Francisco no llegó a divisarlas, porque cuando salía de la fundición, impresionado por cuanto acababa de ver y escuchar, siguiendo la estela del resto de criados, se dio de bruces con Miguel de Goyeneche, que lo esperaba con disimulo junto al portalón del edificio. No fue necesario cruzar palabra para saber que era hora de poner en práctica lo convenido. Lograron despistarse del gentío y llegar, por separado y diferentes itinerarios entre callejuelas, hasta el real alcázar.
Francisco se apresuró a tomar de la fragua alguna herramienta de cerrajería, que escondió entre los pliegues de su fajín atado a la cintura. No olvidó llevar, ante todo, la ganzúa maestra elaborada por él según el secreto que aprendió en el viejo manuscrito del maestro Flores. Con ella sería capaz de abrir cualquier cerradura palaciega en este alcázar sevillano.
Los pasillos y patios del enrevesado palacio se encontraban más desiertos de lo habitual. Se acercó con sigilo hasta las puertas de los aposentos de los Príncipes de Asturias. De momento, nadie merodeaba por los alrededores. Pero los minutos que tardó en aparecer Goyeneche se le hicieron eternos. Prefirió no pensar mucho en el paso que iba a dar: traspasar los límites debidos a un cerrajero real. Hecho una vez, pensaba, jamás podría presumir ya de honestidad, ni poner su fidelidad como garantía de cualquier juramento o compromiso. Simplemente debía hacerlo, porque así lo exigían las circunstancias, y como tal lo aceptó. Introdujo la ganzúa en la cerradura de la entrada principal a los cuartos. La giró, desgiró y presionó hasta el fondo. Notó cómo el resorte interior de seguridad se liberaba, abriendo los pestillos con suma facilidad.
—Démonos prisa —susurró nervioso Goyeneche—. Necesito que me abras cuantos cajones o baúles existan en estas habitaciones, con apariencia de guardar documentos. Aligera, Barranco, por tu fortuna y la mía… Terminemos rápido, antes de que nadie pueda sorprendernos…
Las puertas de varias salitas anexas, así como la del dormitorio de Fernando y Bárbara, fueron cediendo con facilidad a los manejos de Francisco, como si quisieran abrirse de par en par por sí mismas.
Con agilidad y decisión, Francisco fue seleccionando el mobiliario susceptible de ser descerrajado, y aplicó la ganzúa con eficacia en los cajones de dos mesas, una cómoda, un armario alto, una caja de bella marquetería y un baúl de viaje de rancio cuero. Goyeneche escrutaba con diligencia entre papeles sueltos, fajillos de cartas y dosieres cosidos al margen, sin encontrar nada de lo que buscaba: información que demostrara la existencia de un complot político en las dependencias de los herederos contra los soberanos reinantes.
La decepción y el enfado empezaban a reflejarse en la cara de Goyeneche. Le parecía que estaba corriendo demasiados riesgos, si sus pesquisas no ofrecían un resultado que mereciera la pena. Estaba en juego el prestigio de su inteligencia y quizás también el cese de los favores y recomendaciones que la reina le había prometido para sus proyectos industriales, a cambio del resultado positivo de esta acción.
Se escucharon de repente unos pasos en la galería exterior. La puerta principal de acceso a los aposentos comenzó a abrirse despacio. Goyeneche y el cerrajero permanecieron quietos en el pequeño recoveco donde dormía la camarera mayor.
—¿Francisco, estás aquí? —sonó la voz clara de un hombre que preguntaba—. Te he visto entrar, sé que estás dentro… soy Pedro Castro.
Jamás la presencia del cómico le había causado tanto alivio.
Francisco salió de su escondite, solo, y avanzó hasta donde le reclamaba su amigo.
—¿Qué diablos te ha traído hasta aquí? —preguntó el cerrajero, atónito por tan inesperada presencia.
—Creo que eres tú quien debe dar explicaciones… —contestó el actor—. Pero está bien, empezaré yo. Estaba solo, al lado del escenario de la comedia, puesto que el resto de mi compañía se ha ido a descansar y jugar a los naipes, cuando te he visto cruzar el patio con mucha prisa. Al principio me pareció raro verte por aquí, puesto que sabía que marchabas a la excursión junto al resto de la corte, pero luego recordé tus intrigantes planes con Miguel de Goyeneche…
El cerrajero trató de hacerle señas con la cara para que no siguiera hablando. No quería que el financiero supiera que se había ido de la lengua confesando a otros sus propósitos de espionaje. Enfrascado en la explicación, Pedro no se dio cuenta.
