El cerrajero del rey (38 page)

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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

Los gritos de Felipe V que, encerrado en su habitación, pedía a Dios que le enviara la muerte, se escuchaban por los aposentos y patios del real alcázar. La situación comenzaba a desbordar a la reina, entristecida ante todo por la reciente marcha de su primogénito, el infante Carlos, lo más querido para ella, a emprender la conquista de varios reinos de Italia. La despedida había sido contenidamente emotiva y dolorosa. Quizás no volviera a ver a su hijo nunca más. Era el precio de pasar a la historia como un soberano glorioso y no como simple infante de España. El vacío de poder se acentuaba en las últimas semanas. Cada vez más criticada por los ministros, Isabel de Farnesio no veía otra salida que acceder a compartir el poder con su hijastro Fernando y entretener así sus ansias de acceder al trono. Los príncipes herederos, sin embargo, hartos del menosprecio, se oponían al reparto de autoridad. O todo o nada era su apuesta, convertida en chantaje político y emocional a una soberana en situación desesperada por la enfermedad de su marido.

El momento parecía propicio a la inmediata coronación de Fernando y Bárbara. Pero una inesperada decisión volvió del revés lo que ya se daba por confirmado.

La constatación de que la estancia en Andalucía, lejos de sanar al rey, lo había llevado aún más al precipicio de la demencia, sumado al cúmulo extraordinario de gastos e incomodidades que asfixiaba a los cortesanos, las quejas de nobles y criados que deseaban regresar a sus hogares, apremiaba a tomar drásticas soluciones. Era inútil prolongar una situación que no funcionaba. Los tres años allí vividos parecían eternos. Así, sin previo aviso, la reina dio la orden de abandonar Sevilla y poner rumbo hacia la villa y corte. Corría el mes de mayo de 1733, y la noticia dejó a los sevillanos estupefactos.

La servidumbre de la familia real acogió la novedad con alegre revuelo. Por momentos, la recogida de enseres y preparativos de vuelta se asemejaba a una estampida de animales nerviosos. Todos deseaban dejar atrás ese infierno de intrigas en que se había convertido la corte. Todos menos Bárbara de Braganza, que tenía malos presentimientos acerca de su partida del lugar que había sido su primer hogar de casada en España; el sitio donde ella se había hecho fuerte. Era consciente de que el cambio de escenario no le iba a ser propicio. Temía, con razón, por su suerte.

Encerrado en la fragua, Francisco se había enterado de la noticia por un criado de Miguel de Goyeneche, que se presentó allí una tarde, de parte de su señor, para darle un recado importante. En aras de la seguridad del libro de Réaumur, que Francisco había tenido oculto en su cuarto para poder dedicarse a su estudio, el financiero le ordenaba que se lo devolviera. Era mejor que el ejemplar viajara de vuelta a Madrid bien protegido en el equipaje de la carroza de un alto cargo, y no entre los hatillos de artesanos que transportarían modestas carretas. Francisco estaba de acuerdo. Aún sorprendido por la novedad de la repentina mudanza a la capital, se encaminó sin tardar a su dormitorio, sacó el libro de su escondite entre unas mantas, lo envolvió en un paño de tela y con él agarrado entre los brazos, se dirigió a entregárselo a Goyeneche.

Recorriendo un largo pasillo, a punto de llegar a los aposentos de nobles, se abrió de repente una puerta a su paso. Era la condesa de Valdeparaíso, que inmersa en la acelerada recogida de enseres, salía también de sus habitaciones, cercanas a las del caballero, su amante.

Los dos se sorprendieron. No esperaban encontrarse.

—Francisco…

—Condesa…

—Supongo que recibiste el regalo de doña Bárbara… —dijo María, en tono de confidencia, acercándose al cerrajero.

—Sí. Extraordinario regalo, por cierto… Me gustaría que le hicierais llegar mi gratitud.

—Es ella la que me pidió que te hiciera llegar, también de palabra, su reconocimiento. Pensaba hacerlo en breve, pero las prisas del viaje se nos han adelantado… Has cumplido lo que te rogué y te has puesto en riesgo por ello. A pesar de los oropeles que me adornan, me gustaría que entendieras la sencilla verdad de mi agradecimiento —dijo con emotividad.

—Si así me lo decís, así lo entiendo, condesa. Creo que no he recibido nunca más hermoso pago por mi trabajo…

—¿Puedo saber que llevas tan agarrado entre los brazos? Si sostuvieras de ese modo a una dama, la ahogarías… —dijo María, aliviando la intensidad creciente del encuentro con su ligero coqueteo.

—Llevo a Réaumur de vuelta a don Miguel y a Madrid. Y este francés es duro de pelar, no creo que se ahogue entre mis brazos…

Seguro que echa de menos a la dama que lo rescató del olvido.

