona española iba a cambiar de ambiente, de residencia y de capital por un tiempo indefinido. Sólo parte de la servidumbre seguiría el camino de los reyes y los infantes; la otra quedaría en Madrid. La corte estaría así dividida en dos y tan desconcertada, pensaba la reina, que durante un tiempo no habría lugar a complots políticos contra ella.
Una nota llegó al taller de José de Flores: la familia real iba a necesitar un cerrajero experto para su traslado a Extremadura y Andalucía. Se solicitaba al maestro que con urgencia pasara por palacio a inscribir su nombre o el del oficial que en su defecto designara en la lista de criados que iban a emprender el viaje.
La noticia sorprendió al maestro en lamentables condiciones.
Habían pasado varios meses desde que quedara viudo. El desaliño había tomado posesión de su antes aseada persona. Se había dejado crecer la barba, y sus ropas, que ocasionalmente cuidaba ahora a jornal una lavandera, mostraban abundante tiznes de carbón, algo impensable en los buenos tiempos de José de Flores. Mortificado por el dolor de espalda y aún más por la pena en su alma, no tenía ánimos para trabajar. La cerrajería empezaba a reflejar la decadencia de su propietario. La aureola de centenaria dinastía de artesanos se venía a pique a pasos de gigante. Por el contrario, Félix Monsiono estaba adueñándose del espíritu de la fragua, tomando a su cargo los trabajos pendientes. Ya había viajado una vez a La Granja de San Ildefonso para continuar el ensamblaje de rejas y balcones, que con tanto afán artístico empezara a elaborar Francisco Barranco. Comenzaba incluso a sustituir al maestro en los arreglos de cerraduras y llaves de palacio, muy a pesar del aposentador mayor, que había hecho llegar sus quejas a Flores por el talante descortés del oficial con los demás criados. Aun así, todo parecía indicar que ante la invalidez del cerrajero del rey, su único oficial disponible, a falta de otro mejor, sería el designado para acompañar a la corte en su periplo hacia el sur de España.
El estado en que Josefa había encontrado a su padre y el hogar familiar en su última visita, la llenó de espanto. Félix había salido y ello le permitió revisar a fondo la casa. La fragua, sucia y en completo desorden, le causó verdadera alarma. Apreció entonces en toda su magnitud la labor en la sombra que siempre había ejercido Nicolasa de Burgos. Revisó el mueble donde su padre solía guardar papeles, cuentas y dinero. Lo encontró revuelto. Un monedero de cuero, con las cintas desatadas, no contenía más que unos pocos reales de plata.
Un súbito recuerdo, como un relámpago, se le vino a la mente. Entró en el taller, directa a buscar el preciado baúl de cerraduras antiguas de su familia, aquel con el cual había sorprendió a Francisco una noche, hacía ya muchos años. Los candados que impedían abrirlo parecían intactos. Se percató, sin embargo, de que la tapa parecía toscamente forzada; como si alguien hubiera pretendido reventarla sin pudor a golpe de palanqueta. Un escalofrío recorrió su cuerpo.
Tuvo el presentimiento de lo que estaba ocurriendo. Salió del hogar apresuradamente sin dar explicaciones. Era urgente actuar de inmediato.
Francisco había pasado otra agradable mañana en la biblioteca de Miguel de Goyeneche. El administrador de la casa andaba también intranquilo. El viaje de la familia real iba a obligar al joven tesorero de la reina a ausentarse de Madrid durante una temporada. Se hacía imprescindible dejar los asuntos contables de sus negocios en Castilla bien resueltos. El cerrajero estaba al tanto del movimiento que se avecinaba en la corte, sin saber muy bien en qué situación quedaría él próximamente. Imaginaba que el alejamiento del empresario iba a ser breve y que él permanecería en la capital mientras tanto, ahondando en su proyecto común pendiente. La condesa de Valdeparaíso había regresado a Madrid desde sus tierras de La Mancha hacía ya unas semanas. Aunque, para inquietud de Francisco no había logrado aún volver a verla. Imaginaba que cualquier día se presentaría en casa de Goyeneche, con su collar de perlas al cuello, y por ello no faltaba a sus estudios ni una sola mañana. Ansiaba contemplarla, aunque fuera sólo a través de los ventanales de la biblioteca y a sabiendas de los celos que sufriría, pero, al parecer, la presencia en la capital del conde de Valdeparaíso, junto a su esposa, estaba dificultando los encuentros amorosos en casa de su amante.
