Se acercaban por los caminillos de tierra que conducían al jardín, acordando la información que cada cual daría a la reina, cuando observaron una escena que, según se rumoreaba entre la servidumbre, se repetía cada vez con mayor frecuencia en el recinto del real alcázar. Isabel de Farnesio y su cortejo, formado por la camarera mayor, las damas de compañía, varios caballeros de alta servidumbre y algún que otro ministro y embajador, pasaban por delante del lugar donde casualmente se hallaba Bárbara de Braganza, paseando al aire libre junto a las condesas de Montellano y Valdeparaíso. La princesa y sus acompañantes se inclinaban al paso de la reina, pero ésta hacía ostensible intención de no reparar en el saludo, obligando igualmente a damas, caballeros, ministros y embajadores a esquivar a la heredera consorte. Era más que un desaire, una humillación en toda regla. Por desgracia, doña Isabel tenía ya acostumbrada a su nuera a los desplantes. Goyeneche sabía incluso de otros, que relató en el momento a Francisco. Desde algunas semanas atrás, a la princesa no se le permitía estar junto al resto de los infantes y visitar con ellos al rey en su cama. A veces incluso se retrasaba intencionadamente el pago de jornales a su servidumbre y de vez en cuando se le retiraba el servicio de flores y frutas frescas en sus aposentos. El menosprecio se había alargado incluso hasta la memoria de la reina María Luisa Gabriela de Saboya, su antecesora y madre del príncipe Fernando, por cuyo último aniversario de muerte doña Isabel había prohibido celebrar luto en la corte. Pagaba con este desdén las supuestas traiciones de doña Bárbara y los celos que el creciente protagonismo de ésta le despertaban.
Ante esta situación, Francisco sintió preocupación y dolor de corazón, más que nada por los desplantes que a su vez sufría la condesa de Valdeparaíso ante el resto de la corte. Se había jurado a sí mismo no contarle que había sorprendido a Goyeneche hablando mal de ella con la reina. Pensó que no debía entrometerse de un modo tan burdo en esa relación, porque no quería causarle a ella ningún daño. Pero a la vista de que los desaires proliferaban, ahora dudaba de su decisión. Quizás debería alertarla, si es que ella misma no se percataba de los riesgos.
La existencia de dos facciones rivales en torno a dos caracteres femeninos contrapuestos y dos formas de entender el futuro político del reino, estaban envenenando el ambiente sevillano. Siempre que le era posible, Francisco observaba a la condesa con arrebato y admiración, y por ello pudo ver claramente en su hermoso rostro la rabia contenida que le había provocado el agrio encuentro en los jardines entre ambos cortejos reales. Por su conciencia, hubiera querido acercarse a brindar, en desagravio a tamaño desaire, justos honores y reconocimiento a la princesa y sus damas, pero entendió que él no era nadie para enmendar la actitud de una poderosa soberana. Además, sin saber lo que él pensaba en su fuero interno, Miguel de Goyeneche se encargó de volverle a la realidad, recordándole la misión que les había traído hasta la reina.
Isabel de Farnesio se acordaba del rostro de Francisco por la ocasión que éste tuvo de ofrecer explicaciones sobre su oficio ante la presentación de las llaves de la ciudad de Sevilla, aquel primer día en que habían llegado. Esta vez, nuevamente, le cayó en gracia el cerrajero. Goyeneche volvió a hacerle el favor de introducirle, valorar sus talentos y solicitar a la reina que le escuchara. A partir de ahí, fue Francisco quien se explayó con la historia recién sabida de la estafa de la transmutación del hierro en cobre. Ofreció los detalles con aplomo y conocimiento sobre lo que hablaba. El ministro que acompañaba al cortejo tomó buena nota de las medidas a tomar contra el conde de Salvagnac, antes de que apareciera por Sevilla. Se daría orden de detenerle por el camino y acompañarle preso hasta la frontera francesa. La soberana se mostró satisfecha con el resultado. Hasta el presente, su galante y sagaz tesorero nunca la había defraudado. Y ahora le sorprendía con la inusual colaboración del cerrajero.
Terminado su discurso, Francisco hizo una profunda reverencia a la reina, que lo contempló, como a todos sus criados, de forma altiva y condescendiente.
—Goyeneche, recuérdame que a este cerrajero se le tenga siempre bien considerado entre mi servidumbre. Francamente, se lo merece. Preséntate mañana en mi saleta con el libro de tesorería.
Necesito revisar contigo ciertas cuentas —concluyó la reina a modo de despedida, dedicando una última mueca de agrado y aprobación a Barranco, al cual, por la parquedad de elogios que doña Isabel solía prodigar, pareció como si hubiera recibido el nombramiento de un alto cargo.
