El cerrajero del rey (60 page)

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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

No pasaba un día desde entonces en que la condesa de Valdeparaíso no recibiera en su casa algún regalo del marqués de la Ensenada. Los envíos coincidían siempre con las ausencias de su esposo.

Flores, abanicos, piezas de encaje, cintas de raso parisino o guantes perfumados iban acumulándose sobre el tocador de su dormitorio, sin que María les prestara atención. No deseaba complicarse la existencia con este nuevo galanteo, que de seguro traería anejo intrigas y complicaciones en la corte. Lo ocurrido con Francisco Barranco le había trastocado el corazón y ya sufría por otro lado a consecuencia de su relación pasada con Miguel de Goyeneche. Quería tener ahora la mente bien despierta para el asunto que más le ilusionaba: el descubrimiento de aquella fórmula referida al hierro.

Los éxitos en las campañas militares que España mantenía en Italia a favor de los hijos de Isabel de Farnesio se celebraban en Madrid con notable regocijo. Era raro el mes en que el rey no decretaba tres días de gala, besamanos y luminarias con motivo de las halagüeñas noticias que llegaban de aquellos confines. La familia real, ministros, nobleza y alta servidumbre lucían entonces sus mejores atavíos en el bellísimo entorno de cualquiera de los sitios reales que en ese momento sirviera de residencia a la corte.

Fue uno de esos días, en el Buen Retiro, cuando la condesa de Valdeparaíso cambió radicalmente de parecer respecto a su relación con el marqués de la Ensenada.

Adornada por el extraordinario fulgor de miles de candiles, Farinelli había organizado una velada de luminarias y función musical en uno de los salones del palacio. La famosa Joyela iba a cantar sus mejores arias. Los reyes y los Príncipes de Asturias, acompañados de la corte, asistían a la representación, arrebujados en sus grandes sillones de terciopelo encarnado. Detrás de ellos, sentados en taburetes, sillas o simplemente de pie, según correspondiera a su rango, el resto de los invitados.

María había acudido sola y estaba situada entre las primeras filas, no lejos de doña Bárbara. Antes de comenzar la obra vio entrar en la sala a Miguel de Goyeneche, escoltando a una joven dama que hasta ahora no había visto en la corte. Vestía un traje de lujosa seda brocada y el pelo recogido en bucles, blanquecido a los polvos de arroz. No tardó en enterarse de que se trataba de una lejana pariente del marqués de Villarías, el secretario de Estado, y que respondía al nombre de Antonia de Indaburu. Había llegado a Madrid con la clara intención de aprovechar la influencia de su poderoso tío para introducirse en la corte y concertar un buen matrimonio. Esa tal Antonia era indudablemente encantadora, pensó la condesa, y Goyeneche parecía tan complacido con su compañía, que esa noche apenas reparó ella. María sintió que el corazón se le encogía, más por su dignidad herida que por el amor que pudiera quedarle hacia ese hombre. Le dolió constatar que ya había sido remplazada por otra. Con despecho, paseó su mirada por donde se situaban los ministros del gobierno. Sabía bien que la marquesa de la Torrecilla, amante oficial de Ensenada, figuraba ese día entre los invitados, pero estaba dispuesta a jugar con las mismas cartas que los demás en su entorno. Esperó a cruzar su vista con el flamante ministro y agitó coquetamente el abanico, en señal inequívoca de interés hacia su persona. Ensenada sonrió, convencido de que su táctica de conquista comenzaba a derribar muros. Cuando regresó a su casa esa noche, la condesa de Valdeparaíso tenía su decisión tomada. No tardaría en producirse el encuentro íntimo con Ensenada, que había captado el mensaje y jamás titubeaba en sus relaciones con las damas.

Dos días más tarde, María se hallaba en su gabinete, inmersa en la revisión de los ejemplares de alquimia que Francisco le había regalado.

Andaba tras la pista de ciertos símbolos que aparecían en la fórmula del manuscrito. Desvelar el significado de ese árbol con un dragón enroscado era ahora su objetivo. Ya intuía, por la aparición de la figura del dios Marte como representación del hierro, que todo el jeroglífico se refería a este metal en su conjunto. Se dio cuenta por ello de que el árbol con el dragón enroscado debía de estar relacionado con la metalurgia y encontró así varias explicaciones referidas a esa cuestión.

El dragón era un símbolo del fuego; un fuego que abrasaba la madera del árbol. Madera y fuego. Es decir, que era una representación del carbón. Lo vio claro y se sintió extraordinariamente satisfecha. Poco a poco, se veía capaz de desenredar aquel galimatías. Mojó su pluma en el tintero e hizo anotaciones en un papel, dejando pendiente comunicárselo a Francisco en cuanto tuviera la siguiente ocasión.

