—Barranco, creo que ha llegado la hora de que emplees de una manera verdaderamente útil tus habilidades… —dijo Goyeneche, con evidente doble intención.
—No sé a qué os referís, pero quiero pensar que mis habilidades resultan siempre de provecho… —contestó Francisco, cauto en sus palabras.
—Sí, no hay duda. Pero no es menos cierto que también ha llegado el momento de pedirte el pago de algunos favores…
—A ello me debo. Vuestra señoría dirá… —atajó el oficial, consciente de que no podía rehuir el momento de devolver al financiero los beneficios que le procuraba con su protección.
—Necesito que me franquees las puertas de los aposentos que ocupan los Príncipes de Asturias. No preguntes por qué. Esta vez es una orden, Barranco. No admitiré dudas ni excusas de tu parte.
Simplemente lo harás porque yo así te lo mando, y has entender que se hará por cuestiones de alta política. No puedo ni debo dar más explicaciones. Piensa simplemente que si me aprovecha a mí, y estás de mi lado, también te aprovechará a ti —explicó Goyeneche, mudando su habitual simpatía en un ademán más severo de lo que normalmente se conocía en él.
Así planteada la cuestión, obedecer sin más era la única alternativa posible, también para Francisco, aunque tuviera que traicionar a los principios de la honestidad debida a su oficio de cerrajero.
En efecto, se hacía inútil plantear dudas ni excusas. Era obvio que hacerlo significaría en este momento el final de su carrera en la corte, el abandono de sus ansias de progreso. Sin consentir que el sentimiento de culpa invadiera su conciencia, dio conformidad a lo que exigía Goyeneche y le hizo ver que estaba de su lado, dispuesto a contribuir, fuese cual fuese el plan que albergara.
—Acompañaremos a los reyes en su visita a la real fundición de cañones. Aunque estarás atento a mis señales durante la misma.
Abandonaremos el recinto y regresaremos al real alcázar antes que nadie. Me consta que la familia real al completo disfrutará después de un paseo fluvial por el Guadalquivir, junto a la mayor parte del séquito. No quedará nadie en los aposentos de los príncipes, que fían la seguridad de su espacio íntimo a llaves y cerraduras… pobres ilusos.
—Miguel iluminó su cara con una media sonrisa cargada de cinismo, mientras escrutaba la de Francisco, buscando un gesto cómplice.
El cerrajero se sintió aludido por el malicioso comentario y bajó la mirada al suelo, rehuyendo los ojos penetrantes del caballero.
Lo que el oficial no podía imaginar era que la reina se había encargado en persona de que la excursión para acompañar la salida del rey fuera lo más multitudinaria posible. Lo extraordinario de la ocasión justificaba el que la mayor parte de los aposentos del alcázar quedara vacía de la alta servidumbre que siempre circulaba ociosamente por ellos. Doña Isabel no daba puntada sin hilo. Goyeneche tendría el paso franco para el encargo que la soberana le había encomendado.
—Ten la certeza de que, a la larga, serás bien recompensado por lo que haces, Barranco… —concluyó el financiero, emplazándole a verse en la fecha planeada para la salida del rey y la corte.
El ruido de tablones de madera cayendo pesadamente sobre el suelo y el martilleo constante sobre clavos y juntas sobresaltaron a Francisco aquella mañana. Últimamente dormía mal, incomodado por recientes preocupaciones y hoy se despertaba más tarde de lo habitual.
Agobiado por el hecho de que el aposentador mayor le estuviera ya poniendo falta, se vistió rápido y se acercó al llamado patio de la Montería, aquel espacio trapezoidal que recibía a los visitantes al palacio, de donde procedía el trajín de la construcción que se escuchaba.
Para su sorpresa, vio que lo que se levantaba, a llamativa velocidad, era un tablado de teatro. Una veintena de operarios trabajaban en ello. Sabía que aquel emplazamiento era el habitual, desde siglos atrás, para las funciones de comedias ante la corte. Vio avanzar entre los oficiales que cargaban maderos de aquí para allá al empresario teatral Luis de Rubielos, con esa dignidad de hombre experimentado en la vida y cultivado por las letras que desprendían sus ademanes, aunque fuera solamente para dar órdenes sobre la disposición del escenario.
Tal como su amigo Pedro Castro le había anunciado meses atrás, la gente de teatro seguiría a la corte allá donde fuera. La necesitaba para sobrevivir. Luis de Rubielos se preciaba de tener en su compañía a los mejores actores de España y las obras más a la moda.
