Mientras se entregaba a su aseo personal, provisto de trapo y agua, el oficial no pudo evitar cuestionarse cómo era posible que Sebastián lo hubiera localizado en aquel antro, en el que llevaba voluntariamente recluido varios días. «Se ve que en el alma de todo morador de Madrid habita un espía o un chismoso», pensó, comenzando a vestirse. La casaca que le había prestado Flores era sobria pero de buena tela, sin adornos, florituras ni grandes puños como las de los nobles. Le sentaba bien. Estaba seguro de que su aspecto, aunque no llevara encajes, ni bordados, ni peluca blanca de crin de caballo, no desmerecía del de cualquier burgués o artesano distinguido ataviado para la ocasión.
Le resultó fácil localizar la residencia palaciega de Miguel de Goyeneche, instalada en uno de los numerosos edificios que la familia poseía en la céntrica y hermosa calle de Alcalá, resultado de las inversiones realizadas con el capital ganado en sus negocios y fábricas. Ostentaban sin duda uno de los mayores patrimonios inmobiliarios de la villa y corte.
Según se acercaba a la casa, los lejanos recuerdos de aquel día en Nuevo Baztán en que conoció al patriarca de los Goyeneche que su padre tanto admirara, avivaron en él una punzante nostalgia, acrecentada por la incertidumbre de su actual situación. Sentía no obstante una extraordinaria curiosidad por conocer al hijo menor del fundador de la saga, a quien, a pesar de su juventud, ya se le consideraba un digno sucesor de su padre.
Miguel de Goyeneche tenía la misma edad que Francisco, pero sus orígenes familiares eran muy diferentes y las circunstancias de su juventud, opuestas: entre sedas y libros el primero, entre carbón y hierro, el segundo. Sin embargo, parecía que sus caminos estaban predestinados a cruzarse. Natural de Madrid, el destino quiso que Miguel naciera hijo segundón del financiero y por tanto que su educación quedara relegada a un plano inferior a la del primogénito. No pudo viajar a Italia y Francia, como hizo su hermano mayor, para completar una formación cosmopolita, pero agudizó el ingenio de tal forma, que pronto sobresalió en aquel entorno familiar que se empeñaba en ningunearle. Era un joven de inteligencia y personalidad brillantes. A los diecinueve años ya se había hecho un hueco en la administración de la corte y en la confianza de la astuta Isabel de Farnesio, que exigió tenerlo a su lado como tesorero, relevando a su progenitor en el cargo. Si alguien conocía bien los entresijos económicos de la Corona era esta dinastía de perspicaces navarros. Pero Miguel había heredado igualmente la habilidad de su padre para hacer dinero. Responsable prematuro del negocio periodístico de
La Gaceta de Madrid,
era además un gran conversador, amante de las artes, mecenas de la cultura, coleccionista de libros raros y monedas antiguas, y ambicioso empresario. Entre los planes acordados para su futuro estaba el matrimonio con la hija de otro adinerado navarro, con el fin de reforzar parentescos y sociedades mercantiles, aunque de momento se reservaba el derecho para el galanteo con cualquier dama deseada. Miguel gobernaba ya su propia casa, servidumbre y caudales. Poseía cualidades de consumado jinete y espadachín, amén de un innegable atractivo físico. Era pues difícil sustraerse al magnetismo que irradiaba su personalidad.
Apenas tuvo que esperar un momento en el gran portal del palacio, a la hora acordada, cuando Sebastián de Flores apareció calle abajo.
Por la mueca de aprobación que emanó de su rostro, Francisco entendió que su porte, aun de prestado, era del agrado del maestro.
A punto de acceder a la casa, éste se encaró al oficial y le dijo:
—Ha corrido la noticia de tu abandono de la fragua real… Ese compañero tuyo, Félix Monsiono, se ha encargado de extenderla por todo el gremio. Creí que vendrías a verme, puesto que intuyo que nuestra relación ha sido el detonante de lo sucedido…
—Por favor, no vuelva a mencionar a ese Félix Monsiono como mi compañero. Si hay alguien a quien deteste en este mundo, es a él. De todas formas, poco importa ya el pasado… ¿no es eso lo que me recomendó en su taller la última vez? —contestó con irónica serenidad Francisco—. El hecho es que he venido a esta cita de su mano y en la mía está el sacarle provecho. No se hable más.
—Quizás debas reconsiderar tu decisión y meditar lo que te conviene a ti… y a los que estamos a tu alrededor. Ya hablaremos.
De momento, sígueme y vayamos adentro. Nos esperan.
El interior de la casa de Goyeneche estaba a la altura de lo esperado por Francisco. La opulencia del joven magnate hubiera podido ser un impedimento al buen gusto de su morada, pero bien al contrario, Miguel tenía bien presente desde su infancia el meritorio origen de la fortuna paterna, y por ello se manejaba en la vida con elegante austeridad. La decoración, aunque parca y varonil, podría calificarse de exquisita. Los muebles castellanos de siglos pasados y oscuras maderas se entremezclaban con otros de estilo inglés a la moda, coloreados de lacas chinas, sobrios y rectilíneos.
