Estaba a todas luces muy ocupado con otros asuntos de gobierno, pero instó a Francisco a contarle qué asunto le traía a su gabinete.
—Señor marqués, estoy siendo víctima de una campaña de desprestigio que no pretende sino desbancarme de mi puesto de director de las reales fraguas. No alcanzo a entender a qué se debe y si es que existe ya otro candidato para sustituirme —inició Francisco su retahíla de reclamaciones—. Pensé que vuestra señoría, que tanto hizo por situarme en ese puesto, poseería alguna información al respecto que yo desconozco.
—¿Qué es exactamente lo que te preocupa de esa campaña, Francisco?
—Señor, me veo repentinamente sometido a la humillación de que el intendente me exija una relación exacta de las obras que estoy haciendo, dando a entender que en las fraguas, bajo mi dirección, se trabaja poco. Se me cambian repentinamente las condiciones de mi oficio, advirtiéndome que a partir de ahora no se me pagarán jornales ni sueldo, sino exclusivamente el precio de lo realizado, como cualquier maestro que trabajara por cuenta ajena.
—Vaya, parece que traes quejas razonables…
—Pero ahí no acaban las injusticias, señoría. Ahora me amenazan con que se estudiarán ofertas de otros cerrajeros externos, para que yo no tienda a subir los precios. Se me acusa de sobrevalorar la calidad de mis obras, del inflado de cuentas y hasta del robo de materiales del viejo almacén de hierros del alcázar, de cuya creación yo mismo fui responsable…
—Entiendo.
—Y por último, señoría, permitidme deciros, con todos mis respetos, que me consta que también Bonavía está siendo injustamente acusado de malversación de fondos en las obras del palacio de Aranjuez que dirige —se atrevió a apuntar Francisco—. Es fácil imaginar que se trata de una estrategia perfectamente orquestada contra la buena fama de nuestro trabajo conjunto.
—Barranco, no voy a negar que esta guerra entre arquitectos me está provocando serios quebraderos de cabeza, pero hay cuestiones que empiezan a trascender los meros celos artísticos, y yo tampoco alcanzo a entender determinados asuntos… —dijo el marqués de Villarías, denotando en su aguda mirada la preocupación porque se estuvieran produciendo a sus espaldas en la corte intrigas que escapaban a su conocimiento.
—Señoría, pero las órdenes traen el sello de vuestra secretaría…
—Así es Francisco. Me he visto en la obligación de hacerlo, puesto que a esta oficina han llegado informes negativos de tu gestión.
No puedo ignorarlos. Pondría en entredicho mi propia honestidad en el cargo.
—Pero esos informes seguro que están sustentados sobre datos falsos… —se defendió el cerrajero.
—Creo fehacientemente en lo que dices, Francisco, pero mientras no encontremos al autor del falseo de tus cuentas, y la explicación de sus intereses espurios, poco puedo hacer al respecto. Tú debes saber mejor que nadie qué enemigos tienes en tu entorno.
—Confieso que en los últimos tiempos he estado demasiado ciego y confiado. La escalera de Aranjuez y la muerte de mi maestro han acaparado mi atención, y creí que la dirección de las fraguas estaba asegurada. Entiendo que no es así, pero sabe Dios que a partir de ahora defenderé mi cargo con uñas y dientes. No pararé hasta desentrañar quién mueve los hilos de esta conjura.
—Más te vale hacerlo, Francisco. El rey empeora por días.
A mi entender, se avecinan cambios que nos afectarán a todos. Yo no puedo defender tu honor por ti; bastante tendré con mantener el mío y el de mi gobierno…
—Lo haré como decís, señor marqués. Gracias —se despidió Francisco, sintiendo el alivio de saber que aún contaba con la confianza de Villarías, aunque éste eludiera implicarse directamente en su defensa.
Según desandaba el camino de vuelta a casa, el cerrajero iba pensando que efectivamente se presagiaban otra vez cambios, aire de nuevos tiempos. Faltaba por definir para quién serían beneficiosos y para quién, por el contrario, tendrían perjudiciales consecuencias.
Sentía la necesidad de desfogarse con alguien que comprendiera sus razones, y fue en busca de Pedro Castro. Todos progresaban con los años y el cómico había asumido recientemente responsabilidades de ayudante en la organización escénica del coliseo de los Caños del Peral, el de las funciones elegantes para la corte. Pedro parecía también más maduro. Había sentado por fin la cabeza y, aunque sin pasar por la vicaría, vivía amancebado con una joven actriz que había abandonado su mundo itinerante y a un esposo por permanecer a su lado. Su conversación era siempre para Francisco un alivio, una ráfaga de aire fresco, porque al margen de su sempiterno optimismo, poseía información variopinta sobre cualquier asunto. Su agudeza en este sentido era asombrosa.
