Las nuevas reales fraguas se edificaron a toda velocidad en la zona conocida como El Picadero, junto a la fachada norte del palacio, sobre el lugar donde antiguamente se situaban unas caballerizas. Debido a la premura, su construcción carecía de calidades y lujos. Era un espacio simple y amplio, con varias fraguas, yunques y bancos de trabajo, en los que dar cabida a cerca de un centenar de trabajadores, entre herreros y cerrajeros. Su dirección fue ostentada de forma honorífica por José de Flores, aunque en realidad sería Francisco Barranco quien llevara el control y gestión diaria.
Francisco había dado un gran salto en su carrera y estaba dispuesto a demostrar que esto era sólo el inicio de su soñado progreso.
Trabajaba de sol a sol. Aprendió rápido a dar órdenes, distribuir el trabajo, y ofrecer indicaciones sobre el modo en que cada pieza debía realizarse, en aras siempre de la más bella estética y el mejor resultado. Las instalaciones llegaron pronto a quedarse pequeñas y Francisco convenció a sus superiores de la necesidad de ampliarlas hasta tener catorce fraguas, acompañadas de una treintena de yunques, funcionando con una intensidad jamás vista en ningún taller de hierro de España. Bajo su gobierno, en otros tantos meses, salieron de aquel lugar cerca de doscientas rejas, más de cien barandillas y antepechos de escaleras, un sinfín de cerraduras, candados, herrajes de ventanas y puertas, junto a las herramientas necesarias para la construcción de palacio. Una ingente producción que Francisco Barranco llevaba con puntualidad y mano firme. Cuando se trataba de dirigir a tantos oficiales, no dudaba en aplicar su autoridad y despedir a todo aquel que no cumpliera con la calidad y el agotador horario de trabajo exigido en aquellos talleres. Francisco comenzaba a ser tan temido como respetado entre sus compañeros de oficio.
Mientras tanto, la corte se veía sacudida por un nuevo escándalo que afectaba al cuarto de los Príncipes de Asturias. Había llegado a Madrid el caballero Claude Champeaux, encargado de negocios interinos de la embajada de Francia. Champeaux confiaba en la seguridad de su correspondencia secreta y cifrada para informar con libertad a París de cuanto viera y escuchara de la familia real española. El pobre iluso no imaginaba que hasta su propia embajada estaba llena de espías a sueldo de los soberanos de España. Por ello no alcanzó a entender el porqué de la inquina de Isabel de Farnesio hacia él, hasta que no se vio fulminantemente expulsado. Champeaux, como los anteriores diplomáticos en su puesto, había quedado espantado del trato humillante que Fernando y Bárbara seguían recibiendo en esta corte gobernada por la soberana. Había relatado por carta cómo los príncipes no eran invitados a los conciertos privados de Farinelli, a los que asistían los reyes y los otros infantes; o cómo esos pequeños infantes, siguiendo indicaciones de su madre, se negaban a asistir a las celebraciones y tardes musicales en los aposentos de su hermanastro; o cómo la reina había procurado celebrar la boda de su adorado primogénito Carlos con ostensible mayor pompa con que se celebró la de Bárbara y Fernando; o cómo últimamente se les ocultaban las negociaciones para el matrimonio del infante Felipe, segundo hijo de Isabel de Farnesio, con la princesa Luisa Isabel de Francia, un casamiento que se preparaba especulando con que los Príncipes de Asturias no pudieran tener jamás descendencia. Champeaux había tratado de informar de todo ello en secreto a Fernando y Bárbara, pero fue torpe en las formas. Se descubrieron sus intenciones y fue por ese motivo relevado de su puesto.
Bárbara de Braganza procuraba llevar con dignidad cada nuevo desaire. Su salud, sin embargo, comenzaba a acusar los retazos de amargura acumulados interiormente. Sufría gran preocupación por su infertilidad. Pero nada era comparable a los ahogos que comenzaban a afectarle debido a una creciente dolencia asmática. Sus paseos por los jardines del Buen Retiro, acompañada por la fiel condesa de Valdeparaíso se hacían por necesidad cada vez más cortos. La falta de ejercicio y actividad le estaban haciendo engordar y afear prematuramente su figura. La lectura, las tertulias y la música eran para ella suficiente entretenimiento.
—Alteza, me preocupa mucho vuestro estado. Esos ahogos que sufrís… debería tratarlos el médico de cámara —se atrevió a sugerir María Sancho Barona, estando las dos en la coqueta antesala que precedía al dormitorio de la princesa.
—Ese doctor ya me ha recetado sus remedios. Ninguno funciona. Me niego a probar una más de sus purgas. Últimamente se empeña en mandarme un brebaje de suero de leche de cabra coagulada con flor de cardo, pero por más que lo tomo bien frío y endulzado con trocitos de azúcar de Holanda, no soporto el sabor. Prefiero quedarme sin aire. ¿Sabes, María? A veces, me siento muy cansada… —confesó doña Bárbara con aire lánguido.
