—Descuide, ya me marcho. Agradezco mucho la atención que me ha dispensado —se despidió Francisco, cruzándose ya en el umbral de la puerta con el caballero que entraba.
Según salió a la calle, satisfecho por la casual visita, iba pensando en los conocimientos que acababa de sonsacar al anticuario.
«Esas copas… transparente y opaca, silicio y manganeso, silicio y manganeso…», se repetía para sus adentros una y otra vez. «Son iguales a las del manuscrito… ¿tendrán relación con el mensaje de ese raro dibujo…? Pero, ¿cuál…?», maquinaba abstraído, según regresaba hacia el alcázar, reparando de pronto en el frío de ese atardecer invernal, que empezaba a entumecer sus huesos.
Miguel de Goyeneche se había ocupado ya de que el cuarto que le correspondía, en el patio de Banderas del alcázar, estuviera próximo al asignado a la condesa de Valdeparaíso. La distribución de los cortesanos en viviendas aledañas al edificio principal había sido incómoda y tumultuosa. Los nobles, con sus familias y criados, hubieron de acoplarse al reducido espacio de unas pocas habitaciones, a veces compartidas con los criados sevillanos del alcázar. Todos se sentían forzados a estrecharse. Las quejas por el abandono de Madrid, con los consiguientes trastornos para la corte, comenzaban a ser la comidilla diaria de cualquier tertulia.
María Sancho Barona ocupaba dos habitaciones —una para sí y otra para su doncella— junto a un saloncito compartido con otras damas de la princesa portuguesa. Se había acostumbrado rápido a las limitaciones de comodidad y evitaba sumarse al descontento generalizado. Más bien al contrario, sentía arrebato ante las novedades de este viaje regio. El encanto de Sevilla la subyugaba. Se sentía a gusto acompañando a Bárbara de Braganza. La libertad de acción que le proporcionaba la lejanía de su esposo, además, le permitía volcar su pasión hacia Miguel, el hombre del cual se sentía realmente enamorada.
Por ello, atendió de inmediato a sus requerimientos para emplazarse una tarde en el aposento que él habitaba. María llevaba anudado el collar de finas perlas que Goyeneche le había regalado.
Era el símbolo acordado para demostrarle que aún pensaba en él y deseaba su compañía. Con ayuda de su doncella, se había acicalado y untado delicadamente la piel con un agua de lavanda de exquisito perfume. La proximidad de sus cuartos le permitió llegar a la hora indicada con calculado sigilo, procurando no ser vista por nadie.
Aunque el cortejo ajeno al matrimonio fuera asunto tácitamente consentido entre los nobles de espíritu libre y moderno, no dejaba de tener tintes de juego prohibido, una sensación que aumentaba siempre la excitación de la ocasión en beneficio del amor. Ambos deseaban fervientemente la cita. Ni la falta de lujos en la habitación de Goyeneche, ni los riesgos de ser más fácilmente descubiertos en las estrecheces del alojamiento sevillano, arruinaron la pasión de aquel momento.
De regreso al alcázar, Francisco se acordó que aún no había preguntado a Goyeneche por el destino del libro de Réaumur, aquí en Sevilla. Pensó que estaba a tiempo de hablar con él antes de que anocheciera y se encaminó hacia las habitaciones de su mentor.
Comenzaban a encender las llamas de las lámparas de aceite que iluminaban de noche el edificio. Tocó a la puerta del aposento de don Miguel, que se abrió sola, con el mero impulso de sus golpes.
Alguien la había dejado mal cerrada. Se sintió embriagado fugazmente por un intenso olor a lavanda. Antes de que se hubiera decidido siquiera a entrar, Goyeneche salió de sopetón de su habitación hacia el saloncito que Francisco ya inspeccionaba con la vista. Iba con la camisa por fuera, sin peluca, despeinado, y los calzones desabrochados. La situación resultaba embarazosa. Francisco comenzó a balbucear excusas por su presencia, pero Goyeneche no le escuchaba, más ocupado en el intento de regresar sobre sus pasos y cerrar de inmediato la puerta del dormitorio. Era demasiado tarde. Francisco alcanzó a ver dentro de él, entre sábanas, a la condesa de Valdeparaíso. Vio su pelo despeinado, cayendo sobre la espalda al aire, parte de su pecho, sus brazos y hombros desnudos. La imagen le extasió brevemente, pero al darse cuenta de la escena de la cual era testigo, sintió como si una daga le atravesara el estómago.
Lejos de enfurecerse por la inoportuna visita del cerrajero, Goyeneche reaccionó con exagerada simpatía y esa media sonrisa propia de su fuerte autoestima. Parecía incluso satisfecho de haber sido sorprendido en galanteos con la bella dama, sobre todo si era por un criado de categoría inferior, como Francisco, en el cual no podía causar sino admiración y envidia.
—Bueno, bueno, ¿qué te trae por aquí de improvisto y a estas horas, Barranco? —preguntó, remetiéndose la camisa y peinándose el pelo.