Ese día, Francisco había destinado la tarde a contemplar los ensayos de un sainete, junto a Pedro Castro, en el teatro del Príncipe. Para calmar su fogosidad física, el cerrajero andaba encaprichado con los encantos de una joven cómica llamada Beatriz y no perdía ocasión para conquistarla. Al terminar la sesión, según empezaba a ocultarse el sol y a refrescar la tarde, los dos amigos buscaron refugio en su habitual taberna de la calle de Atocha.
Bebía a sorbos su segundo pichel de vino, cuando vio aparecer por la puerta a Josefa. Habían pasado meses desde su último encuentro. El corazón le dio un vuelco. La joven venía envuelta en ropajes de luto y su mirada traslucía intensa preocupación. Había entrado a la taberna, sin embargo, con decisión, sin la timidez que en otros tiempos la caracterizara. Francisco la encontró más bella que nunca. La sensación de volver a ver a la mujer a quien le había unido tanto cariño, produjo en su alterado ánimo un agradable sosiego, a pesar del anuncio de desgracias que aventuraba su vestido negro.
El oficial se puso en pie y avanzó al encuentro de Josefa.
—Francisco, necesito hablar contigo. Tienes que escucharme —dijo precipitadamente la joven, demostrando la angustia que la había traído hasta allí.
—Tranquila. Vamos fuera de este antro y me cuentas…
—contestó, pasando su brazo afectuosamente por los hombros de Josefa, acompañándola hasta el exterior.
Ya en la calle, apostados a un lado de la taberna, y a pesar del frescor vespertino, sus pensamientos encontraron un cálido punto de encuentro. Las palabras fluyeron sincera y emotivamente.
—Josefa, ¿qué ha pasado? ¿…este luto?
—Murió mi madre… hace ya unos meses, de un terrible accidente. ¿Cómo es posible que no te hayas enterado? Debes estar muy enfrascado en tu nueva vida… —dijo con cierto resentimiento Josefa—. Sabiendo el mutuo afecto que os profesabais, me extrañó que no te hubieras acercado a la fragua a acompañarnos en nuestro dolor y a encomendar su alma al Señor.
—Dios mío… Nicolasa muerta… —susurró como petrificado Francisco, apretando los ojos y los labios para no llorar como un niño, que era lo que el corazón le pedía—. Lo siento. Sabes que la quería como a una madre. Me duele profundamente no haber podido despedirme de ella… —logró decir con emoción contenida.
La sensación de compartir el mismo drama derribó al momento la distancia que se había establecido entre ellos durante los últimos meses. Necesitaron abrazarse con fuerza, ocultando uno en el hombro del otro sus ojos llorosos. Turbada otra vez por el contacto físico con el oficial, Josefa dio un paso atrás y empezó a hablar con seriedad y la tensión marcada en el rostro. Era evidente que su alma arrastraba mucho sufrimiento.
—Francisco, la situación de mi padre me alarma. Desconozco los raros asuntos en que andas ahora metido. Me cuesta reconocerte y de no ser porque sólo tú puedes enmendar el desastre, no habría vuelto a buscarte…
—¿Cómo me has encontrado?
—Llevo toda la tarde siguiendo tu rastro de calle en calle, como un perro de caza. He pasado vergüenza, pero por mi madre difunta que he jurado encontrarte. Me acerqué a preguntar en casa de la condesa de Valdeparaíso, de allí me mandaron a la de ese caballero Goyeneche, de donde me remitieron a su vez a una posada donde al parecer te hospedas, y en la cual una mujer descarada y parlanchina, apiadada de mis lutos, me ha indicado el camino de esta taberna…
—Por lo que veo, traes mucho interés en localizarme.
El cerrajero sostuvo la mano de Josefa en la suya durante un instante, pero ella la retiró de inmediato. Los nervios la traicionaban, puesto que nada deseaba más en el mundo que seguir los consejos de su madre, de amar y dejarse amar por ese hombre. Respiró hondo, se atusó el vestido con gesto agitado y con la mirada entristecida se decidió de nuevo a hablarle tal como había planeado:
—Francisco, he venido a rogarte que vuelvas al taller.