En estas disquisiciones se hallaba, cuando escuchó el ruido de carruaje cercano a la fachada de su casa, seguido del golpeo de la aldaba sobre el portón. A través de la ventana pudo ver al marqués de la Ensenada plantado frente a la puerta. Corrió hacia su alcoba y ante el espejo del tocador se empolvó el pelo, se untó ungüento de coral en las mejillas y los labios y se perfumó con su agua de lavanda. Se sentía preparada para la inesperada cita. Esta vez se veía pausada y tranquila; sabía a ciencia cierta lo que estaba dispuesta a hacer y por qué lo hacía. Al momento, Teresa, la doncella, subió a buscarla. Había hecho pasar a la biblioteca al ministro del rey. María lo encontró allí curioseando los títulos de esos centenares de volúmenes que había ordenado recientemente en los estantes. Otro criado trajo al momento la bandeja de agua de azahar y pastas de anís, propia para las visitas.

La condesa de Valdeparaíso y Ensenada se sentaron cómodamente en sendos butacones, uno al lado del otro, y comenzaron a charlar.

El marqués demostraba en cada frase estar plenamente informado de todo lo que acontecía en la corte. Tenía una cabeza privilegiada para los asuntos de gobierno. Se dirigía a María con confianza, como si diera por supuesta su discreción sobre las confidencias que le hacía. La estrategia hacia ella era evidente. Le entregaba información hasta donde le era posible, pero a cambio le iba a exigir reciprocidad. Habló de sus perspectivas de seguir ascendiendo en el gobierno hasta el cargo de más alta responsabilidad; un rango que se merecía tanto si Felipe V se mantenía unos años más en el trono, como si se producía la proclamación de Fernando como nuevo rey. Mencionó sus ambiciosos planes de reforzar militar y navalmente a España, un objetivo que sólo se podría alcanzar mediante la revitalización de la economía y la obtención de caudales suficientes para que la Corona pudiera sufragar los gastos. Confesó sus buenas impresiones sobre lo que podría ser el próximo reinado. Veía a Fernando y Bárbara capacitados para protagonizar una época de gloria y él quería ser parte inspiradora de la misma. Su intención era lograr que ambos tuvieran total confianza en él. Dado que, de momento, por ser ministro de Isabel de Farnesio, no podía forzar un acercamiento público a los príncipes, necesitaba la sutil colaboración de alguien próximo a ellos, que fuera cimentando su buena imagen. Y nada le parecía más relevante que la influencia que María Sancho Barona podía ejercer sobre la princesa Bárbara. Ensenada le prometía que no iba a arrepentirse de estar a su lado. A cambio de su mediación, podría obtener incluso favores para ese proyecto de fábrica de acero en el que ella se había embarcado junto a Goyeneche y otros personajes de interés, como ese cerrajero, Francisco Barranco, que tanto prometía en muchos sentidos. Ensenada se mostraba favorable al proyecto.

María analizó el interés del ofrecimiento y se dejó llevar. Por encima del hecho de ser físicamente agraciado, Ensenada conquistaba por su impulsivo entusiasmo y la audacia para imponer su autoridad. Tenía el atractivo del poder. El ministro tomó la mano de la condesa y la besó con ansia de seducción. Las caricias que prosiguieron en aquel gabinete fueron el comienzo de esta interesada relación, en la que el amor poco tenía que ver, pero al menos, sabiendo a qué atenerse, no le causaba a María ningún indeseado sufrimiento.

Unas semanas más tarde, Francisco entraba en casa de Miguel de Goyeneche. Había solicitado permiso para acudir una tarde más a la biblioteca, pero se llevó la sorpresa de encontrar allí reunidos a su anfitrión y al marqués de la Ensenada. Creyó haberse equivocado de día y pidió permiso para retirarse, por no interrumpir aquel encuentro privado entre altos cargos de la Corona. Goyeneche le insistió, sin embargo, para que se sumara a la tertulia. De hecho, según dijo, le estaban esperando. Miguel estaba exultante. Por fin el rey se había dignado concederle un título nobiliario: el de conde de Saceda, en atención a sus méritos y su lealtad a la Corona.

Recordaba la austeridad y el rechazo de su padre a los oropeles, pero los tiempos cambiaban y a él, desde luego, no le amargaba ese dulce. Los dos caballeros parecían repasar animadamente sus intereses en común, que abarcaban desde la obtención de su condición aristocrática, a lo político y lo económico, pasando incluso por lo sentimental.

—Porque tú y yo, Goyeneche, compartimos algo más que un mero proyecto de fomento de la industria metalúrgica… —dijo el ministro, fanfarroneando—. Tú y yo tenemos hasta el mismo gusto por las mujeres…

Ensenada procedió entonces a referirse sin tapujos a su amistad con la condesa de Valdeparaíso, seguro de que a Goyeneche no iba a importarle la circunstancia. Y para sorpresa de Francisco, así era. El caballero reaccionó con extrema frialdad ante la evidencia del nuevo rumbo sentimental que María Sancho Barona había tomado.

Miguel también había ocupado ya el hueco dejado por la condesa con otra candidata, Antonia de Indaburu, más insulsa que su antecesora, pero portadora de una cuantiosa dote.