La corta distancia que mediaba entre los dos séquitos fue suficiente para que la condesa de Valdeparaíso pudiera contemplar la escena de la conversación de Goyeneche y Francisco con Isabel de Farnesio. Se sentía furiosa y decepcionada. Hasta la reverencia del cerrajero a la soberana le pareció desmesurada y excesivamente servil. El motivo de su enfado, sin embargo, iba más allá del amargo trance de verse esquivada por esa parte de la corte que, en el fondo por cobardía, lo que trataba de eludir era meterse en problemas. Su disgusto tenía más que ver con el descubrimiento de que Miguel de Goyeneche la estaba traicionando. De nada había servido la pasión amorosa compartida, los sentimientos entregados, las ilusiones de imaginar circunstancias que en un futuro les permitieran contraer matrimonio.
El hombre a quien entregaba su honor de mujer ya casada había antepuesto el papel de leal cortesano, la ambición de pujanza económica y ascenso político al compromiso de amor que tantas veces le había prometido. Se había dejado pervertir por las intrigas insoportables que estaban contaminando a la Corona en Sevilla. Y lo que era más grave, lo hacía perjudicando y poniendo en riesgo a la persona a la cual María debía su propia lealtad y honores en la corte.
Esa tarde, poco antes de sumarse a la comitiva de doña Bárbara, María acababa de saber por boca de su doncella, convertida en amante del músico Antonio Pelegrín en interés de su señora, la verdad de la partitura que ocultaba Goyeneche en su cuarto. Supo que éste, acompañado del cómico Pedro Castro y de otro hombre, al que luego le pareció reconocer como oficial en la fragua, se le habían presentado intempestivamente para que interpretara una partitura de Scarlatti, que resultó no ser música. Pelegrín tampoco tenía explicación para este detalle, y confesó que se limitó a copiar la partitura, tal como el caballero le había encargado. Los modales autoritarios del financiero, sin embargo, no le habían gustado. Él no se consideraba un artista de segunda fila, aunque todavía nadie le hubiera reconocido sus verdaderos méritos, y tampoco un mero copista de música ni colaborador en extraños trapicheos, así que había decidido, por dignidad, dejar en la copia impreso el testigo de su nombre, aunque fuera en minúsculo tamaño.
De vuelta a la intimidad de sus aposentos, la princesa Bárbara, alumbrada por esa regia parsimonia que jamás perdía a pesar de los contratiempos, provocó discretamente quedarse a solas con la condesa de Valdeparaíso.
—María, tu rostro desprende últimamente un halo de tristeza y preocupación al que no me tienes acostumbrada —le dijo, agarrándola con delicadeza de las manos, en un gesto de afecto capaz de derribar de inmediato las barreras de rango entre ellas—. ¿Se trata de asuntos personales? La llegada de tu esposo no te ha alegrado, ¿verdad?
—Sí, alteza. Cómo no habría de alegrarme la presencia del conde… —contestó rauda, incapaz de disimular la verdad de su alma.
—El príncipe Fernando me ha propuesto el futuro nombramiento del conde de Valdeparaíso como mi primer caballerizo, y me ha parecido magnífica idea. Se merece el cargo y con ello deseo igualmente halagarte y reconocer el esfuerzo de lealtad que haces conmigo, especialmente en estos difíciles tiempos…
—Gracias, alteza. El honor de estar a vuestro lado y formar parte de vuestra casa no es un esfuerzo, es un privilegio —contestó con sincera emoción la condesa.
—Entonces, dime, ¿qué te causa tanta tribulación? No necesitas mentirme. Compartimos la suficiente intimidad como para darme cuenta de que algo importante te ocurre —insistió doña Bárbara.
—Creedme, señora, que lo que me ocurre a mí no es tan importante como… lo que podría afectar a vuestra alteza —se atrevió por fin a confesar María, dispuesta a avisar a la princesa de los riesgos derivados de algunas intrigas que ella misma acababa de conocer.
La mención de la supuesta partitura del maestro Scarlatti, que al parecer no tenía ni un solo acorde que pudiera interpretarse, cuya copia obraba en manos del caballero Goyeneche, dejó lívida por un momento a Bárbara de Braganza. Tanto, que pasó por alto todos los pormenores de la relación amorosa entre su dama y el financiero. Su cara de espanto era el signo claro de la gravedad de lo que escuchaba.
María entendió de inmediato que era asunto de mayor trascendencia de lo que suponía, y se alegró de haberlo confesado.
—¡Ven conmigo, María! Y vigila que no nos vea ni siga nadie… —rogó un tanto agitada la princesa, encaminándose a buen paso hacia la saleta donde tocaba el clavicordio y recibía sus clases de música.
Se precipitó sobre el cajón de madera donde solía guardar las composiciones que con mayor frecuencia interpretaba. Extrajo la mayor parte de ellas, depositándolas en desorden sobre el suelo, hasta que llegó al fondo. Allí estaba lo que parecía estar buscando.
—María, haz memoria, te lo ruego. El papel que viste en el aposento de Goyeneche, ¿era igual a éste? ¿Te fijaste si los primeros acordes del pentagrama eran en do?