—Aunque no debo aventurarme a prescribir, puedo deciros que he leído en varios libros que el hierro tiene grandes propiedades medicinales. Algunas se conocen desde la más remota Antigüedad.
Dicen que ingerir finísimas ralladuras de este metal cambia el color de la sangre y levanta el espíritu, y que mezclado con diversas sales tiene también muy buenos efectos. Hay un remedio conocido como «emplasto negro de Augsburg», a base de limaduras de hierro, que va bien contra los tumores…
—María, ¡qué cosas tan raras lees! ¿Es que te dedicas ahora a la alquimia? —preguntó divertida la princesa.
—¡No, alteza, por Dios! —mintió a medias la condesa—. La alquimia no es cosa de damas. Podrían tacharme de bruja. Ya me conocéis, es sólo que soy curiosa y leo cuanto cae en mis manos. Me gustan las ciencias.
—Sí. A mí también me placen todos los saberes y me entretiene lo que me cuentas pero, de momento, no voy a ingerir hierro. Sólo me faltaba que la reina dijera de mí que ando comiendo llaves. Por cierto, ¿sabes qué viandas han preparado hoy para nuestra mesa?
—He escuchado que le decían a la duquesa de Montellano que hoy os servirán lo mismo que han cocinado para las infantas. Dejadme que recuerde: sopa de pichones, lomo de ternera, torta de crema y pernil, pecho de vaca, perdices en salsa, criadillas de carnero, menestra de pasta, capón relleno, liebre frita y un postre dulce —enumeró la condesa, respirando profundamente al final de la retahíla.
—Buena memoria, María. Y hablando de esos hierros… ¿qué ha sido últimamente de ese cerrajero de palacio… ese que tanta ayuda nos ha prestado en ciertas ocasiones, el que salvó del fuego mi preciado rosario?
La condesa sintió cómo el corazón se le agitaba. Tras el decepcionante reencuentro con Miguel de Goyeneche, hacía pocos meses, se sentía especialmente sensible a las cuestiones sentimentales. Aquella última noche con Miguel le había dejado una dolorosa huella. Todavía se arrepentía a diario de haber cedido entonces a los deseos de su antiguo amante. Escuchar la mención de Francisco la volvía a poner en guardia. Desde el encuentro en el convento de San Gil, donde la princesa recuperó su rosario, no habían vuelto a verse. Ella continuaba en el empeño de ayudarle a descifrar los símbolos de aquel dibujo, pero no le estaba resultando fácil. Permanecía atenta a cualquier noticia que circulara en la corte sobre el cerrajero. Se dio cuenta de que echaba de menos la mutua emoción de sus conversaciones.
—Aquel cerrajero, alteza, se llama Francisco Barranco. Creo que ha progresado últimamente mucho. He oído decir que dirige las nuevas reales fraguas que han construido para la obra de palacio.
—Entonces es el mismo que yo creo. Entre las pocas cosas que llego a enterarme es que van a hacer una gran reforma en los aposentos bajos de este palacio para que sirvan de residencia a la nueva pareja real: mi cuñado Felipe y su esposa, Luisa Isabel de Borbón, a la que sin duda querrán compararme y enfrentarme. El caso es que han encargado la obra a Giacomo Bonavía y éste ha propuesto a Barranco, como experto en hierros, para intervenir en la obra. A falta de otras informaciones de mayor enjundia, me entretengo en leer esos listados…
—Me alegro mucho por él. Se merece todo el progreso que le llegue —musitó con aire de nostalgia la condesa.
—Sabía que te gustaría oírlo, María. Puede ser una tontería mía, pero siempre me ha parecido que ese artesano te atrae de algún modo. Se te ilumina la tez cuando lo mencionas o está a tu lado —dijo doña Bárbara, sonriente—. Perdóname, pero es gracioso y enternecedor contemplarlo desde mi posición, cercana a ti, pero ajena a lo que esté ocurriendo.
Las mejillas de María se ruborizaron ante el comentario. La perspicaz complicidad de doña Bárbara la dejó desconcertada.
—¿Tendremos pronto a esa princesa Luisa Isabel aquí en la corte? —dijo azorada la condesa, distrayendo la conversación hacia otro asunto.
—No lo sé a ciencia cierta, María, pero intuyo que llegará próximamente por la celeridad con que pretenden emprender esos arreglos y decorar las habitaciones. Además, anda ya por aquí ese Zenón de Somodevilla, al que mi cuñado el rey de Nápoles, a quien ha servido de consejero, acaba de hacer marqués de la Ensenada.
