El cerrajero del rey (14 page)

Read El cerrajero del rey Online

Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

Pero nada asombró más al oficial que la última estancia, dominada por grandes hornos de ladrillo que la hacían parecer angosta a pesar de su anchura, que junto a alambiques metálicos, tarros con extraños polvos y moldes de caprichosas formas apilados en el suelo, hablaban del ingenioso trabajo de fundición de hierro con el cual Sebastián de Flores estaba experimentando. Francisco fue consciente en ese instante de su gran desconocimiento. Todo aquello parecía ajeno a lo que hasta ahora había aprendido del oficio. El maestro se percató del impacto que la visita estaba ejerciendo en el joven.

—Es el futuro —aseveró Sebastián de Flores, sin más preámbulos, señalando hacia donde se concentraba la mirada de Francisco.

—¿Perdón…?

—Los hornos. Son el futuro del hierro. Aunque nada más unos pocos sepamos intuir lo que sobrevendrá con el devenir del tiempo.

Conozco lo suficiente a este endiablado metal para saber que a pesar de los siglos que el hombre lleva domeñándolo, aún esconde algo en sus entrañas que hará rico a quien descubra el secreto…

—Si no es indiscreción, ¿a qué secreto se refiere?

—La respuesta a tu pregunta valdría mucho dinero, Francisco.

¿Por qué habría de desvelártela a ti?

—Le recuerdo que he venido aquí respondiendo a su invitación.

—Tienes razón… y eres sagaz. El caso es que no sé por qué razón oculta siento la tentación de hacerte partícipe de mis inquietudes. Por lo que he sabido de ti en la corte, me consta que además eres trabajador y honrado, con cualidades innatas y ambición creciente.

Yo soy hombre solitario, aunque no me quejo. Mi soledad es intencionadamente buscada. Pero sé que está mal que no comparta conocimientos de los cuales soy legatario. Podría llevármelos a la tumba, pero aunque artesano de origen, soy persona de estudios y moriría con mala conciencia si entierro conmigo mis experimentos.

Sebastián se tomó un respiro para pensar y prosiguió.

—De todas formas, te confieso que yo tampoco conozco la respuesta a ese secreto sobre el cual me preguntas: se trata de la conversión del hierro en acero. Mis antepasados poseyeron ese valioso conocimiento, incluso en forma de escrito; al parecer, un valioso libro manuscrito que por raras circunstancias de la vida yo no pude conservar, aunque lo tuve en mis manos cuando era un chiquillo —dijo meditabundo—. Da igual, me creo capaz de volver a obtenerlo por mí mismo…

Sin entender el calado personal de las palabras del maestro, Francisco se interesó más por aquellas cuestiones técnicas que rehuían su comprensión:

—Perdone mi ignorancia. Hasta donde yo sé, el acero es hierro de gran pureza, maleable y resistente, refinado a golpe de martillo, calor al rojo vivo y súbito enfriamiento en agua. ¿No es así como se trabajan las espadas y cuchillos? Pero eso no es ningún descubrimiento…

—No lo es en pequeños fragmentos, aunque nos falta mucho por saber, por ejemplo, de la fórmula de los míticos aceros de Damasco. Yo hablo de la fabricación del acero a gran escala, en hornos de fundición. Está por hallar la manera de lograr ingentes cantidades de acero, útil para fabricar armas y objetos civiles que hoy ni imaginamos. La temperatura y tiempo del fuego, los fundentes, la calidad del carbón, la forma de los hornos, quizás la suma de un ingrediente desconocido… todavía está por comprobar la fórmula perfecta.

—Fascinante… —contestó Francisco, absorto con la explicación.

—El hierro español es de excelente calidad y el mineral abundante, ¿sabes?, pero aquí todo está confinado a procedimientos antiguos. En este país que se despereza de la ruina, apenas han existido hasta ahora probaturas en nada útiles. En el resto de Europa, sin embargo, andan despiertos y no malgastan su tiempo. Me consta que en otros lugares la búsqueda de la conversión del hierro en acero es una prioridad para reforzar ejércitos y atraer prosperidad económica.

Sebastián de Flores se acercó hasta un alto armario de nogal, arrimado contra la pared del taller. Abrió de par en par sus puertas y de una caja guardada en su interior extrajo una carta. La desdobló y entregó a Francisco, con la intención de que comprobara por sí mismo la veracidad de lo que iba a contarle. Al comprobar que la misiva se extendía en varias hojas de apretada caligrafía, el oficial respiró profundamente y comenzó a leer con parsimonia.

—Está escrita por un viejo amigo, comerciante vizcaíno de hierro, que hace unos meses ha viajado hasta París. Maneja buenos tratos comerciales e información de primera mano —comentó Sebastián, interrumpiendo la lectura y señalando a los papeles con insistencia.