La condesa rió la ocurrencia de Francisco. No era propio de una dama noble que riera las gracias a un artesano, que por ende parecía estar respondiendo a su coqueteo. Si alguien la viera en estas circunstancias, daría aún más pábulo a las críticas sobre su excesiva libertad de conciencia. De todas formas, a la vista de la original relación que la estaba uniendo sin remedio al cerrajero cualquier código social parecía a María inservible. Se dieron cuenta, no obstante, de que su reunión en un pasillo no era lo más conveniente. Se escuchaban pasos y voces desde dentro de los aposentos. En cualquier momento podrían sorprenderlos.

—Debo entregar el libro de inmediato a don Miguel. Disculpadme, condesa… En esto debo ser sensato.

—Tienes razón, Francisco. Si Dios quiere, todos volveremos a encontrarnos en Madrid pronto. Te deseo un buen viaje —le dijo con encantadora sonrisa, regresando al interior de sus cuartos y cerrando, sin quitarle la vista, la puerta.

Al día siguiente, Pedro Castro fue a buscarle a la fragua por la tarde, con la intención de celebrar el próximo cambio de aires. Lo convenció para salir a dar un último paseo por las calles de Sevilla, cosa que el cerrajero había hecho en todo este tiempo menos de lo que hubiera deseado. Vagando sin rumbo fijo por el barrio de Santa Cruz se toparon con aquel comercio de antigüedades que tanto había impactado a Francisco al poco de su llegada. Al parecer, don Anselmo, el anticuario, había fallecido hacía sólo unos meses. Los ventanales de su pequeña tienda se veían cubiertos por una espesa capa de polvo. Pero el cerrajero aún tenía presente las curiosas enseñanzas que de allí había sacado: el silicio y el manganeso como componentes esenciales del vidrio, y la relación que esto podía tener con las copas de cristal que recordaba dibujadas en el manuscrito del maestro Flores. Francisco empezó a revelar a Pedro la singular personalidad del viejo comerciante, cuando el cómico le interrumpió, abordando un tema más espinoso:

—¿No sientes nervios ante la idea del regreso a casa? ¿No te preguntas qué habrá sido de las personas que dejaste allí? —inquirió, como siempre, animado por la curiosidad.

—No negaré que estoy intranquilo. El tiempo y la distancia juegan la mala pasada de borrar de la mente las caras, incluso de la gente más querida. No sé cómo voy a encajar mi vida cuando llegue; cuál será mi relación con Josefa y el resto de la familia.

Después de todo, empezaba a acostumbrarme a las particularidades de esta corte, que ha hecho de mí un hombre curtido en intrigas,

¿sabes?

—Incluso, diría yo, aquí has gozado de la cercanía de una dama… que te ha utilizado y alimentado tus vanas ilusiones, pero que en Madrid te apartará como a un perrillo pulguero. Créeme, Francisco —trató de aconsejar inútilmente Pedro.

—No empieces con tu perorata, amigo. Te lo agradezco, sé lo que hago —contestó tajante Francisco, acelerando el paso de vuelta al alcázar, tratando de eludir así posibles recomendaciones sentimentales que no iban a gustarle nada.

Unos días después, el cortejo regio se alejaba definitivamente de Sevilla. Además de los nervios ante la incertidumbre de los reencuentros en Madrid, Francisco llevaba encima una cantidad considerable de dinero. Era mucho lo que había ahorrado en este espacio de tiempo. Antes de partir, cada uno de los artesanos al servicio de la casa real había recibido el importe de los numerosos trabajos realizados en el acondicionamiento del alcázar. A eso, él sumaba de forma confidencial la generosa cuantía recibida por su colaboración en asuntos inconfesables.

Como los caballos de vuelta a la cuadra, el retorno se hizo a todos más liviano de lo imaginado. Los colores, aromas y sonidos de la ciudad andaluza quedaron en el olvido, cuando el paisaje árido y llano de la meseta castellana empezó a perfilarse en el horizonte.

Pero lo más sorprendente del viaje fue el milagro acaecido en la enfermedad de Felipe V. La propuesta de regresar a Madrid pareció despejar su mente de la noche a la mañana. Se sintió de nuevo capaz de gobernar y con ánimo para tomar las riendas del reino.

Dispuesta a no perder ni un minuto y aprovechando la intimidad de la carroza, su esposa fue informándole durante el camino sobre la alarmante sedición que los príncipes herederos habían promovido, según ella, aprovechando vilmente su enfermedad en Sevilla. El perfil de la traición fue pintado de tal forma, que el rey no tuvo más remedio que responder con inusitada dureza. Tan sólo un día después de que la corte llegara al palacio de Aranjuez, a pocas leguas de la capital madrileña, se hizo público el humillante decreto de castigo a los príncipes Fernando y Bárbara. La decisión causó estupor en la corte.

