La presencia de su esposo en casa, de forma más continuada de lo acostumbrado, fue un contratiempo para la condesa de Valdeparaíso.
Se alegraba del ascenso político del conde, pero tenerlo a su lado con frecuencia le resultaba incómodo. María se veía obligada a acentuar el disimulo en algunas facetas de su vida y sentía su ansia de libertad coartada. Las visitas a su escondido laboratorio eran cada vez más distanciadas. Y aunque su relación con el marqués de la Ensenada era de momento un secreto bien guardado, temía que cualquier indiscreción pudiera delatarla y procurar un escándalo en la corte, en perjuicio de su marido.
Por el contrario, el tiempo que pasaba en palacio, acompañando a Bárbara de Braganza, era ahora más interesante que nunca. El ambiente de la corte había cambiado radicalmente. Los reyes vivían una alegre rutina diaria, en la que nunca faltaba música, baile, teatro y ópera. Fernando y Bárbara desayunaban, comían y cenaban juntos y solos, haciendo gala de su buen entendimiento íntimo. A primera hora del día, después de escuchar misa, el rey disfrutaba de media jornada de caza, mientras Bárbara pasaba la mañana enfrascada en tertulias e interesándose por la vida pública. Siempre en compañía de sus damas favoritas, recibía a embajadores, ministros y cortesanos, en el afán de conocer de primera mano los asuntos más candentes que atañían al Estado. Por la tarde, la reina se dedicaba plenamente a la música. Guiada por los grandes maestros Farinelli y Scarlatti, Bárbara había logrado un altísimo conocimiento musical y un virtuosismo extraordinario tocando el clave. No era raro que se representaran en sus habitaciones comedias a la española, en las que actuaban las más famosas actrices del reino. En estas ocasiones era frecuente que Pedro Castro apareciera en palacio como ayudante y colaborador en el montaje de escenario. Por la noche, aún después de la cena, solía haber nueva velada musical y partida de cartas, juego al que los reyes eran francamente aficionados.
En esta festiva corte de portugueses y músicos, tal como Isabel de Farnesio la había bautizado despectivamente, no iban a faltar tampoco deseos de maledicencia y venganza, sobre todo contra aquellos que ahora relumbraban a costa de hacer borrón y cuenta nueva con su vinculación al anterior reinado.
—¡Lee esto, Ensenada! —ordenó doña Bárbara al ministro que la había visitado en su salita, aprovechando que estaba acompañada por la condesa de Valdeparaíso—. Quiero una explicación y una solución inmediata.
Zenón de Somodevilla tomó de manos de la reina el papel que le entregaba. Se trataba de correspondencia diplomática llegada al embajador de Portugal, leal consejero y confidente de la soberana.
El texto hacía referencia al rumor que circulaba ya entre embajadas, dando pábulo a una posible relación amorosa entre Bárbara de Braganza y el cantante Farinelli.
—Majestad…, no sé de dónde ha podido salir semejante cosa…—dijo al terminar de leer la carta, aunque tenía sus sospechas sobre el origen del infundio.
—Su procedencia es evidente. Mi suegra está empeñada en hacernos, aun desde el destierro, todo el daño que pueda; o mejor dicho, que le dejemos hacer. No perdona a Farinelli que la abandonara, y a mí que la haya sustituido con más dignidad de la que esperaba.
Tú la conoces bien y sabes que es muy capaz de eso.
La condesa de Valdeparaíso escuchaba atenta, pensando en que esto era consecuencia del evidente favoritismo que la reina profesaba por el divo italiano. Farinelli era un hombre inteligente y resolutivo, que repitiendo el esquema de la anterior pareja real, había sabido convertirse en agente terapéutico para las melancolías de Fernando VI y hombre de confianza para Bárbara. Había asumido con éxito la dirección de las óperas y las fiestas de palacio, logrando que la corte madrileña fuera uno de los más brillantes escenarios de Europa. Contagiada del extravagante espíritu del cantante, hasta doña Bárbara, a pesar de su fealdad, vestía con extraordinaria coquetería, pompa y lujo. Aunque puestos a considerar las intrigas, para algunos lo más interesante de Farinelli, para bien y para mal, eran las muchas horas que pasaba junto a la reina y el conocimiento que esto le proporcionaba de las intimidades regias.
—Es cierto, majestad, que doña Isabel mantiene contacto epistolar con los embajadores. No hay que olvidar que hasta hace bien poco ejercía el poder a manos llenas, y adaptarse a su obligado retiro debe de estar resultándole difícil —explicó el ministro.