—¿Y cuenta algo nuevo de Francia? Empiezo a pensar que todo lo que últimamente hacemos o dejamos de hacer nos viene impuesto por nuestros vecinos.

—Escucha —dijo Sebastián de Flores, arrebatándole impaciente la carta de las manos—. El duque de Orleáns, recientemente fallecido, padre de nuestra reina Luisa Isabel, regente de Luis XV y todopoderoso amo de Francia durante la última década, andaba también obsesionado con el secreto del acero. Fue el benefactor de un joven científico llamado Réaumur, que asegura haberlo encontrado durante sus ensayos de laboratorio, bien pagados por cierto por la academia de ciencias parisina a la que pertenece. Convenció de tal manera al duque de la certeza de su descubrimiento, que éste puso en marcha una real fábrica de acero y financió la edición de un tratado en el que Réaumur despliega sus conocimientos al respecto.

—Entonces, aquí se podrán aprovechar ya los hallazgos de ese francés para instalar nuestras propias manufacturas —afirmó ufano Francisco.

—Estoy seguro de que resultarían un fracaso. No he podido consultar aún el tratado en cuestión y será difícil que llegue a hacerlo, puesto que sólo un milagro haría que llegara aquí en breve a algún comerciante de libros. De ser así, es probable que un torpe censor de la Inquisición lo incluya en la lista de textos prohibidos.

Me basta con lo que me dice la carta. Parece ser que Réaumur ha logrado establecer la forma de convertir hierro en acero de una forma científica, desvelando lo que desde hace siglos los artesanos procuran empíricamente, según fórmulas de trabajo mantenidas en secreto. Si mezclamos un trozo de hierro con carbón vegetal molido y polvo de huesos calcinados, y lo sometemos al fuego infernal de un horno, lo habremos convertido en acero. Así de sencillo. O al menos eso dice ese francés, en términos más elevados, claro está.

—¿Y…? —preguntó curioso Francisco.

—Estoy convencido de que esa fórmula no es adecuada. La fábrica de Orleáns aún funciona, pero a la larga se percatarán de que sólo produce un mal acero, quebradizo e inútil. Lo sé con seguridad, soy perro viejo y desciendo de metalúrgicos… Sin embargo, me preocupa que este invento, por influencia de la reina Luisa Isabel, pueda desembarcar en España. Esta nueva dinastía de los Borbones quiere que el pueblo trabaje; que haya fábricas y dinero que colme a la real Hacienda. Algún avispado francés convencerá a nuestro Luis I de la idoneidad de seguir los pasos del regente, conseguirá el privilegio real, el monopolio del acero en nuestro país… qué digo, de este mal acero, y entretendrá a España en el camino equivocado, impidiéndonos experimentar con la fórmula correcta de producirlo.

Francisco escuchaba con atención, pero no acababa de entender la causa por la cual Sebastián de Flores había decidido revelarle precisamente a él tan importante información.

—¿Y qué puedo aportaros yo, por mucho que sea maestro de cerrajero en ciernes, en todo esto? Intuyo que solicitáis algo de mí, que no sé si podré garantizaros… —se atrevió a inquirir.

—Necesito una persona joven y con aspiraciones que me ayude. Sé que posees capacidad para ello. Hay fases del trabajo manual que no puedo hacer solo y no me sirve cualquier patán o indiscreto oficial. Créeme, estoy en el camino adecuado del gran negocio del acero. Lo único que me hace falta son los socios pertinentes. Déjame aconsejarte… Alcanza la maestría pronto, pero no olvides formarte como artista. Adquiere conocimientos mecánicos y científicos. Estudia diseño, cálculo… Si quieres progresar, no basta la fatiga corporal. Cultiva tu mente.

—Vuestra proposición suena bien, pero sabéis que es harto difícil. La erudición es cara. No está pensada para los artesanos y no poseo dinero para adquirir libros, ni pagar maestros. El gremio de cerrajeros ni siquiera provee a sus miembros de conocimientos científicos…

—Francisco, emplea tus monedas en sabiduría y el tiempo te demostrará que no las has derrochado. No hace falta que gastes tu hacienda en comprar textos impresos. ¿Acaso no trabajas para el rey? ¡Accede a la biblioteca real, aunque sea por las noches, como las ratas! Necesito que lo hagas. Debes estar alerta de la entrada en esa colección de cualquier tratado sobre metalurgia e informarme de todo movimiento que se produzca en la corte sobre este asunto.

—Pero yo no puedo abandonar a mi maestro. Y menos en este momento en que está enfermo. Sería una traición imperdonable por mi parte —se excusó preocupado Francisco.

—Ni yo te lo pido. Querría evitar otra ofensa a ese malquisto primo. Ya nos infligimos suficientes en el pasado.

Las palabras de Sebastián dejaron nuevamente meditabundo a Francisco durante un instante.

—¿Otra ofensa…? —preguntó con exacerbada curiosidad, recordando que ya había sido testigo con anterioridad de la inquina que el recuerdo de las rencillas entre los dos parientes causaba también en José de Flores.