—Parece que con los nervios se te ha olvidado que me lo contaste, ¿no te acuerdas? —prosiguió el actor—. Por increíble que parezca, hoy estos corredores parecen deshabitados y nadie te impide el paso. Se ve que con la salida de la familia real han descuidado en exceso la guardia. Me ha parecido excitante y he decidido seguirte.
Francisco comenzaba a balbucear, intentando concebir una excusa, cuando Miguel de Goyeneche salió del recoveco donde había quedado oculto a la espera de acontecimientos.
—Tranquilo, Barranco, no hace falta que inventes extrañas razones —dijo con voz firme y segura el caballero—. Podemos confiar en el cómico, es un viejo confidente, y no por edad sino por astucia, de muchas tretas de mi existencia…
Mientras Pedro saludaba con respeto al financiero, denotando agradecimiento sincero por sus elogios, Goyeneche tuvo la habilidad de explicarle, con tanta brevedad como contundencia, los motivos de la intriga cortesana que les había traído hasta aquí. No podían demorarse. Esta mínima distracción estaba ya haciendo correr demasiado deprisa el tiempo. En cualquier momento podría regresar la servidumbre de su paseo.
—Si lo que busca son documentos que comprometan a la princesa Bárbara… —comenzó a decir Pedro Castro, con la facilidad que tenía para estar al tanto de todas las confidencias—, yo lo haría entre las pertenencias del maestro Scarlatti, su profesor de música. Los músicos son tan indiscretos como cualquier damisela y yo he escuchado más de una vez información de cierta relevancia entre los contratados para las funciones de comedia…
—Cuenta. ¡Rápido! —espetó impaciente Goyeneche.
—Dicen que no todo lo que reluce es oro en Scarlatti. Goza de privilegios y favores de la princesa que muchos cortesanos quisieran para sí en palacio. Algunos hablan de su amor platónico por ella.
La adora como a una pequeña diosa de la música. La mira con un arrebato impropio de un criado a su señora, máxime considerando la gran diferencia de edad existente entre ellos…
—Vamos, Pedro, no te entretengas en chismorreos propios de mujeres… —volvió a insistir enérgico el financiero.
—Está bien. Lo importante es que de sus frívolas murmuraciones he deducido que Scarlatti es algo más que un compositor que idolatra a su alumna. Estoy seguro de que es su enlace en asuntos políticos. El maestro se comunica con el embajador de Portugal sin levantar sospechas y las lecciones de clavicordio sirven para traspasarle información a doña Bárbara sobre temas de cierta trascendencia.
Los ojos de Miguel de Goyeneche refulgieron de inmediato como iluminados por una idea clarividente. Se dirigió raudo hacia la habitación donde se celebraban las tardes musicales que tanto deleitaban a los Príncipes de Asturias y sus acompañantes. Aquellas en las que nunca faltaba la presencia leal de la condesa de Valdeparaíso.
Francisco y Pedro Castro siguieron con la misma diligencia al financiero. Casi al unísono, repararon en el bello clavicordio de Bárbara de Braganza, pero sobre todo en un cajón cuadrado de mediano tamaño, de madera de sándalo con motivos musicales incrustados en nácar, que reposaba en el suelo junto al instrumento.
Sin pensarlo dos veces, Francisco se arrodilló ante el cajón, hizo uso de su ganzúa y en un instante sostuvo la tapa abierta entre sus manos. Encontraron en el interior varios fajos de partituras, apilados unos encima de otros. Los primeros parecían salidos claramente de la mano del maestro Scarlatti. Estaban firmados y fechados por él, y su caligrafía, incluso para las notas musicales, se les hizo reconocible de inmediato. Era de sobra conocida la facilidad para la composición que poseía el maestro, y la absoluta preferencia que su ilustre alumna tenía por él, de forma que no había sonata que se escuchara en ese clavicordio, que no fuera escrita por el afamado italiano. Sin embargo, otra partitura llamó su atención. Estaba al fondo del cajón, debajo del resto, atada con una cinta de diferente color. El tono de la tinta era a todas luces distinto, así como el trazo de los pentagramas y las figuras musicales. Tenía el título de la composición en portugués, y aunque parecía firmada por Scarlatti, la rúbrica presentaba trazos ligeramente diferentes. Goyeneche no dudó en tomarla y esconderla en el interior de su pesada casaca. Entendieron que quizás habían encontrado por fin algo de interés y, en cualquier caso, no era cauto entretenerse por más tiempo. Francisco se aseguró de que todo cuanto había descerrajado volvía a estar como lo encontró, sin rastro de haber sido manipulado. Abandonaron los aposentos de los príncipes con la misma cautela y celeridad con que habían llegado hasta ellos. Por los patios del alcázar comenzaban ya a pulular los primeros criados, que regresaban en avanzadilla de la regia excursión.