Era lógico que hubiera logrado el permiso para establecerse en el recinto del real alcázar. Y con él, estaba seguro Francisco, habría llegado a Sevilla el simpático cómico, cuya amistad y consejos añoraba en la soledad que muchas veces le acuciaba ahora. Preguntó por el alojamiento de los cómicos y le indicaron los aposentos que éstos ocupaban desde la madrugada en otro de los patios. Se encaminó hacia allí, pero antes de que hubiera llegado, se topó en uno de los intricados pasillos del recinto con un tropel variopinto de mujeres y hombres, entre los que reconoció a Pedro. Se abrazaron con efusividad, ante la divertida mirada del resto del grupo. Pedro le presentó de inmediato a los actores que le acompañaban y que formaban el grueso de la compañía. Entre ellos había féminas de destacada belleza, que el cerrajero admiró con descaro. Necesitaban hablarse y contarse los últimos acontecimientos de sus vidas, así que Pedro invitó al oficial a sus habitaciones, compartidas con sus compañeros de oficio, en las que no faltaban, bien escondidas, un par de botellas de vino. Sus deberes ante el aposentador mayor reclamaban en ese momento a Francisco, pero prometió presentarse a la caída de la tarde en el cuarto de los actores.
Cuando llamó a la puerta, se escuchaba desde fuera la entretenida algarabía de la charla entre comediantes, discutiendo tanto acerca de personajes, diálogos y vestuario, como de salarios y mujeres. Por algún extraño efecto, esta morada se había contagiado de la viveza de sus ocupantes y parecía la más luminosa y colorida de todas las ocupadas por la servidumbre regia, a pesar de contar con las mismas estrecheces y escasez de mobiliario que todas las demás.
Olía fuertemente al vino derramado en el fragor de la conversación.
Por ello, Pedro Castro sugirió a Francisco la conveniencia de charlar tranquilamente caminando por las calles de Sevilla, para no perder la costumbre de sus antiguas caminatas por Madrid. La buena temperatura de la tarde invitaba a ello.
Pedro traía noticias frescas de la villa y corte. Intuía que su amigo no tardaría mucho en preguntarle por las personas que había dejado allí atrás.
—¿Has visto a Josefa? ¿Sabes algo de ella? —le preguntó Francisco al instante, ávido de detalles.
—Sí, la he visto varias veces marchar rauda, siempre a buen paso y mirando al frente, cruzando por la Puerta del Sol, en el camino desde el Buen Retiro a la fragua de su padre. Está bien. Luce siempre recatada y seria. Me consta que permanece libre de compañía masculina y soltera.
—¿Por qué habría de precipitarse en cazar marido? —preguntó algo incómodo Francisco, sintiendo en el fondo la punzada de unos celos que jamás había experimentado antes respecto a Josefa.
—Nunca le has asegurado un compromiso, Francisco. Y cada año que pasa para una mujer soltera equivale a un lustro para un hombre. Tiene cierta edad y es una muchacha bonita, que haría las delicias de cualquier esposo. Sin embargo, descuida, conozco bien al género femenino y creo que Josefa te esperará de por vida, aunque no lo merezcas, porque te ama sinceramente.
La penosa situación del maestro Flores y su fragua fue el siguiente objeto de la conversación, aunque Francisco prefirió en ese punto obviar los pormenores. Se dio cuenta de que nada podía hacer por remediar lo que ocurría a tantas leguas de distancia y por ello era mejor concentrarse en lo que a él le tocaba aquí vivir. Sabía que aunque el cómico pareciera parlanchín y frívolo de cara a la gente, podía confiar plenamente en su discreción. Se dejó llevar por las ganas de plática y dio rienda suelta a su lengua, más de lo que hubiera deseado. Le contó así los próximos planes en los que Miguel de Goyeneche le había comprometido, muy a su pesar por la obligación que entrañaba de infringir el código de fidelidad de todo cerrajero.
Se sintió con libertad de confesar a Pedro su extrañeza por algunos rasgos de la personalidad del financiero que empezaban a causarle desconfianza.
—No seas inocente, Francisco —le interrumpió Pedro, dándole jocosamente una fuerte palmada en el hombro—. Para sobrevivir en las altas esferas de la corte es imprescindible poseer pliegues y esquinas; doble inteligencia y doble moral. Goyeneche, como tantos otros, posee todo eso. De otra forma no ocuparía el cargo que ostenta. Te aseguro que en este ambiente Goyeneche es uno de los pocos caballeros que merecen la pena. Si conocieras a los demás…
Y no deben extrañarte las intrigas y subterfugios. No hay mejor arma para protegerse y ascender en la corte que la corrupción.
—Bienvenido el consejo… —contestó Francisco con el mismo aire de chanza.
—Hazme caso, sigue la corriente y súmate al bando de las intrigas que mayor beneficio te ofrezca. No lo pienses demasiado. Sólo te hace falta no equivocarte en la elección. Y me parece que junto a Goyeneche no has de salir mal parado. Te ha abierto las puertas de su casa y de sus ambiciosos proyectos.
—Lo sé, pero no me gusta su relación con la condesa de Valdeparaíso. Hay algo que me desconcierta en esa pareja, y no sé realmente qué es…
—¡Acabáramos! Ése es tu malestar. Aún tienes el seso comido por esa mujer… —exclamó Pedro, en medio de una sonora carcajada.
