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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El cerrajero del rey (53 page)

Esa noche, por primera vez después de tanto tiempo, volvieron a encontrarse. Esta vez fue en la pomposa cama de baldaquino y sedas de María, envueltos entre finas sábanas de hilo. Allí estaban los dos deseando, por lo menos una vez más, ser los mejores amantes.

Para su decepción, la cita no logró hacer resurgir lo que ya se había perdido entre ellos. Aún quedaban recovecos y sombras; resquicios de desconfianza, que a la mínima mutua incomprensión, parecían muros insalvables.

—No llevas hoy puesto el collar que te regalé —le dijo Miguel, bien entrada la noche, entre susurros y caricias sobre su piel desnuda—. Recuerda que era sólo para lucir conmigo en estas ocasiones…

—El collar… lo perdí en el viaje de Sevilla a Madrid —mintió María—. Alguien debió de abrir mis baúles en el traslado y, entre otras pertenencias, eché en falta esa joya. Lo lamenté sinceramente…

—Vas a salirme muy cara, entonces. ¿Tendré que obsequiarte con otra alhaja para que luzcas en nuestros encuentros?

—No necesito dádivas que compren mis favores —contestó la condesa, algo molesta por el comentario de Miguel, al cual no tuvo reparos en responder con igual ironía, mientras hacía ademán de colocarse su bata y salir de la cama—. Puedo costearme mis propios lujos. Si comparto el lecho contigo no es por cuestiones materiales, sino porque mi espíritu aún, inexplicablemente, te desea.

Goyeneche la asió del brazo, y logró retenerla entre las sábanas.

—¿Es eso nada más lo que tú y yo compartimos? ¿Deseo?

—volvió a ironizar el caballero, con su sonrisa burlona impresa en el rostro—. Vamos, María, eso es cosa de pobres. No te engañes, nosotros compartimos intereses, como los buenos amantes. ¿Piensas que únicamente te trae hasta mí el afán de pasar un buen rato…? No lo creo, y se me hace que tú tampoco. Dime, ¿qué necesitas de mí?

—Tantos años hace que nos conocemos, y aún me sorprendes.

Observo con lástima que tu cargo al lado de la reina sigue endureciendo en exceso tu corazón. Siempre te creí más sentimental.

—Querida… no divaguemos. Insisto, ¿qué necesitas de mí esta vez?

—Bien, pues ya que preguntas, te diré que puedes hacerme un gran favor.

—Veo que estaba en lo cierto…

—Tú has insistido, y ahora vas a escucharme —dijo con firmeza la condesa—. Doña Bárbara se muere por conversar con Farinelli, de hacerle escuchar las sonatas de Scarlatti, de tocar su clavicordio para él y que él cante para ella. ¿Puedes convencerle de que venga a visitarla, a pesar de los obstáculos que ponga la reina?

—Me consta que doña Isabel le ha enviado recado oral de que no debe poner pie en los aposentos de los príncipes, pero ese cantante altivo ha osado enviar por respuesta que no se dará por enterado si no recibe la orden de su propia voz. Y ella no se atreverá a hacer tal cosa. Teme demasiado que Farinelli, ante cualquier contrariedad, se marche de España. Su estancia aquí se ha convertido en una cuestión de Estado. Es el único capaz de sonsacar al rey una sonrisa.

—¿Harás por mí ese favor, Miguel? —rogó la condesa, reconociendo en el fondo que no tenía reparos, como él, en aprovechar esos ratos íntimos para algo más pragmático que el simple divertimento amoroso. Aunque se dio cuenta de que el trato frívolo que Goyeneche le dispensaba la hartaba de inmediato.

—María, soy afortunado por estar aquí. Cualquier hombre desearía amarte. Aunque te cueste creerlo, por ti haría cosas que ni te imaginas…

—Miguel, creo que es hora de que marches a tu casa —dijo fríamente María, ya instalada en su tocador, peinando su cabello a la luz de la vela—. Tus besos me hacen feliz, pero preferiría amanecer sola…

Fuera como fuere, los príncipes Fernando y Bárbara tuvieron pronto el placer de contar con Farinelli entre los habituales asistentes a sus tertulias y placeres musicales. De inmediato se estableció entre ellos una relación de mutuo afecto y confianza. Lejos de tenerle envidias y celos, Domenico Scarlatti había acogido bien la presencia de su compatriota en esos aposentos. La actitud de ambos era bien diferente. Farinelli era un divo de la ópera, acostumbrado a la pompa.

Vestía siempre buenas camisas de puños y lazadas de encaje; casaca y calzón de seda y peluca rociada con los mejores polvos de arroz.

Scarlatti, en cambio, se había acostumbrado a la moderación en sus atuendos y a estar siempre a la sombra de la princesa, su mecenas.

Doña Bárbara se dio cuenta, pese a todo, de que tras el aparente divismo del cantante, se ocultaba una persona más discreta de lo que cabría pensar a primera vista. Se interesó por su vida y su carrera.