Pretendía ofrecer a la reina el resultado inmediato de sus pesquisas. Por ello Goyeneche no quiso desperdiciar ni un instante en resolver el enigma que sospechaba escondía esa rara partitura de música, cobijada bien al fondo del cajón de madera, con evidente fin de ocultación. Francisco tuvo la oportunidad de tenerla en sus manos, de analizar los raros signos que, para un neófito absoluto en música como él, figuraban página tras página. Él solo no hubiera sido capaz de darse cuenta de la diferencia existente entre este pliego de hojas y los otros que se guardaban junto a él. Pero, como siempre hacía últimamente, mantenía la mente bien despierta para aprender de cada nuevo acontecimiento que le tocaba experimentar.
A sugerencia de Pedro Castro, se acercaron hasta el cuarto que ocupaba uno de los actores de la compañía, que se hacía llamar Antonio Pelegrín. Era éste un artista completo y vocacional, hijo de comediantes, que desde niño igual bailaba que actuaba, tocaba instrumentos o escribía inspiradas poesías que le servían para hacer caer a las mujeres en las redes de su seducción. Creía Pedro que su polifacético compañero sabría leer música, pues varias veces le había visto enmendar partituras a su gusto para el acompañamiento de las escenas teatrales. Era hombre, además, enemigo de todo lo que oliera a complicación. Por ello, Pedro estaba seguro de que Pelegrín no haría preguntas incómodas y olvidaría de inmediato el motivo de la consulta que le hicieran. Lo hallaron, en efecto, dormitando en su habitación. Haciendo gala de la confianza que tenía con él después de muchos años de trasiegos por los escenarios, Pedro lo levantó del jergón. Sin molestarse siquiera en hacer las pertinentes presentaciones de Miguel de Goyeneche y Francisco Barranco, para que no pudiera más tarde identificarlos, lo llevó hasta un taburete y puso entre sus manos un viejo laúd que encontró en una esquina de la habitación.
—¡Toca esta música, Pelegrín! —le dijo, señalando con el dedo la partitura, que había colocado a la vista sobre una mesita—.
El caballero quiere regalar a una dama esta sonata musical que le ha llegado por encargo de Italia, y necesita saber primero cómo suena.
Le he contado que eres bueno en esto de las trovas, así que hazme ese favor, toca…
Aturdido por la urgencia con que se le atropellaba en su descanso, Pelegrín no acertó ni siquiera a protestar. Después de todo, tenía simpatía por este joven zascandil que a su entender era Pedro Castro. Se puso cómodo en el taburete, miró de reojo a sus mudos invitados, estiró los brazos, movió las manos y los dedos, carraspeó y se dispuso a tocar. Con la mirada fija en la partitura, sus gestos empezaron a denotar extrañeza, estupefacción.
—Oye, Pedro… todavía estoy adormilado y reconozco que no soy experto en composiciones de grandes maestros, pero doy fe de que este manuscrito no es música.
—¿Cómo dices? —inquirió Pedro.
—Estas notas así colocadas no pueden interpretarse, no tienen sentido. Hay acordes imposibles. No tiene tempo ni armonías…
—explicó Pelegrín.
—Tal como sospechaba… —saltó Goyeneche, arrancando la partitura de las manos del artista, que observaba incrédulo la reacción del caballero—. Gracias por tus servicios, Pelegrín. Es todo cuanto necesitaba saber. Voy a pedirte una cosa más… —continuó con determinación el financiero, mientras introducía su mano en el bolsillo de la casaca para sacar veinte reales, que depositó sobre la mesa—, quiero estas partituras copiadas al pie de la letra para dentro de un rato.
Hoy desayunaba al mediodía, más pronto de lo habitual. La reina se había acostado la noche anterior a las cinco de la madrugada, como de costumbre desde que su esposo decidiera pasar más tiempo bajo el influjo de la luna, que bajo los rayos del sol. Aunque sus gustos culinarios eran muy diferentes, Isabel y Felipe solían comer siempre juntos. Pero la soledad le sentaba bien en este día a la soberana. Estaba deleitándose con las viandas preparadas especialmente para ella, conforme a su refinado gusto gastronómico, y quería hablar a solas con Miguel de Goyeneche. Le había hecho llamar para que se presentase de inmediato, antes del horario de despachos y audiencias. Así lo hizo el financiero, consciente de la impaciencia de la soberana.
De pie, frente a la mesita que servía a Isabel de Farnesio para degustar su plato diario de huevos pasados por agua, Goyeneche relató a la reina el resultado de sus recientes pesquisas. Había encargado a Francisco devolver la falsa partitura al cajón donde la encontraron.