—No me importan sus razones. Quiero que detengas ese absurdo rumor cuanto antes. Llama a tu despacho a los embajadores y explícales que deben cortar ipso facto su comunicación con la reina viuda, puesto que no es del agrado del rey que mantengan contacto con ella. Y si alguno persiste en hacerlo a espaldas del gobierno, explícales que tendrá sus consecuencias.
—Haré como decís, pero sabéis, al igual que yo, que la información es la clave del poder y es obligación de todo embajador conseguir cuanta más mejor y del modo que sea… —razonó Ensenada.
Lo que por entonces ignoraba Bárbara de Braganza es que ella misma se había convertido en el objetivo principal del espionaje diplomático. Las principales potencias europeas estaban convencidas de que su influjo sería poderoso incluso en la política internacional, y sobre ella centraron sus redes de información. Francia e Inglaterra, inmersas en la mutua amenaza de una guerra latente, estaban deseosas de volcar a España de su lado. Los franceses confiaban en la astucia de Ensenada para contrarrestar la predisposición anglo-portuguesa de la reina; y los británicos confiaban en la privilegiada relación de Carvajal con la soberana, gracias a la sangre lusa de su familia. De esta forma, y a través de sus embajadores, el antagonismo de los dos países se trasladó a Madrid, convertido en centro neurálgico del espionaje europeo. Los intentos de soborno de ministros, damas, favoritos, secretarios y criados de toda condición estaban a la orden del día. En este mundo cortesano era importante cultivar la amistad y saber protegerse de las traiciones, siempre acechantes y repentinas.
Francisco se ocupaba de los cambios en la cerrajería del palacio de Buen Retiro, para garantizar, como siempre, el máximo de seguridad en el entorno de los reyes. Contaba ya con varios oficiales para realizar el trabajo grueso, pero le gustaba supervisar el resultado e intervenir en aquellos mecanismos secretos que sólo debía conocer el cerrajero de cámara. Se hallaba en la galería de despachos, cuando salió de uno de ellos el marqués de la Ensenada. Era media tarde y el ministro abandonaba palacio, puesto que esa noche tenía prevista una velada festiva en su propia casa. Francisco se sintió orgulloso de poder saludarle y de que el poderoso político, delante de sus oficiales, le reconociera y diera muestras de alegrarse por el encuentro.
—Barranco, ¿tienes algo que hacer cuando acabes aquí? —preguntó en tono jocoso Ensenada.
—Señor, lo habitual es que al terminar mi trabajo esté tan molido, que sólo desee regresar a casa, junto a mi mujer y mi hijo.
—Bueno, no te vendría mal un poco de diversión. Esta noche celebro una cena en mi casa. ¿Por qué no vienes? Me place mezclar personas de toda condición. Te aseguro que tu compañía puede interesarme más que la de algún rancio aristócrata…
Francisco dudó un instante sobre la conveniencia de aceptar, pero al momento vio claro que no debía dejar pasar una oportunidad tan interesante de progresar en la corte.
—Está bien, señoría. Os agradezco mucho vuestra invitación.
Allí estaré.
Cuando el cerrajero abandonó con sus oficiales el Buen Retiro, varias horas más tarde, se extrañó de encontrar luz de candiles encendida en uno de los despachos oficiales. No pudo evitar fijarse en el interior de la habitación, a través de la rendija que dejaba la puerta medio abierta. El secretario de Estado, José de Carvajal, seguía despachando papeles, junto a un fiel secretario, único capaz de soportar sus interminables jornadas de trabajo. Francisco recordó haber escuchado que a Carvajal no le gustaban las fiestas; incluso la música le molestaba. Hacía lo posible por esquivar cualquier convite y hasta se permitía el lujo de rechazar las veladas íntimas con los reyes, cuando éstos gustaban de jugar en
deshabillé,
sin pelucas, a las cartas.
Carvajal no vivía más que para el trabajo y muchos días permanecía en su despacho, abrumado por la lectura y la firma de documentos, hasta altas horas de la madrugada. Francisco sintió tanta admiración por él como lástima. No estaba seguro de que tanto esfuerzo fuera alguna vez recompensado.
La residencia del marqués de la Ensenada lucía esa noche fastuosa. Iluminada con hachones en su fachada y centenares de velas en los salones interiores, el fulgor de tanta llama la envolvía en un ambiente mágico. Francisco se había vestido con su mejor casaca de puño ancho y calzón a juego. Su atractiva apariencia estaba a la altura del prestigio que gozaba como artesano del más alto nivel en la corte.