—No te rías, amigo. Esa dama es pura belleza, belleza de Dios…
—¿La has visto aquí en Sevilla?
—Sí. Gracias a Dios, en este recinto cerrado en que vivimos todos en esta ciudad, nos vemos unos a otros, aunque sea de lejos… y a ella además la he podido contemplar como nunca antes, y muy cerca… —dijo Francisco, arrepentido al instante por hablar demasiado.
—¿A qué te refieres? Eso suena muy pícaro… —indagó Pedro, empujando a su amigo entre risas—. Creo que el traslado a Andalucía te ha afectado la cabeza y sueñas cosas raras.
—Tienes razón. Será tal cual dices… sueños raros —zanjó Francisco, aliviado por haberse mordido la lengua a tiempo ante la tentación de contarle a su amigo acerca de la espléndida desnudez de la condesa. Lo hacía por ella, como un verdadero caballero.
Y así fue terminando el paseo, ya de vuelta a las puertas del alcázar sevillano, con los elogios de amor idealizado que Francisco dedicaba a María Sancho Barona y que sólo compartía con este incondicional compañero, que entendía sus intimidades y aliviaba sus preocupaciones mejor que nadie.
En algunos tramos se asemejaba al mismísimo infierno. Las salas de fundición de metales, con su golpe de fuego abrasador, junto aquellas otras de moldeado y barrenado de cañones, componían un conjunto sobrecogedor. El sonido atronador y constante de algunas máquinas, junto a la visión de las llamas y el bronce candente, fluyendo como un río de lava, impresionaron vivamente a Felipe V, despertando en él el espíritu guerrero que a retazos tuvo en su juventud. Seguido de la corte, el rey recorrió sin perder detalle todas las dependencias de la magna fábrica de fundición de cañones de bronce, que desde mediados de la centuria anterior pertenecía a la Corona.
Vestido con las mejores ropas de que disponía, Francisco seguía al cortejo más cerca de lo que era propio de su escalafón en la servidumbre real. Miguel de Goyeneche había maniobrado para que al menos pudiera escuchar, a una distancia prudente, las explicaciones que sobre el funcionamiento de la factoría ofrecía a la familia real y otros tantos personajes ilustres su afamado director, el comandante Adolfo Bischof. La pericia de este artillero había convertido la fábrica en una de las más prestigiosas de Europa. Fue así como el cerrajero tomó buena nota de la historia de esta fundación, que había pertenecido durante un siglo a la familia sevillana de los Morel, que, siendo modestos fundidores de campanas de iglesia, habían logrado progresar hasta convertirse en los principales fabricantes de artillería para los ejércitos de Carlos V, procurándose una ingente fortuna.
El secreto de su éxito fue la decisión de decantarse por el bronce fundido, aunque era más caro, para la elaboración de cañones en molde, de una sola pieza. Desecharon por ello construirlos a base de hierro forjado, juntando láminas al rojo vivo, cuya tendencia a explotar por el escape de gases los convertía en armas letales para quien los disparaba, más que para el enemigo. El rey Felipe IV quiso que el negocio fuera rentable para la real Hacienda. Decidió su adquisición y pasó a manos públicas, así como el contrato de los mejores fundidores de Flandes y Alemania, que redoblaron su prestigio a nivel europeo, logrando una sorprendente producción de cuatrocientos cañones al año. Fue en ese tiempo, escuchó con atención Francisco, cuando trabajó en la real fundición un hombre llamado como él, Francisco Ballesteros, hijo de un cerrajero, que desde su modesta formación, llegó a idear secretos de fabricación y manejo del bronce que resultaron en cañones más fuertes y duraderos. Fue, sin duda, uno de los mejores artífices de su tiempo.
El entretenimiento del relato hacía las delicias de Felipe V y todo su acompañamiento. El rey prometió que no sería la última vez que visitaría la fábrica y su director se comprometió a que la próxima ocasión tendría preparados varios cañones que llevaran grabados en sus cañas el nombre de Felipe V, junto al año de fundición. Los gestos de asentimiento y adulación de la reina hacia su esposo acompañaban a cada una de las ocurrencias del rey a lo largo de todo el recorrido. Isabel de Farnesio estaba dispuesta a apuntalar cualquier proposición que motivara al rey a salir de su enclaustramiento, así como a interesarle por esa actividad económica, la metalurgia, que tanto afán generaban en personas de reconocida visión comercial, como Goyeneche. Nada podía causarle mayor satisfacción que el hecho de que España poseyera secretos de artes, industrias y oficios que otras cortes de Europa desearían. Sería una deliciosa manera de desagraviar al reino de los desaires que las Coronas de Francia, Inglaterra y Austria les habían infligido en las últimas décadas. La reina era una mujer competitiva y el desafío industrial entre países suponía un reto interesante para ella.
Un conjunto de falúas adornadas esperaban ya a la orilla del Guadalquivir para iniciar el paseo fluvial de la familia real y la corte.