Supo de sus peripecias en otras cortes y de las personas que en ellas había conocido. Se percató, en definitiva, de que Farinelli podía ser un personaje poderoso, por su historial de contactos en las más altas esferas y su costumbre de ser mimado por reyes. Poseía información confidencial de varias casas soberanas. Si accediera a ello, Farinelli sería un espía perfecto. Ante la arrolladora personalidad del cantante, la princesa había optado, de momento, por proteger aún más a su propio músico, Scarlatti, que por su mediación recibió las órdenes de la iglesia madrileña de San Antonio de El Pardo y de caballero portugués de Santiago, con derecho a ataviarse con vestidos y joyas de mayor rango.

Llegó el primer carnaval después de la instalación definitiva de Farinelli y su influencia ya fue visible en esa exuberante primavera. Con él, la ópera italiana se puso de moda en Madrid y los reyes le confiaron la dirección musical y escénica de la corte. La remodelación del teatro de los Caños del Peral, cercano al viejo alcázar, y del magnífico coliseo del Buen Retiro se llevaron a cabo al mismo tiempo, con entusiasmo y deseo de nuevos rumbos musicales. Felipe V e Isabel de Farnesio no repararon en gastos para convertir la villa y corte en la capital de la ópera europea. Farinelli contrató a los mejores artistas y estrenó aquí las obras del gran maestro Metastasio. Logró que reconocidos compositores italianos trabajaran en exclusiva para los teatros madrileños y se convirtieran en profesores de música de los pequeños infantes María Teresa, Luis y María Antonia.

Esta repentina moda propició, además, novedades constructivas y cantidad ingente de labor entre los oficios más variados. Giacomo Bonavía, en su faceta de pintor y escenógrafo, y Francisco Barranco, encargado de proveer a los escenarios de cerrajería y herrajes variados, habían dedicado juntos muchas jornadas a estos proyectos.

Francisco volvía a verse envuelto por el fascinante mundo del teatro.

Hasta Farinelli aprendió su nombre, al saber que era cerrajero de palacio y quien había fabricado esa llave de gentilhombre que lucía con orgullo a la cintura. El cantante le reclamó después con frecuencia para garantizar la seguridad de las tramoyas a fuerza de hierros, resortes y anclajes. Escondido entre bambalinas, Francisco logró contemplar el espectáculo de esas óperas, en las que la belleza envolvente de la música y las voces, acompañada de la majestuosidad y el lujo en los escenarios, lograban realmente elevar el espíritu y deleitar los sentidos. Tuvo suerte de ver así la puesta en escena de
Farnace,
una de las mejores óperas jamás representadas en Europa, por el elenco de voces y la espectacular escenografía. Algunos días, al término de la función, con asistencia de la familia real y la corte, seguía una fiesta de fuegos artificiales en los jardines del Buen Retiro.

Entre los artistas que acudieron a la llamada de Farinelli en Madrid, Francisco escuchó nombrar a aquella Joyela Fanfani que recordaba del relato contado en Sevilla por Luis de Rubielos. Se trataba de la bella mujer que el empresario teatral ayudó a salir de un difícil trance personal, empujándola a triunfar en los escenarios de Europa como merecía. Desde entonces, siempre le había sido fiel, esperando su regreso. Francisco se alegró de saber que ya estaba de vuelta en España y quiso indagar en qué situación había quedado esa historia.

Se acercó hasta el teatro del Príncipe, en la recoleta plaza de Santa de Ana, en busca de Pedro Castro. Hacía tiempo que no se veían. Esa tarde se representaba allí la comedia de magia titulada
Don Juan de Espina en Milán
del prolífico autor José Cañizares, que estaba alcanzando la más alta recaudación del año. El pueblo de Madrid, imitando a la corte, y aunque no tenía acceso a las grandes galas de ópera, parecía también dispuesto a solazarse en fiestas y espectáculos.

Encontró a Pedro en el exterior del teatro, junto a los actores, y éste se empeñó en hacerle pasar a ver la función entre el público que llenaba la cazuela. Sintió remordimientos por no avisar a Josefa de sus planes, pero el ambiente de farándula volvió a engancharle y pensó que la ocasión merecía la pena. Ya daría más tarde explicaciones. Al terminar la representación, Pedro se ofreció para acompañarle andando hasta la fragua. Ya de camino, charlando de las cosas que les unían, Francisco no pudo contener las ansias de saber qué había ocurrido con Luis de Rubielos y la famosa cantante Joyela.

—Ay, el amor, amigo. ¡Qué extraños empeños tiene! —le dijo Pedro, iniciando jovialmente el relato—. La paciencia y el tesón los ha premiado. La paciencia a él, por esperarla fielmente, convencido siempre de que después de su periplo por Europa, esa mujer a la que tanto amaba, volvería a su lado; y el tesón a ella, porque por fin ha logrado triunfar como merecían sus talentos.

—¿Quieres decir que Joyela ha vuelto a él?

—Así es. Ha vuelto a él y a Madrid para quedarse. Con sus actuaciones en los teatros de Francia, Italia y Austria, ha aumentado su fortuna considerablemente. Pero con Farinelli entre nosotros tampoco le faltarán aquí éxito y contratos. Forma una hermosa pareja con el empresario, que desea mimarla y hacerla feliz para que siga triunfando.