—Siento haber importunado… Me acordé del libro de Réaumur y me pareció que era más indicado venir a este asunto al anochecer, en horas discretas, cuando la servidumbre ya no circula por los patios…
—En el fondo, has hecho bien… —contestó Goyeneche, acercándose a Francisco, con gesto cínico—, siempre y cuando olvides lo que hayas podido ver en esta habitación.
—Por supuesto. Estad seguro de que no recordaré nada —contestó el oficial, ciertamente turbado por haber contemplado en esta situación a su idolatrada dama.
—Bien. Ocupémonos del libro —dijo Goyeneche, extrayendo el tomo de Réaumur de un baúl de viaje—. Dada la incomodidad de alojamiento en que todos nos hallamos, lo más práctico será que lo guardes en tu aposento. Aquí no hay sitio para bibliotecas ni estudiosos. Si pretendes seguir trabajando en él, no quiero que ocupes mi escaso espacio, a cualquier hora… —dijo de nuevo con aire de broma, aludiendo a la vergonzosa situación recién ocurrida—. Si lo escondes bien, nadie creerá que un cerrajero guarda algo de este valor entre sus pertenencias. Sí, definitivamente, llévatelo. Me irás reportando tus adelantos.
Francisco tomó el libro con sumo respeto y lo escondió bajo su chaquetilla. Entendía que no era momento de ahondar en la conversación y se despidió brevemente.
Al escuchar el cierre de la puerta, la condesa se atrevió a salir de la habitación. En su rostro se podía leer la inquietud por haber sido descubierta en su trance amoroso por alguien que ya parecía saber mucho de ella.
—No te preocupes, querida —se adelantó a abrazarla Goyeneche, intuyendo sus pensamientos—. Barranco es un buen tipo y le beneficia más callar que contar. De momento, es cómplice. Estoy seguro de que no dirá nada.
María también estaba convencida de la lealtad de Francisco. Por lo poco que conocía de él, intuía que era un hombre cabal, incapaz de perjudicar conscientemente a una dama. Mientras se vestía en presencia de Goyeneche para volver a su aposento, se sorprendió a sí misma preocupándose no tanto por la posible delación del cerrajero, sino por lo que éste hubiera pensado de ella y el impacto que le hubiera causado el encontrarla en ese trance con un caballero. Era consciente de la fascinación que ejercía sobre él. Por un momento, se sintió mal. Le gustaba la personalidad y el atractivo aspecto de Francisco. Pero ante todo, y aunque no pudiera remediarlo, no quería causarle daño.
Esa misma noche, tratando de olvidar la visión de la condesa medio desnuda, Francisco inició la que iba a ser su rutina durante muchas más: ojear, leer, pensar, estudiar, a la luz de una vela, las páginas del libro de Réaumur y los pliegos de su traducción del francés que le había entregado Goyeneche. La nocturnidad parecía no medirse en horas, sino en las veces que su pensamiento le traicionaba, repitiendo inconscientemente el nombre de María Sancho Barona. Luchaba después por devolver su atención al libro y exploraba en él con ahínco referencias y claves que arrojaran luz sobre lo que estaba buscando: hierro, acero, carbón, quizás el manganeso, o el silicio, minerales y sustancias que acababa de aprender del viejo anticuario y de las que apenas conocía nada. Cuando el sueño lograba vencer los anhelos de su ambición, caía finalmente rendido sobre la mesita de estudio.
No hizo falta mucho tiempo para que la corte se forjara en Sevilla su propio ambiente, con arreglo a las circunstancias que la habían traído hasta aquí. Durante los primeros meses, el rey se sentía bien.
Disfrutaba de la comida; había engordado y se mostraba lustroso. Le apetecían las jornadas de caza y con frecuencia se organizaban para él batidas de lobos en el cercano coto de La Corchuela. Con la llegada de la primavera, los jardines del alcázar florecieron y su espléndida vegetación mostró su máximo esplendor en formas, olores y colores. La familia real pasaba muchas tardes de ocio, protegidos del intenso sol, bajo el fresco verdor de los árboles. Felipe V había aprendido a lanzar la caña de pescar en los estanques, repoblados para él de truchas y variados peces, y se entretenía en ello indecibles jornadas, hasta el punto de convertirse en una de sus principales obsesiones, el síntoma claro de que tras una breve mejoría, volvía a caer en su paranoia mental. El rey empezaba de nuevo a rehuir sus responsabilidades de Estado, y a sentirse cómodo en las rarezas que su desdoblamiento de personalidad le imponían. Empezó a trocar la noche por el día, obligando a parte de sus cortesanos a acompañarle y servirle en sus manías. Miguel de Goyeneche hubo de pasar más de una noche junto a los soberanos, en el gran estanque del Mercurio, iluminado con miles de velas y atemperado por un gran brasero que calentaba la fresca humedad, sin más misión que la de felicitar al rey por cada trucha que era capaz de pescar en aquellas horas en que la otra parte de la corte ya dormía.