Caminaron juntos un trecho por las callejuelas cercanas hacia el edificio de la biblioteca real y la Casa del Tesoro, junto a la tapia de las obras del nuevo palacio real. Encontraron por allí una gran losa de granito abandonada y decidieron sentarse a hablar, contemplando la magnífica puesta de sol que ofrecía el edificio por detrás de su silueta. Francisco relató a Pedro los detalles del agrio cariz que estaban tomando las rencillas entre los clanes artísticos y políticos de la corte.
Aunque no era pieza principal de las mismas, el hecho de haberse asociado a Bonavía y beneficiado de su ascenso artístico, le convertía en blanco a derribar en esta incómoda guerra oculta. Le había costado muchos años de trabajo e influencias llegar hasta donde estaba y no pensaba ceder a las presiones.
—Si alguien busca el enfrentamiento conmigo, ten por seguro que voy a plantar cara. Sólo necesito identificar bien al enemigo, y en eso, la verdad, estoy desconcertado —reconoció Francisco.
—Prepárate para lo peor, amigo. Por lo que se escucha en las tabernas, algo grave va a ocurrir pronto en la obra del palacio. Alguien está agitando a los canteros para que protesten contra sus inhumanas condiciones de trabajo y los bajos jornales que están percibiendo.
—Es cierto que edificar esta mole se está tragando a espuertas un ingente presupuesto. Dicen que va a ser necesario hacer serios recortes. Lo estoy sufriendo ya en mis propias carnes —añadió Francisco—. Pero, ¿qué sabes de ese movimiento?, ¿quién lo promueve?
—Imagínatelo. Gente de tu clan, el de Bonavía, por supuesto.
Cualquiera que trate de perjudicar seriamente a Sacchetti. Nada le podía hacer más daño que la paralización de la obra por falta de entendimiento con los obreros.
—Si te soy sincero, no me gusta la deriva que está tomando este asunto —confesó Francisco—. Creo que la intensidad del trabajo nos está haciendo perder la cabeza a todos. Participar en la construcción de este palacio, que pasará a la historia con nuestro esfuerzo y nuestros nombres grabados a fuego, debería ser motivo de orgullo, pero veo que también se va a llevar por delante el prestigio y la vida de otros —sentenció con emoción el cerrajero.
—Si quieres un consejo, sé egoísta, abre bien los ojos, y mira por tus propios intereses. Es la única manera de salir indemne cuando las intrigas en una corte se ponen feas…
—Me conoces bien, Pedro. Sabes que trato de no pisotear a nadie. Te diré, sin embargo, que esa recomendación la escuchan últimamente con frecuencia mis oídos…
Meses después, se había adentrado ya el caluroso verano del año 1746 y el estado de ánimo en los salones del Buen Retiro pasaba por grandes altibajos. A la crispación por algunas derrotas en las guerras españolas de Italia y el desencuentro diplomático con Francia, a costa del asalto del infante Felipe al trono del ducado de Parma, había seguido la euforia por las recientes victorias. El matrimonio real había traspasado ya la frontera de la vejez. Isabel de Farnesio, a sus cincuenta y tres años, se encontraba repleta de energía y pasión por la política, pero no así su esposo, Felipe V, que a los sesenta y dos, desencajado por su enfermedad mental, había engordado mucho y apenas tenía voluntad de moverse. La familia real había pasado una temporada en el palacio de Aranjuez, donde la frescura de las aguas del Tajo convertía sus frondosos jardines en un delicioso vergel, y se hallaba de vuelta para el mes de julio en Madrid. No se esperaba de momento ningún acontecimiento de especial trascendencia.
La jornada había transcurrido tranquila para Francisco, ocupado con más interés que nunca en la puntual gestión de sus talleres.
Ese día regresó a su casa al mediodía, cuando el tórrido y soleado aire matutino había hecho irrespirable la atmósfera de la fragua, a cuya temperatura exterior se sumaba la del fuego en su interior, siempre encendido. Escuchó de repente el pesado repique de unas lejanas campanas. Josefa, que también las había oído, sugirió que por la cadencia de su ritmo, parecía un tañido a muerto.
—Qué extraño… —musitó Francisco, con la preocupación ya reflejada en el rostro.
Salió a la calle para tratar de identificar la procedencia del tañido. Por la distancia y la dirección, le pareció que venía del paseo del Prado. Un vecino cercano, criado de la casa real, se asomó igualmente a la puerta.
—Parecen las campanas de San Jerónimo —comentó éste, refiriéndose al monasterio de San Jerónimo el Real, el viejo y monumental conjunto religioso que servía de escenario en el recinto del Buen Retiro a las más solemnes ceremonias del trono español.
—Me da mala espina… —contestó Francisco—. Me acercaré hasta el palacio a enterarme.
Para cuando Francisco había cruzado desde su casa hasta el otro extremo de la capital, la noticia circulaba ya de boca en boca por las calles, dejando a los madrileños profundamente impactados.