—¿La conoces?

—Bueno, la he visto una vez, acompañando en el carruaje al maestro. Puedo decirte que es… muy hermosa. He visto muchas mujeres en mi vida, y puedo asegurarte que de ésta emana una luz especial.

—¿Más que la condesa de Valdeparaíso? —preguntó Francisco, sin ocultar a su amigo los sentimientos que brotaban de su corazón.

—Vaya, vaya con Francisco… El hombre enamorado de quien no debe —bromeó Pedro—. Bueno, digamos que la luz de la condesa equipara al sol, y la de Joyela a las estrellas.

Un carruaje pasó a su lado en ese momento por la calle Mayor, en dirección a palacio. Los dos amigos no pudieron evitar mancharse con los goterones de barro que volaron al pisar las ruedas un sucio charco de agua. Pedro gritó al cochero cuantas blasfemias sabía. En ese momento, el carruaje detuvo su paso. El hombre al mando de las riendas, ceñudo y mal encarado, iba a descender para responder a Pedro con los puños, cuando la portezuela del coche se abrió repentinamente. Por curiosa casualidad, quien viajaba dentro era Luis de Rubielos, de camino a su casa en el barrio de palacio.

—Creí que la literatura habría conseguido moderar tu lenguaje, querido Pedro. Bien hallado, Francisco —les dijo con chanza el empresario teatral—. Esas palabras que acabas de pronunciar no son dignas de un actor de prestigio como tú… No te responderé como mereces porque voy junto a una dama. En compensación al desaguisado de vuestra ropa, ¿puedo llevaros a algún sitio?

Contestaron que se dirigían hacia el taller de los Flores y, puesto que estaba cercano a su propia casa, el empresario se ofreció a llevarles. Al subir al carruaje, se encontraron cara a cara frente a la mujer de la cual venían hablando; la mismísima Joyela Fanfani, una dama de sofisticada apariencia y sonrisa encantadora, que iba envuelta en una capa de terciopelo granate. Esa noche había ensayado en el coliseo del Buen Retiro, y Luis de Rubielos había ido a recogerla. Llegando a la calle del Rebeque, el empresario invitó a los dos amigos a conocer su casa y la Fanfani se unió a la petición.

Aceptaron de buen agrado. En realidad, el cerrajero siempre había tenido curiosidad de ver esa morada por dentro y conocer el llamativo palomar de donde salía cada noche el sonido de doce campanadas de carillón por dos veces.

La visita no le defraudó. El hogar de Luis de Rubielos era original, artístico y abigarrado. Los muebles y objetos acumulados se apilaban sin orden por doquier. El conjunto resultaba fascinante. Se notaba la ausencia de una mujer en su vida durante tanto tiempo, aunque ni siquiera Joyela se iba a atrever a cambiar de sitio los muebles, por no restar un ápice de magia a esa casa. De todas formas, Francisco se sintió pasmado por la visión de algo inesperado. Allí, en el rellano de la estrecha escalera que ascendía a la parte alta de la casa y el palomar, lucía colgado un cuadro, que al momento se le hizo familiar. Se trataba de aquel lienzo de la Inmaculada de manto violáceo que él mismo puso a salvo, jugándose la vida, en el pavoroso incendio del alcázar. Aquel que pertenecía al oratorio de Bárbara de Braganza y que la princesa trató después de encontrar. El cerrajero quedó absorto por la coincidencia. ¿Cómo era posible que aquella obra hubiera llegado hasta allí? El empresario se dio cuenta de la extrañeza que reflejaba el rostro de Francisco ante la imagen de aquella Virgen.

—¿Te gusta el cuadro, Francisco? Por tu cara se diría que has visto al mismo diablo en él —preguntó Pedro Castro a su amigo.

—Es un valioso regalo de Joyela —se adelantó a explicar Luis de Rubielos.

—Al detenerme en Guadalajara, durante mi viaje de regreso a Madrid —comenzó a explicar ella—, un anticuario me lo ofreció por un buen precio. Estaba ajado, polvoriento y enrollado, pero me enamoré de él. La imagen tiene un rostro bonito y me atrajo el extraño colorido de su manto azul. Podría asegurar que se trata de la obra de un maestro de buen taller. Es indudable que a la luz de las velas inspira bondad y devoción.

—Francisco, te has quedado mudo —volvió a bromear el cómico.

—Es, simplemente, que he visto ese cuadro antes y sé bien que fue sustraído a la colección real —respondió el cerrajero, ante la estupefacción de todos.

Fue entonces cuando Francisco relató las vicisitudes que rodearon al lienzo durante la destrucción del viejo palacio y cómo había llegado a saber que era propiedad de la princesa heredera.

—Sé que se trata, por ello, con toda seguridad, de una obra del genial pintor Murillo —dijo emocionado por esta singular casualidad—. Me alegro, en cualquier caso, de que el cuadro saliera finalmente indemne de la tragedia, como yo mismo, y hayamos vuelto a encontrarnos. Después de todo, no puede haber caído en mejores manos, así que descuiden… —se dirigió a Luis de Rubielos y a la cantante—.

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