—Comienza a caer la noche —contestó tajante Sebastián—, y estoy demasiado cansado para evocar tortuosos recuerdos. Márchate ahora y medita sobre lo que me has escuchado esta tarde.

Capítulo 8

Apenas pudo conciliar el sueño durante los siguientes días. Ni siquiera la ilusión por el trabajo pendiente en San Ildefonso podía apaciguar su inquietud a raíz de la conversación mantenida con Sebastián de Flores. La obsesión por el futuro y su ambiciosa persistencia le dominaban nuevamente. La quimera que suponía el contribuir a establecer una fábrica de acero, a descubrir los secretos de su elaboración, pasó a instalarse en sus pensamientos como algo factible.

Francisco no era un iluso, pero tenía la capacidad de imaginar que cualquier meta estaría a su alcance, si se empeñaba fervientemente en ello.

Recayó en aquella clandestinidad que significaba abrir a escondidas el baúl de su maestro Flores. Pensó que allí, concentrado en la genialidad de aquellas pequeñeces y de aquel extraordinario manuscrito que guardaba en su interior, mitigaría la ansiedad y la incertidumbre sobre las decisiones que habría de tomar próximamente. Andaba distraído y sin querer hizo una noche más ruido del acostumbrado. Chocó torpemente con la mesa de trabajo, provocando la caída de unas grandes tenazas de hierro, que se estamparon estrepitosamente contra el suelo. En la penumbra, Francisco atisbó que la puerta de la fragua se entreabría despacio. Se quedó paralizado, conteniendo la respiración; era inútil intentar esconderse.

En el umbral de la estancia apareció Josefa, vestida de cama, iluminando su andar con una vela. La joven había obtenido una vez más licencia para ausentarse de palacio y regresar al hogar con el fin de cuidar de su padre durante un par de jornadas. Casualmente había salido de su cuarto a reponer en la chimenea las ascuas del brasero que calentaba el dormitorio paterno, cuando escuchó ruido procedente del taller. Presintió de nuevo que se trataba de Francisco.

Sabía que no era raro verle trabajar hasta altas horas de la madrugada y por ello no tuvo miedo de acercarse. En el fondo, anhelaba encontrarse a solas con él, con el fin de enmendar el brusco final con que había concluido su último encuentro.

Al acceder a la habitación se dio cuenta de que acababa de sorprenderle en una actividad furtiva. Aquel baúl abierto, las valiosas cerraduras desarmadas por el suelo, el oficial allí de pie, inmóvil, expectante, con la turbación reflejada en las pupilas. Todo le delataba.

Al constatar que era Josefa quien le había descubierto, sintió alivio, aunque no estaba seguro de cuál iba a ser su reacción como hija del maestro que era. Se dirigió hacia ella, buscando en su rostro algún signo de compresión. En voz baja, para evitar mayor escándalo, trató de argumentar de improviso inverosímiles explicaciones.

—No te preocupes —interrumpió bruscamente Josefa, tapándole la boca con la mano—. Conmigo no necesitas excusarte. Sea lo que sea que estuvieras haciendo, confío en tu buen juicio. No sé por qué extraños designios siempre acabo jurando que de las cosas que te ocurren jamás diré palabra…

Quedaron observándose frente a frente durante un breve instante, que a ambos pareció una eternidad. La mirada de agradecimiento de Francisco lo decía todo. No cabía duda de que esa mujer le había demostrado siempre deseo de entrega y los más honestos sentimientos. Le acarició suavemente la mejilla y la estrechó entre sus brazos. Josefa buscó los labios del oficial y se besaron con ternura. Pero no acababan de salir de él las palabras que la joven tan ansiosamente esperaba oír. La pausada sensatez de Francisco en esta relación se interponía nuevamente entre ellos. Turbada por el beso, pero desilusionada por la falta de iniciativa de su amado en cuanto al mutuo compromiso, Josefa se dio media vuelta y cerró la puerta tras de sí.

Una incómoda sensación de vacío invadió al oficial al quedarse solo otra vez. No era capaz de encontrar explicación a su propio comportamiento. ¿Por qué, si quería a Josefa, le agobiaba tanto verla tan entregada? Era el ansia de matrimonio que ella demostraba lo que dejaba a Francisco paralizado. Y por qué negarlo, la constatación de que el recuerdo de otra mujer, María Sancho Barona, lograba sacar a Josefa de su pensamiento, le hacía dudar de la profundidad de su amor hacia la hija del maestro. No quería caer en las redes de una unión de conveniencia, de una boda por costumbre y tradición.

Other books

To Sketch a Thief by Sharon Pape
Six Days by Jeremy Bowen
On Sale for Christmas by Laurel Adams
El fin de la infancia by Arthur C. Clarke
The Wild Child by Mary Jo Putney