—Vaya, Zenón de Somodevilla… —recordó la condesa de Valdeparaíso—. Hace ya unos cuantos años le conocí en casa de Miguel de Goyeneche.
—Pues ha vuelto triunfante de las campañas de Italia, ¿sabes? Y dicen que será pronto el hombre fuerte del gobierno. Entre sus virtudes creo que está la de ser un perfecto adulador, que ha encandilado a la reina y a todo su entorno femenino. Es soltero y comentan que varias damas importantes coquetean con él y han procurado su rápido ascenso en la corte. Le protege también el marqués de Villarías y hasta ha entablado amistad con Farinelli. Ahora le han confiado la secretaría del infante Felipe y de Luisa Isabel de Francia, por eso le veremos con frecuencia por el Buen Retiro.
—¿Y cómo habéis logrado enteraros de todo eso, alteza?
—Porque las noticias sobre un caballero célibe y galante corren como la pólvora entre mujeres, María. Por otro lado, sé que tiene intención de presentarnos sus respetos hoy mismo al príncipe y a mí. El conde de Salazar nos ha informado de los detalles.
Había pasado un rato más de animada conversación, cuando en efecto llamaron a la puerta de la antesala. El conde de Salazar, hombre de confianza del príncipe Fernando, pidió permiso para entrar y accedió seguido del marqués de la Ensenada.
—Alteza, os he buscado junto al príncipe, pero no os encontraba. Perdonad si os incomoda ahora la visita, pero Ensenada insistió… Tiene que marcharse y no quería dejar de haceros los honores —se disculpó azorado el conde.
—No hay problema, Salazar. Estoy encantada de saludar al marqués —contestó Bárbara que, puesta en pie junto a la condesa de Valdeparaíso, alargó su mano para que Ensenada la besara. Acto seguido hizo la presentación de su dama de compañía.
—La condesa de Valdeparaíso, mi dama…
—Es un honor saludaros, alteza, y desde luego, una agradable sorpresa reencontrar a la condesa en vuestros salones. Hace tiempo que nos conocemos… —dijo el flamante marqués, tomando galantemente la mano de María para besarla, al tiempo que la apretaba más de lo que era costumbre.
El encuentro fue breve; apenas el tiempo de ese cortés besamanos, aunque suficiente para que la princesa, con su reconocida inteligencia y hábil diplomacia, halagara los éxitos del caballero y se congratulara de su regreso a la corte. Bárbara intuía que habría de ganarse el favor político de este hombre, si quería salir del ostracismo a que la tenía condenada su suegra. Suficiente también para que Ensenada se sintiera atraído por los encantos de María Sancho Barona, a quien recordaba de su anterior presentación hace años en casa de Goyeneche, aunque ahora, henchido de éxito, la encontraba más atractiva y deseable que nunca.
Luisa Isabel de Borbón entró en Madrid cuando el color de los árboles anunciaba ya el otoño. Una vez más, una dama de la familia real de Francia iba a casarse con un pariente español.
Se trataba de la primogénita de Luis XV, que venía para contraer matrimonio con el infante Felipe, segundo hijo varón de Isabel de Farnesio. La
madama infanta,
como se la conocería en la corte, no iba a dejar indiferente a nadie.
Era una niña de sólo trece años, que sin embargo gastaba aires de mujer adulta. A diferencia de su cuñada, Bárbara de Braganza, Luisa Isabel era toda una belleza, de grandes ojos negros, rostro agradable y expresivo. Compartía con ella, no obstante, una señalada inteligencia, un carácter enérgico y voluntarioso, que iba a impedir, a pesar de su corta edad, el dejarse manipular por nadie. Había sido bien aleccionada acerca de las personas que encontraría en la familia real española y su servidumbre más cercana; sobre la forma y manera en que debía tratar a cada cual y a quién debía dar su confianza. Al principio, cumplió a rajatabla las instrucciones: ser cariñosa con su esposo; distante en cambio con los Príncipes de Asturias, Fernando y Bárbara, con el fin de no molestar a su suegra Isabel de Farnesio.
A esta última debía dedicar todos sus esfuerzos; ganarse su simpatía y afecto. A buena fe que Luisa Isabel lo intentó desde el principio, pero a partir de sus primeras discrepancias, la relación entre suegra y nuera entró en rápido declive. Doña Isabel comenzó a llamarla despectivamente
la galeuse
y a emplear con ella los mismos desaires que años ha gastaba con su nuera portuguesa. Bárbara y Luisa Isabel hubieran unido sus talentos para enfrentarse a esa suegra que amargaba sus vidas, de no haber sido porque apenas les permitieron compartir espacio y porque el destino quiso que el paso de la francesa por Madrid fuera breve. Su esposo sería investido duque de Parma tan sólo un año después y aquella tierra italiana pasaría a ser su soberanía.