Atendiendo al grave delito de traición a la Corona, el rey penalizó a los herederos con el confinamiento en sus cuartos. Durante un tiempo indefinido, se les apartaría de toda actividad política, social y familiar. Serían relegados de cualquier función pública, aunque no de sus honores, a la espera de ese relevo al trono que figuradamente habían pretendido acelerar. Una reducida servidumbre se haría cargo de atenderles de acuerdo a su rango, aunque sin dispendios ni vistosos cortejos visibles. El aislamiento de los príncipes obligaba a una reducción del servicio asignado a su casa, en el que permanecerían, al menos, personas de probada lealtad y afecto, como el conde de Salazar, fiel ayo de Fernando, y la condesa de Montellano, camarera mayor de Bárbara. Tampoco se apartaría de ellos el fiel Domenico Scarlatti, ligado moralmente a su alumna, cualquiera que fueran las vicisitudes de su existencia.

No había ocurrido lo mismo, por desgracia, con los condes de Valdeparaíso. El enfado del rey, presionado por Isabel de Farnesio, se había extendido también hasta María Sancho Barona. Aunque la reina no podía aportar pruebas, intuía que la sagaz colaboración de esta dama había contribuido a las intrigas de Bárbara de Braganza.

Por el grado de intimidad y confianza que las unía, apartarla de la corte era una forma más de mortificar a la princesa. El conde de Valdeparaíso recibió así indicaciones de Felipe V de retirarse momentáneamente a sus posesiones de La Mancha, llevándose con él a su esposa. No era un castigo al uso, puesto que reconocía en su fiel servidor a un futuro y valioso hombre de gobierno, pero sí una llamada de atención para que tuviera mayor control sobre las perjudiciales actividades de la condesa.

La salida de su carroza desde Aranjuez en dirección a la localidad manchega de Almagro, fue un golpe duro de encajar para muchos. Por casualidad, Francisco la vio arrancar del patio posterior del palacio. En ese momento, aún no sabía bien lo que ocurría. Intuyó que algo anormal había sucedido a los condes de Valdeparaíso, puesto que se marchaban de la corte solos, abandonando intempestivamente el cortejo que había llegado en fila desde Andalucía. Alcanzó a ver también sus rostros. Don Juan Francisco iba ceñudo, enfadado y protestando; María, callada y muy seria. Francisco se percató de que ella miraba a través de los vidrios de la ventana hacia el lugar donde él se hallaba. Le pareció ver que le dedicaba un suave gesto de mano en señal de despedida, pero era evidente que no tenía ánimo para fijarse en nadie. Francisco permaneció en el sitio, paralizado por la extrañeza, hasta que la carroza se perdió en el horizonte.

La princesa Bárbara, aunque fuerte de espíritu, se sumió durante un tiempo en la más profunda tristeza. El sentimiento de añoranza de la condesa de Valdeparaíso fue notorio en los aposentos de los herederos, donde cundió el desánimo y el miedo a las represalias contra cualquiera que fuera sospechoso de haber colaborado con ellos.

Francisco se sintió igualmente afectado. A sus ojos, la corte parecía radicalmente distinta sin la presencia de esa dama que le tenía obsesionado. Se dio cuenta de que la ausencia de María Sancho Barona le dejaba en el alma una dolorosa sensación de vacío. «El verdadero amor duele cuando se marcha», le había dicho una vez Pedro y ahora comprobaba la verdad de su argumento.

Al cruzar el río Manzanares, que con la cercanía del verano ya iba escaso de agua, empezó a perfilarse la imponente mole del alcázar madrileño. Su sobriedad geométrica, en contraste con los desordenados vericuetos del palacio sevillano, pareció a Francisco más regia que nunca. Había madurado desde su niñez junto a ese austero edificio castellano y no podía evitar que su vista le sobrecogiera, una y otra vez, el alma. Las noticias sobre la inminente entrada del cortejo real se habían expandido ya por la capital y muchos ciudadanos se habían echado a la calle, inquietos, a la espera de volver a presenciar el prodigioso desfile de carrozas. Los capellanes de las iglesias esperaban el momento para dedicarle un atronador recibimiento a golpe de campanas.

Cuando se quiso dar cuenta, Francisco estaba plantado, con sus pertenencias, ante la puerta de la casa de José de Flores. Sintió la misma emoción ante su modesta fachada de yeso rojizo que ante la grandiosidad del alcázar. El cambio de ambiente y de personas, sin embargo, se le hacía raro. Tenía el estómago encogido en un puño.

Desde la plazuela cercana se reconocía el familiar olor a hierro, carbón y fragua. Aunque era notable el silencio de los martillos y los yunques, cuando en otros tiempos ese soniquete machacón y metálico imperaba en esa calle. Le dio miedo anticipar lo que iba a encontrarse dentro.

Tocó la puerta con tanta inquietud como decisión. Cerró por un momento los ojos, deseando que fuera Josefa quien abriera, aunque no estaba seguro de cuál iba a ser su reacción al encontrarla.

Así fue. Josefa abrió la puerta, pero no estaba sola. Tenía un niño de apenas un año en sus brazos. Francisco quedó enmudecido por un instante, ofuscado. La encontró como la recordaba, con su aspecto pulcro y sencillo, su rostro dulce y sereno, sus delicados ojos grises.

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