Pero la sorpresa del oficial se hizo mayúscula al entrar en el salón y comprobar las personas que iban a formar parte de la tertulia.
Al ver a Sebastián de Flores, Miguel de Goyeneche se adelantó ufano y sonriente, ofreciéndole una calurosa bienvenida. Era obvio que, a pesar de la diferencia de edad y de estatus, se profesaban mutua admiración y respeto. A continuación, Sebastián hizo la presentación de Francisco, que había quedado rezagado tras él. Ponderó ante el anfitrión las buenas cualidades de su protegido, a quien consideraba que podría servir de gran ayuda al proyecto común que les unía en esta reunión, de cuyos detalles, la verdad, Francisco se sentía aún ignorante. Percibió con alivio el interés que Goyeneche mostraba hacia su persona.
—Amigo Francisco Barranco, considérate bienvenido a esta casa, donde nadie con inteligencia y talento sobra. Si el genio de Sebastián de Flores es quien te trae aquí, seas doblemente apreciado entre nosotros —dijo, subrayando cada palabra con su mirada franca y directa y estrechándole fuertemente la mano. Francisco pensó que aquella declaración de amistad parecía sincera y quedó cautivado de inmediato por el desbordante carisma del empresario, que poseía la rara habilidad de hacer que nadie se sintiera a disgusto en su presencia.
Acto seguido, fue el propio Miguel quien introdujo a Francisco al resto de los invitados.
A la derecha, el ilustre padre Feijoo, que había abandonado por unos días su celda en la universidad de Oviedo, donde impartía clases de teología, para instalarse en Madrid en casa de los Goyeneche, sus principales benefactores y editores. Vestido con la capa negra encapuchada propia de los benedictinos, su figura espigada y su rostro armonioso y delgado, consecuencia de la mesura ascética de su vida, le hacían aparentar algo menos de los cincuenta años que ya rayaba.
Era un hombre apreciado por los Goyeneche, a quienes había conocido en el entorno de aquellos pioneros Novatores, dispuestos a empujar a España hacia el progreso. Su moderna erudición, su apertura hacia las novedades científicas e ideas sociales avanzadas, habían encontrado refugio en sus ensayos, reunidos en una gran obra que dio en llamar
Teatro crítico universal.
Éstos llegaban al público gracias al mecenazgo de esta familia, que procuraba su edición y difusión, a pesar de las duras críticas que recibía de otros rancios frailes conservadores. Su curiosidad intelectual abarcaba también al mundo de las manufacturas, y en especial al de la metalurgia, espantado del grado de superstición y atraso científico que todavía imperaba en este campo. Francisco besó la mano del prelado con sumo respeto y el padre Feijoo correspondió con afable ademán.
Detrás del religioso, de cara a la chimenea, conversaban animadamente un joven caballero y una dama, que al escuchar las presentaciones se volvieron hacia los recién llegados.
—María, querida, déjame presentarte a nuestro nuevo tertuliano… —anunció Goyeneche.
—Vaya, ¿pero a quién tenemos aquí? Esta ciudad comienza a parecerme cada vez más pequeña… mi apreciado cerrajero, qué sorpresa encontrarnos de nuevo… —dijo la condesa de Valdeparaíso, recogiendo con gracia el abanico, al tiempo que alargaba su delicada mano hacia Francisco.
La condesa buscó en la mirada del oficial alguna señal de haber recibido su recado, enviado a través de Josefa, sobre el asunto del libro, pero se percató de que éste parecía más turbado que cómplice de su secreto. Y así era, porque impactado por la inesperada presencia de la bella dama, ataviada con un escotado vestido de raso verde, Francisco había quedado demudado. Apenas le había dado tiempo a reaccionar, cuando reconoció al caballero que la acompañaba: era Pedro Castro, el cómico.
—¿Tú también por aquí, Pedro? —preguntó maravillado.
—Ya te dije que en muchos salones de Madrid tengo sitio reservado… Miguel de Goyeneche me honra con su amistad y su afición por las comedias, pasión que compartimos con la encantadora condesa. El padre Feijoo es habitual en esta casa y un verdadero sabio, que aun sin pretenderlo, siempre instruye a quien le escucha.
Y del maestro Sebastián de Flores, ¿qué contarte? Nos conocemos desde hace tiempo como se conocen en esta corte los artistas. Me preguntó hace unos días por tu paradero y creí conveniente desvelarle tu refugio en la posada.
Mientras el encuentro de Francisco con la condesa de Valdeparaíso y Pedro Castro se producía, el anfitrión había apartado con discreción a Sebastián de Flores a un lado de la gran sala, con la intención de mantener al margen una breve y sigilosa charla:
—Ese joven cerrajero parece un hombre cabal y valiente. Has hecho bien en traerle, pero ¿crees que se prestará a nuestros fines?