Después de cuarenta y cinco años de reinado, Felipe V había fallecido repentinamente a las dos de la tarde. La reina estaba entretenida en ordenar su preciosa colección de abanicos, cuando escuchó la voz del rey llamándola angustiosamente. Felipe V se ahogaba; le faltaba el aire. Angustiada, Isabel abrió la puerta de la habitación y comenzó a pedir auxilio al grito de «¡El rey se muere!». Por curiosa coincidencia del destino, sólo alcanzaron a oír sus súplicas el príncipe Fernando y un gentilhombre que transitaba por la galería junto a él. Fue así que el primogénito del soberano, que a lo largo de tantos años había sufrido el castigo de estar apartado de su padre, era ahora quien lo tomaba moribundo del suelo y lo llevaba a la cama, donde unos minutos después expiraba en su presencia. Fernando se vio sacudido por la más profunda desolación ante la muerte de su progenitor. Ni siquiera el dramatismo del momento atemperó la gélida relación existente entre su madrastra y él. Isabel de Farnesio, embargada a su vez por un profundo dolor, apenas tuvo tiempo de despedirse de su esposo, entre lágrimas, abrazada a su cuerpo. El luctuoso suceso se propaló rápidamente entre la servidumbre de palacio y el rígido protocolo de la Corona española, aún más específico para estas funestas eventualidades, se puso en marcha de inmediato, imponiendo sus desalmadas normas sobre la familia real. El conde de Montijo, mayordomo mayor, apareció para acompañar a la reina viuda a sus habitaciones, donde permanecería durante los siguientes días aislada de la corte, rezando por el alma del difunto. Se resolvía, mientras tanto, la capilla ardiente y el entierro del rey en la colegiata de La Granja de San Ildefonso, lugar que había elegido expresamente para su entierro, desdeñando el frío panteón de reyes de El Escorial. A Isabel dolía tanto más que su viudez, el tener que retirarse bruscamente de la esfera de poder, de las reuniones con los ministros, justo en un momento de incertidumbre en la política internacional que mandaba sobre el destino de sus hijos.
La condesa de Valdeparaíso, que se hallaba en su residencia, fue avisada para que acudiera de inmediato a palacio. Bárbara de Braganza, convertida en reina tras dieciocho años de ostracismo e ingrato papel secundario, la requería a su lado. Al enterarse de la noticia, supo que debía presentarse ya vestida de luto, al igual que hizo la familia real y el resto de la servidumbre, siguiendo los preceptos fúnebres.
María encontró a Bárbara extraordinariamente serena.
—Sé que la corte espera con ansiedad mi reacción hacia la reina viuda —le confesó a la condesa en privado, cuando ésta se sumó al plantel de sus damas—. Desean contemplar cómo la humillo en público, ahora que ostento la autoridad. Pero pronto se percatarán de que no soy como ella. Si he de darle una lección de humildad a mi suegra, lo haré de modo más sutil de lo que imaginan.
—Hacéis bien, majestad —contestó María Sancho Barona, que estaba realmente emocionada de tratar de majestad a esa princesa a la que ella misma había tenido que salvaguardar, en otros tiempos, como a una jovencita indefensa—. A partir de ahora, vuestros súbditos os juzgarán por cada pequeño detalle que mostréis en el trato hacia los demás.
—María, quiero que sepas, que pase lo que pase a partir de ahora en este reinado, te agradezco profundamente sus desvelos por mí durante estos difíciles años pasados… —dijo la ya nueva soberana, emocionada.
—Majestad, todo cuanto he hecho ha sido, no tanto por mi obligación como dama a vuestro servicio, sino porque me lo pedía el corazón y lo encontraba justo. De sobra conocéis mi lealtad y mi afecto a vuestra persona. No me cabe duda de que seréis una gran reina.
—Dios te lo pague, en lo primero, y te oiga en lo segundo…
Fernando y Bárbara actuaron en los primeros momentos con inusitada indulgencia respecto a Isabel de Farnesio, a la cual visitaron en su cuarto para ofrecerle públicas muestras de consuelo. Todo cambió, sin embargo, cuando las ceremonias fúnebres por Felipe V concluyeron y se dio por iniciado el siguiente reinado. Entre las primeras órdenes dictadas por Fernando VI figuró la obligación de que la reina viuda y los dos hijos que le quedaban en España, los infantes Luis y María Antonia, abandonaran de inmediato el palacio del Buen Retiro. Fueron alojados durante una corta temporada en casa de los duques de Osuna, para marchar después al exilio en el real sitio de La Granja de San Ildefonso. Isabel de Farnesio no volvería a pisar la capital durante los siguientes diez años, en los que, condenada por su salud a una progresiva ceguera, fue envejeciendo miserablemente, aunque sin perder un ápice de interés por la política.
A pesar de las buenas intenciones que Bárbara había manifestado a su dama, la realidad es que guardó en su corazón un pequeño hueco para la venganza. Era como si necesitara resarcirse, de un solo plumazo, de tanto desaire acumulado. Isabel imaginaba escenificar una ceremonia digna de su rango para su despedida de la corte y su salida de palacio, pero Bárbara dispuso que la reina viuda abandonara el Buen Retiro por una puerta lateral, sin dar lugar a solemnidades.