Se mezcló con discreción entre el bullicio de damas y caballeros, tan atraído por el colorido de sus vestimentas y la pomposidad de las pelucas, que apenas se fijó en el mobiliario ni los bellos objetos que decoraban la casa. Ensenada había cogido pronto el gusto a los muebles, cuadros, tapices y alfombras valiosos. Un cuarteto de violines amenizaban con su música a los invitados desde el rellano principal de la escalera que ascendía al piso superior. Oteaba con curiosidad, sin rumbo fijo, cuando escuchó detrás de él una voz femenina que le hablaba. De inmediato la reconoció. Era la condesa de Valdeparaíso.
Lucía bella, coqueta y atractiva, como siempre.
—Qué sorpresa tan grata, Francisco. Ignoraba que ya te codearas con la célebre «farándula de don Zenón»… —le dijo con una pícara sonrisa—. Me alegro de verte…
—Gracias, condesa. El marqués insistió en invitarme, pero creo que sólo estaré un rato. La verdad es que me debo a mi trabajo.
—Si quieres un consejo, no tengas prisa por marcharte. Si te han requerido en este lugar, es por algo. Y hasta que ese algo no suceda, no debes abandonar el barco. Ensenada es zalamero y halagador, pero no hace favores a cambio de nada. Estate alerta, sospecho que van a hacerte alguna proposición…
—Una proposición… ¿de qué tipo?
—No quiero aventurarme en conjeturas. Escucho, observo, intuyo, pero no debo irme de la lengua. Sólo insisto en que tengas cuidado con lo que te comprometes —dijo María, clavando su mirada en la de Francisco, para que entendiera con el gesto que su advertencia no era en vano—. Creo que seré yo quien se retire pronto. Mi esposo ha venido por figurar y atemperar su relación con Ensenada, pero ya sabes que es leal a Carvajal y le repele este fatuo despliegue de lujo.
Después de saludar al anfitrión, nos marcharemos de inmediato.
—Condesa, últimamente hemos de despedirnos siempre tan pronto… —dijo Francisco, anhelando alargar la oportunidad de conversar con ella, tenerla cerca, escuchar su voz, contemplar sus ojos, saber con sinceridad cómo se hallaba…
—Es así, Francisco. ¿Qué otra cosa podemos hacer? —contestó con brevedad la condesa, inquieta ante la presencia en la fiesta de su esposo, su anterior amante y también el actual.
—No lo sé. Pero a veces, lo reconozco, me desespera…
—Francisco. No pienses más en ello. Medita mejor sobre lo que acabo de advertirte. Ten cuidado, por favor. Te deseo suerte…
Esta vez obviaron el protocolario gesto de adiós. Sobraba ya entre ellos. Les hacía daño tratarse con arreglo a la fría etiqueta, aunque fuera por la necesidad del disimulo. El cruce de una cálida mirada, del intercambio de un mutuo sentimiento, les servía para entender el mensaje de su tierna y cómplice despedida. Al marcharse María, Francisco siempre tardaba un rato en regresar del estado de ensoñación en que le dejaba.
Tal como la condesa le había vaticinado, antes de que pudiera darse cuenta, Francisco se encontraba en una pequeña salita, apartado del gentío que se divertía en la fiesta, hablando en confidencia con Ensenada y Miguel de Goyeneche, también presente en el ágape.
Defenestrado el marqués de Villarías, el financiero se había sumado con gran pragmatismo a la camarilla de don Zenón, puesto que éste parecía el más interesado en fomentar desde el gobierno su proyecto industrial sobre el acero. El marqués de la Ensenada quería obtener de Francisco el compromiso firme a formar parte de su red de colaboradores. Uno de los éxitos del poderoso ministro había sido la creación de su propio partido de leales, hombres conocidos como las «hechuras de Ensenada», seguidores de su política hasta las últimas consecuencias. En ese núcleo figuraba Agustín Pablo de Ordeñana, su mano derecha, pero también otros miembros de secretarías y consejos, el propio Farinelli o el padre Rávago, confesor de Fernando VI.
Junto a ellos, algunos jesuitas ilustres, personal de embajadas, oficinas de correos, ingenieros y científicos. También damas de alcurnia, como las marquesas de Salas, de Torrecuso, de González-Grigny y de la Torrecilla, sumadas a la condesa de Valdeparaíso. Cada uno de ellos dispuestos al espionaje y el soborno, con el fin de mantener a Ensenada en el gobierno y lograr sus objetivos políticos.
La colaboración de Francisco Barranco, por la curiosa relevancia de su cargo de cerrajero en palacio, era una aportación nada desdeñable a esta facción. Con facilidad le convencieron. Jamás imaginó Francisco las tormentosas consecuencias que traería el entregarse de tal modo a la intriga política.