¿Le has adelantado algo?
—Bueno, de momento he logrado encelarle en el mundo de mis ensayos metalúrgicos —contestó Sebastián—. Está fascinado, como todos nosotros, y al menos ha demostrado ingenio y tesón.
Me consta que ha logrado introducirse en la biblioteca de palacio a estudiar cuanto ha podido. Con respecto a lo que nos interesa ahora de él, lamento decepcionarte. Se ha peleado con su maestro, mi insufrible pariente, y ha abandonado la cerrajería real y por tanto… esos empleos que le permiten el acceso a las estancias de palacio.
—Sabes que esa circunstancia es pieza clave de nuestro proyecto… Parece la persona idónea: deseoso de progresar, cualificado para el trabajo del metal, buena presencia y talante para manejarse en la corte y, sobre todo… capacitado para franquear cerraduras de despachos oficiales, si logramos que participe voluntariamente con nosotros.
—Es probable que su conciencia se resista a traicionar los principios de «fidelidad y secreto» que como cerrajero real ha sabido infundirle mi primo. Pero creo que entenderá que su misión entre nosotros tendrá el alcance de beneficiar a todo el reino. Confiemos en el instinto que nos ha llevado a fijarnos en su persona…
Miguel de Goyeneche interrumpió bruscamente el reservado cruce de impresiones con Sebastián, al ver entrar en el salón al último de los invitados que esperaba: el joven caballero Zenón de Somodevilla, a quien le unía también una interesante relación. Somodevilla, derrochando energía y confianza en sí mismo, avanzaba ya hacia el anfitrión, disculpándose por su impuntualidad. Era hombre de corta estatura, agraciado, simpático y jovial. Hacía poco que Goyeneche le había conocido en la corte, a la cual Zenón accedió gracias al influyente José de Patiño, intendente general de la Marina, en quien había encontrado un valioso mentor. Somodevilla, hijo de humildes hidalgos riojanos y huérfano desde niño, como el propio Francisco Barranco, estaba logrando hacer carrera como marino, sirviendo de oficial en los arsenales de la Armada, pero ya tenía sus miras puestas en la administración central del Estado. Cuando viajaba a Madrid, le gustaba conversar con Miguel de Goyeneche, tan impulsivo e idealista como él. El común interés por la economía, la política y el futuro de España, amén del buen entendimiento personal, les había empujado a estrechar su amistad desde el principio.
El anfitrión terminó de hacer las presentaciones.
Francisco se sentía contento en su fuero interno al verse rodeado de personas capaces de despertar su admiración.
—Puesto que ya se conocen, vayamos directamente a las cuestiones que nos ocupan —comenzó a hablar Goyeneche, invitando a todos a sentarse alrededor de una mesa en cómodas sillas de alto respaldo—. No creo necesario decir que lo que aquí se hable debe quedar entre estas cuatro paredes…
Un criado mulato de mediana edad, vestido con la librea de servicio de la casa Goyeneche, entró en el salón. Depositó encima del tablero una bandeja de plata con la jícara y las tazas de porcelana para el chocolate, varios platos de pastas finas y siete vasos de buen cristal rellenos de agua fresca. A una señal de su amo, se retiró silenciosamente y cerró tras de sí la puerta. Como todo leal servidor que se preciara, quedó de pie tan cerca del salón, a la espera de que pudieran necesitarle, que nada de lo que se decía dentro escapaba a sus finos oídos.
—Padre, me siento feliz de encontrarle. He leído recientemente su disertación
Defensa de las mujeres,
y encuentro sublime que sea un sacerdote quien defienda nuestra capacidad intelectual y abogue por la igualdad de aptitudes entre ambos sexos —comenzó hablando con alegre espontaneidad María Sancho Barona—. Aunque si bien es cierto, no se ha atrevido a negar que la mujer debe vivir sometida al hombre…
—Señora condesa, sois mujer avezada en muchas materias.
Imaginaba que seríais tan ardiente seguidora de mi ensayo, como crítica en alguno de sus términos. Os ruego tengáis piedad de un pobre religioso que se atreve a defender al sexo femenino. Ya tengo la guerra declarada por otros que creen que incito con mis ideas a la rebelión social… ¿O no habéis leído ese anónimo dirigido a mí que titulan
Contradefensa crítica a favor de los hombres
?
—Siento interrumpir —dijo con rotundidad Goyeneche—.
María, dejemos esta encantadora disertación para tertulias más livianas. No estamos aquí hoy para hablar de mujeres, aunque a algunos nos plazcan en demasía… Perdone, padre, usted ya me conoce… Si os parece bien, introduciré brevemente el tema principal que nos reúne.
Se había desatado en Europa una auténtica fiebre del hierro, explicó Miguel de Goyeneche, que sabía bien cómo adornar un relato para acaparar la atención de sus oyentes.