A partir de ahí, sus emotivas palabras fluyeron como el torrente de un río. Josefa relató el repentino ocaso en que se había sumido su padre y la forma en que Félix Monsiono estaba acaparando la autoridad en el taller del maestro.
—Ha usurpado tu puesto y se ha adueñado de tus trabajos.
No me cabe duda de que está robando a mi padre. Y lo peor, es que tengo sospechas de que ha intentado abrir con malas artes ese baúl, ese maldito baúl diría yo, que tantos quebraderos de cabeza parece causaros a todos… —dijo con la rabia contenida en su rostro.
Un rictus de contrariedad se dibujó en los labios de Francisco.
Pensamientos confusos y contradictorios empezaban a atosigar su mente.
—Tienes que volver de inmediato. Te lo suplico. —Josefa cruzó sus manos en actitud de ruego y sus ojos se inundaron otra vez de lágrimas—. La corte va a marcharse a Andalucía, y si no regresas a la fragua, será Félix quien acompañe a la familia real. Mi padre está enfermo, y no dudo de que ese indeseable hará lo posible por usurparle pronto el puesto. Francisco… es el fin de mi familia… y tú todavía tienes que lograr tu maestría, tal como pensabas al principio… junto al mejor, José de Flores. ¿Ya has olvidado ese sueño?
El oficial se quedó meditabundo, impactado. No contaba con el efecto que las palabras de Josefa iban a producirle en el momento tan crucial que atravesaba su existencia. No estaba seguro de cuál iba a ser su respuesta. Su silencio animó a la joven a sincerarse aún más con Francisco, a quien a pesar de sus desencuentros afectivos, consideraba la única persona de su entorno en quien podía confiar plenamente.
—Y además… yo también necesito tu ayuda. Te he echado tanto de menos… —dijo Josefa, atreviéndose ahora a abrir su corazón dolorido.
—Sabes que siempre has contado conmigo… —contestó Francisco, atrayéndola de nuevo hacia sí, para estrecharla de nuevo en un abrazo y buscar la cálida ternura de sus labios.
Con la voz emocionada por los besos, Josefa siguió hablando:
—Francisco, siento que mi vida ha sufrido un mazazo, como esos que dais en el yunque. Lo diré sin más rodeos: mi madre me confesó en el lecho de muerte que soy hija de Sebastián de Flores, ese hombre que se ha incautado de tu voluntad y te ha sacado de nuestra casa. Ésa es ahora la verdad de mi vida. Me siento confusa y… muy sola.
—Dios mío… Debí imaginármelo por la historia que Nicolasa me contó sobre las circunstancias de su juventud. Tu pelo negro, el color gris de tus ojos… —Francisco esbozó una sonrisa, tratando de aliviar la congoja de Josefa, cuyas manos, ahora sí, sostenía fuertemente entre las suyas—. Bueno, bajo mi punto de vista, no es todo lo malo que parece. Considérate una privilegiada: tienes dos padres, y nada menos que… ¡Los dos más grandes maestros del hierro en este reino!
Rieron juntos. La joven dejó rodar dos lágrimas por sus mejillas, que más que lágrimas eran el símbolo de la pena acumulada durante los últimos tiempos. Le parecía que la marcha del oficial había desencadenado en su familia una sucesión de desventuras.
Anhelaba convencerle de su equivocación y de la conveniencia de que retomara el rumbo de su vida, trazado con realismo tan duro como el hierro, a golpe de fuerza y arte, desde que se conocieran en aquella adolescencia de apariencia ya tan lejana.
—Prométeme que no contarás a nadie la verdadera identidad de mi padre. Fue el gran secreto de mi madre y ahora sólo tú y yo lo sabemos. Es mejor que queden así las cosas —suplicó de nuevo Josefa.
Francisco juró sellar sus labios. La actitud madura y serena de la joven le había conmovido. Pidió tiempo para reflexionar. No podía comprometerse en ese instante a nada preciso, ni sentimentalmente, ni mucho menos abandonar el proyecto industrial al cual había sido invitado a formar parte.
La despedida fue dolorosa. Josefa quedaba de nuevo a la expectativa de las decisiones de Francisco. Esta vez les costó mucho separarse, sin saber cuándo sería su próximo encuentro. Se desearon mutua suerte.
Al contemplar a Josefa marcharse calle arriba, de regreso a palacio, el cerrajero fue consciente de que una parte de su ser, quizás la más auténtica, pertenecía al hogar de los Flores.