A Francisco se le hacía insoportable el tono de frivolidad con que se trataban las relaciones amorosas entre personas de alta alcurnia. Especialmente hiriente le resultaba todo lo que se refería a la condesa, pero en este momento su cabeza no daba para más. Tenía frente a sí nuevas oportunidades para demostrar su valía artística; se le presentaba la ocasión de transformarse de artesano en artista, un paso que no iba a resultar del todo fácil. Y no tanto por sus talentos, que los tenía, sino por los obstáculos e intrigas que las facciones políticas se iban a empeñar en desplegar en su camino.

La obra del palacio real avanzaba a buen ritmo y había llegado la hora de empezar a plantear los detalles ornamentales. El rey había tomado un interés excepcional en controlar cada elemento que se diseñara para la construcción de la que iba a ser la residencia representativa de su dinastía. Mandó que nada se hiciera sin su aprobación, ni siquiera los detalles más nimios. Esta orden afectaba ya a los hierros decorativos de palacio: las cerraduras de los salones principales y los balcones de la fachada.

Desde su cargo en las reales fraguas, Francisco se había ofrecido a realizar ambos cometidos con la mayor calidad de ejecución posible.

Sin falsa modestia, se consideraba el maestro español más capacitado para llevarlos a cabo. Sacchetti se resistía, no obstante, a concederle ninguna oportunidad de sobresalir en su magna obra, puesto que lo consideraba un miembro del clan de Giacomo Bonavía, su más directo rival. De todas formas, Barranco gozaba de la protección consolidada de personajes de la influencia del marqués de Villarías, que abogaban por la fabricación en Madrid de estos elementos de hierro como exponente de la mejor artesanía nacional. El propio Felipe V se había encaprichado con la idea de dotar a su palacio real de la apariencia exterior de los palacios franceses donde pasó su niñez; ventanas con bellos balcones de hierro, que como un delicado encaje resaltaran sobre la superficie blanca de la fachada.

Sacchetti presionaba, en cambio, para que se tomaran decisiones alternativas, en contra de la propia voluntad del rey. Insistía en que las más finas cerraduras habrían de realizarse en Inglaterra y que las balconadas fueran de piedra, y no de hierro, para no interferir en la armonía cromática del conjunto. Y era tanto el empeño de Sacchetti en estorbar el trabajo de Francisco, que aun a riesgo de menoscabar su propio prestigio, retardó cuanto pudo los diseños que se le pedían, a la espera de que Felipe V desistiera de su capricho o falleciera sin verlo realizado. De nada sirvieron los recados que el arquitecto recibía, comunicándole el enfado del rey por su retraso en el encargo. La tozudez del orgulloso italiano hizo que la obra tuviera que aminorar su marcha, a la espera de resoluciones. Bajo la influencia del propio marqués de Villarías, empezó a presentarse a Giacomo Bonavía como una alternativa posible para sustituir a Sacchetti en la obra del palacio real, si éste se empeñaba en estorbar los proyectos. Pero la confianza que los soberanos habían depositado ya en él era demasiado sólida como para que cambiaran de parecer a la ligera. Ante el empeoramiento progresivo del monarca, sólo se buscaba ya rapidez de ejecución y eficacia en la toma de decisiones.

El cambio de arquitecto podría afectar negativamente al diseño del edificio. Bonavía habría de contentarse pues con su responsabilidad en las obras del palacio real de Aranjuez, donde le esperaba junto a Francisco Barranco la puesta en marcha de una de las más bellas obras arquitectónicas de la corte española: su escalera principal.

Inmerso en las contrariedades de estos encargos, Francisco apenas pasaba tiempo en el hogar. Josefa seguía siendo la fiel compañera, dedicada en cuerpo y alma al cuidado de su padre y a la estabilidad familiar. No trascurrían los años en balde para nadie y la falta de embarazos en su matrimonio comenzaba a ser una seria preocupación. Había pasado casi una década desde su boda. Deseaba fervientemente tener hijos, procurar una descendencia que en su modesta condición fueran la continuidad de su dinastía de artesanos del hierro. Al no llegar el ansiado preñado, había acudido a los consejos femeninos de parientes y vecinas, y probado a espaldas de su marido mil y un remedios para favorecer su fertilidad. Por fin, el sueño se hizo realidad. Josefa pudo confirmar que se hallaba encinta. El cerrajero acogió la noticia con extraordinaria ilusión. Abrazó y besó a Josefa con una ternura ya casi olvidada para ellos, que se habían acostumbrado a su anodina relación matrimonial. A lo largo de los siguientes meses, Josefa iba a prestar atención especial a su gestación. Era una mujer ya entrada en años para tener hijos y el embarazo no le había sentado físicamente bien.

La noticia de su próxima paternidad fue grandemente celebrada por sus amigos más cercanos. Francisco la había compartido con especial jovialidad con Pedro Castro y Giacomo Bonavía, en quien tenía depositadas últimamente sus máximas aspiraciones de progreso artístico.

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