El bellísimo clavicordio de factura alemana había llegado de Lisboa algo desguazado. Las orlas pintadas en su exterior mostraban ahora lascas y descascarillados. Bárbara de Braganza lo echaba tanto de menos, que su padre cedió a los ruegos de que se lo enviaran a la corte española. Era su instrumento preferido, aquel en el cual había aprendido música junto a su maestro Scarlatti e interpretaba sus composiciones desde niña. Ningún otro que le pudieran ofrecer en España podía sustituir el sonido de ese clavicordio tan querido por ella. Aunque escapaba a su competencia, Francisco había recibido el encargo de enderezar al calor de la fragua ciertas piezas de hierro que se habían desencajado en el interior del mueble. Sabía por los comentarios de algunos criados que la princesa portuguesa valoraba sobremanera aquellas tardes musicales en las cuales las composiciones de Scarlatti embelesaban el aire de sus aposentos. La música era algo superior a cualquiera de sus sentimientos. El príncipe Fernando se sentaba en un sillón a escuchar a Bárbara tocar, a veces a cuatro manos, junto al maestro italiano. Las sonatas de Scarlatti sonaban ligeras y alegres.
Se sentía embriagado por el talento y la inteligencia de su esposa.
La condesa de Valdeparaíso, junto a las otras damas de la princesa, formaba parte del reducido público que tenía el privilegio de disfrutar de ese concierto musical tan íntimo y refinado. María sentía un leal apego hacia Bárbara de Braganza, que a pesar de su extranjerismo y juventud, se sentía segura en su nueva posición como princesa heredera de España. Se mostraba en todas las situaciones, públicas y privadas, como una joven encantadora y bien educada, capaz de robar protagonismo a la mismísima reina. Ante la incertidumbre que causaba la enfermedad del rey, los embajadores y algunos grandes de España se decantaban ya del lado del futuro prometedor que suponían los Príncipes de Asturias. Los vaticinios que apuntaban a un posible enfrentamiento por celos y ambición de poder entre Isabel de Farnesio y su nuera estaban muy presentes en el ambiente del alcázar sevillano.
Hacía una tarde espléndida y la princesa Bárbara decidió terminar su concierto antes de lo previsto. A través de la ventana del saloncito de los príncipes llegaba un intenso olor a azahar y le apeteció salir a dar un paseo.
—Quiero que me acompañes a los jardines, María —dijo, dirigiéndose en exclusiva a la condesa de Valdeparaíso, al tiempo que cerraba con decisión la tapa del clavicordio, pillando por sorpresa los dedos del músico. Sobraron indicaciones para que la camarera mayor y las demás damas entendieran que la princesa no deseaba otra compañía. Scarlatti, acostumbrado a los caprichos esporádicos de su alumna, recogió sin rechistar las partituras desplegadas sobre el atril. El príncipe, por el contrario, continuaba sentado en el cómodo sillón, en plácida tertulia con el conde de Salazar, mayordomo mayor a su servicio.
La tarde era deliciosa para el paseo entre los parterres de boj, con el suave rumor del agua de las fuentes al fondo. Bárbara y la condesa caminaban despacio, acompasando el movimiento de sus ampulosos vestidos. La princesa inició la conversación sin preámbulos, como si necesitara liberarse con urgencia de ciertos pensamientos.
—Condesa, no me fío de nadie en esta corte. Sólo sé que doña Luisa, mi camarera mayor, me es leal, aunque no deseo involucrarla en intrigas. Al margen de ella, algo me inclina a creer en ti. Es un presentimiento, pero raras veces me fallan mis intuiciones sobre las personas que me rodean.
—Alteza, tened por seguro que estoy a vuestro lado como fiel servidora, si así me necesitáis —replicó con seriedad María.
—Bien. Creo que voy a necesitarte. El príncipe, mi esposo, es un hombre sereno y pausado, que odia las sombras de la política y venera a su padre. He notado que es incapaz de darse cuenta de lo que se está fraguando en esta corte. —Se quedó pensativa durante unos segundos, para después proseguir, aproximándose más a María, de forma que no pudiera ser escuchada casualmente por nadie—: Soy consciente de que mi persona molesta a la reina. No sólo tengo evidencias de ello, sino que aparte ha llegado a mis oídos que doña Isabel busca aislarnos a mi esposo y a mí del resto, especialmente de los nobles y las personas influyentes en el gobierno. Me consta que algunos no se atreven a ser amables con Fernando y conmigo por miedo a sus represalias.
—¿Tenéis vos misma una explicación para ello? —se atrevió a preguntar la condesa.
—Sí. Es obvia. O a mí me lo parece. El rey, mi suegro, no está en condiciones de reinar. Algunos temen que cualquier día su enfermedad lo lleve con Dios. Ante esta situación, es difícil evitar que nuestros aposentos se conviertan en el centro de las intrigas de aquellos que pretenden anticipar el futuro de la Corona. Fernando siempre ha sido marginado por su madrastra, cuya ambición es insuperable. Me ha bastado poco tiempo para conocerla. Pero no puede evitar que él simbolice la esperanza de muchos súbditos de este reino, que no desean verse envueltos en más guerras extranjeras a costa de los tejemanejes de Isabel. Y yo estoy aquí para ayudar a mi esposo en lo que el destino le depare.