—Dejadme pensar, alteza… —contestó María, ya contagiada del nerviosismo de la princesa—. Sí. Ahora que lo mencionáis, efectivamente era un acorde en do, el único que fui capaz de leer…
—Dios mío… Tenemos que hacer algo —dijo Bárbara de Braganza, con la angustia reflejada en el rostro.
Era imprescindible que María la ayudara, comenzó a explicar la princesa. Ese papel era una comunicación secreta con la corte de Portugal. El propio maestro Scarlatti, dispuesto siempre a colaborar con su adorada alumna, había ideado el sistema de falsas notas en presuntas composiciones, que llegaban desde Lisboa siempre anexas a una carta del rey de Portugal, padre de la princesa, en la que se argumentaba el envío de aquellas partituras que tocaba de niña y habían quedado allí guardadas. Se trataba en realidad de comunicaciones de alto valor político. En alguna de ellas iban transcritos los nombres de los posibles ministros que los príncipes deseaban para su primer gobierno, que, dada la enfermedad de Felipe V, veían llegar pronto. Se ofrecían incluso detalles sobre las conversaciones secretas mantenidas ya con algunos de ellos y su tácita aceptación de los futuros cargos. Si esos papeles llegaban a descifrarse, habría represalias en la corte no sólo para los príncipes, sino para otros personajes de la más alta condición en el engranaje de la Corona. Bárbara había logrado esconder en lugares insospechados otros tantos documentos similares, junto a la clave para descifrarlos, igualmente oculta entre legajos y libros de difícil localización. Pero temía seriamente que el espionaje a que estaban sometidos fuera a más, y que las mismas personas que ya habían logrado sustraer la partitura con indudable ingenio, volvieran a intentarlo.
En ese momento en que realmente aterraba pensar en las consecuencias de que los papeles secretos de los herederos fueran descifrados, María supo transmitir a la princesa palabras de sosiego. Era necesario mantener la calma y actuar con la misma sagacidad que sus enemigos.
Después de todo, creía poder brindarle una posible solución.
Teresa, la doncella de la condesa de Valdeparaíso, estaba absorta ante los extraños encargos que su señora se atrevía a pedirle últimamente. Después de que el conde, su esposo, hubiera abandonado esa mañana el aposento para marchar a una jornada de caza, la vio apresurarse a coger papel y pluma, y redactar una breve nota. La condesa aún no se había vestido ni peinado, así que Teresa pensó que la misiva tendría carácter urgente. Se sorprendió al saber que sería ella quien la entregaría en mano al destinatario. Por un momento, dada la identidad y condición del mismo, llegó a pensar que también tendría que sonsacarle información con las consabidas artimañas amorosas. Pero no fue así, pues sólo debía acercarse hasta la fragua, preguntar por el cerrajero Francisco Barranco y pasarle la nota sin mayores explicaciones.
Aún tiznado de carbón, el oficial atendió a la muchacha con simpatía y halagos. De repente se dio cuenta de que la fatiga del abundante trabajo y la zozobra de las intrigas de las que se había hecho cómplice le habían hecho olvidar la soledad íntima y la vida casi ascética que experimentaba en la ciudad andaluza. El gesto serio con que Teresa le entregó el papel, echó por tierra cualquier atisbo de flirteo. Francisco pensó que se trataría de algún recado de Miguel de Goyeneche, y se limitó a desdoblar el papel con parsimonia. La caligrafía femenina con que estaba escrito el texto, sin embargo, le llamó poderosamente la atención. Puso toda la atención en su lectura:
Barranco:
Te extrañará que una dama de la reina contacte contigo por esta vía. Es urgente y confío en tu discreción. Me presentaré en la fragua cuando las campanas de la catedral toquen las seis. Asegúrate de que para entonces esté desierta. Me acompañará mi doncella.
C. de V.
Percibió entonces cómo las palpitaciones de su corazón se aceleraban según fue reconociendo la identidad de la dama que le solicitaba el encuentro y por un momento se olvidó de que la doncella estaba allí frente a él, esperando respuesta.
—Dile a tu señora que aquí estaré a la hora convenida —le dijo por fin, asegurándose después de quemar el papel en el fuego que chisporroteaba en la fragua.
A Francisco le pareció que sonaban más graves y profundas que nunca. Las seis campanadas, tañidas desde la torre de la Giralda, se escucharon con claridad en la ciudad de Sevilla. El cerrajero no había salido del taller en todo el día; ni siquiera para reponer fuerzas con un merecido almuerzo. Se cercioró de que ningún otro oficial quedaba allí a esas horas, y trató de adecentar algún espacio libre de trastos y hierros. De repente le molestaba la suciedad imperante, algo en lo que hacía mucho tiempo no había reparado. Parecía inevitable que el hollín acumulado en el suelo fuera a manchar los bajos del vestido de la elegante dama. Intentó barrer con la dura escoba de ramas de brezo, pero aún era peor el polvo negruzco que levantaba. Inquieto ante la proximidad de la reunión, se entretuvo en alimentar el fuego con una carga de carbón y alinear en las barras de la pared las diferentes clases de tenazas y agarraderas.