El cerrajero del rey (66 page)

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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

No tardaron en darle recado de que acudiera al despacho ministerial. Cuando Francisco entró por la puerta, se dio cuenta de que el marqués de la Ensenada se encontraba esa mañana alterado, algo raro en él considerando la solidez de su carácter.

A través de sus embajadores, España estaba presente en La Haya negociando un tratado de paz entre las principales potencias, con el fin de acabar de una vez con la guerra que desangraba Europa desde hacía varias décadas. Las decisiones que empezaban a tomarse allí no eran favorables para este reino y el ministro se quejaba a sus secretarios de las pobres gestiones diplomáticas que, a su parecer, estaba dirigiendo Carvajal, secretario de Estado. Por mala fortuna, además, uno de sus ayudantes había extraviado el manojo de llaves que abrían baúles y armarios repletos de documentación que se guardaba en el despacho.

—Francisco, por lo que más quieras, arregla este desaguisado cuanto antes —le había suplicado Ensenada—. Descerraja lo que haga falta y vuelve a instalar cerraduras de máxima seguridad donde sea necesario. Lo mejor que tu invención sea capaz de crear. No me importa el coste, pero sí la celeridad de ejecución. A veces el contratiempo más absurdo puede arruinar un importante día de trabajo.

Mientras el ministro arreciaba con sus quejas, avergonzando al causante del fatal descuido, Francisco ya había empezado a faenar, concentrado en cumplir con presteza la labor encomendada. Le dejaron solo en el despacho, puesto que nada podía hacerse hasta que la documentación archivada estuviera disponible.

Armado con un potente berbiquí, practicó agujeros en armarios que parecían infranqueables, introduciendo a través de ellos ganzúas con las cuales el cerrajero descorrió pestillos con una facilidad impensable. Así fue dejando al descubierto, cerradura tras cerradura, toda la documentación de Estado, apilada en montones de informes atados con cintas y libros de baquetilla con lomos cosidos burdamente a mano. Se afanó por último en un arcón de madera y hierro. Logró abrir su pesada tapa y se extrañó de encontrar dentro de él los papeles revueltos, como si alguien los hubiera apilado allí con prisa, sin orden ni concierto. Entre ellos, llamó su atención un manojo de cartas. Una de ellas decía:
«Mi señor dueño y amigo, 047.65.0236.99.71/ 546.8492.078/ 220.45.26.994. Beso las manos de vuestra merced. Su más atento y obligado servidor. Al señor don Agustín de Ordeñana».
Se trataba de una carta cifrada. Francisco jamás había tenido a su vista un documento así y le pareció muy curioso. Al lado de ésta había otra, que si bien a primera lectura parecía una carta rutinaria, fijándose después en el papel se apreciaba que entre líneas existía otro texto apenas perceptible. Se aseguró de que nadie andaba por el pasillo exterior. Tomó el papel en sus manos y lo puso al contraluz de una ventana. Curiosamente, cuanto más iluminado estaba, peor se leía el texto oculto, aunque con dificultad pudo apreciar que en una frase se incluía la palabra «Valdeparaíso». Sin pensarlo dos veces, se lo guardó por dentro de la camisa.

Esa misma tarde Francisco se presentó en casa de la condesa. Antes de atreverse a entrar, preguntó a la doncella Teresa por el conde y ella le contestó que había salido de caza, acompañando al rey, al real sitio de El Pardo. Sintió alivio de que así fuera, porque en realidad no pretendía visitarle a él. Le pidió entonces que avisara a su señora, pero al rato volvió Teresa con la orden de hacerle pasar directamente al laboratorio de alquimia. María Sancho Barona había aprovechado la ausencia de su esposo y su desvinculación esa tarde al servicio de palacio, para entregarse a las destilaciones de plantas y fabricación de ungüentos.

Encontrarse de nuevo en el ambiente de aquel pequeño cuarto, personalísimo y especial, le sensibilizó a Francisco de golpe los sentidos. Con su penumbra y las luces de las velas, el laboratorio de alquimia pareció de repente un íntimo refugio para amores furtivos.

Aquel lugar ofrecía la soledad necesaria para hablar con libertad, ajenos a los ojos de nadie, y demostrarse los sentimientos que a cada uno afloraran.

El recibimiento de la condesa le pilló por sorpresa. Al verle franquear la pequeña puerta, María avanzó sin titubear hacia él. Ese día estaba impulsiva, tenía ganas de libertad. Se abrazó a él sin miramientos y tras un instante de sentir sus cuerpos, se besaron en los labios tiernamente. La inesperada efusividad de la dama dejó a Francisco anonadado. Radiantes, rieron juntos. En esta valiosa intimidad, junto a él, la condesa rebosaba felicidad y sosiego. En el laboratorio encajaba mejor la refinada sensibilidad de su carácter que en cualquier fulgurante salón palaciego.

Consciente del valor de cada minuto que estaba junto a la condesa y la necesidad imperiosa de no desperdiciarlos, Francisco pasó con premura a contarle el motivo de su visita. Relató su ocupación de esa mañana y el encuentro fortuito de la extraña carta, que traía escondida y entregó a la condesa para su lectura. María le aplicó la luz de una vela, pero se percató, al igual que le había pasado al cerrajero, de que el fulgor de la llama hacía desaparecer las letras.

—Creo tener una ligera noción del método que han empleado para ocultar la información —dijo la condesa, excitada ante el reto que se le presentaba delante, mientras hurgaba con prisa entre sus libros ordenados en los estantes.

Cogió uno, titulado
Secretos de artes liberales y mecánicas,
y pasó páginas hasta encontrar lo que buscaba.

—¡Mira! Fíjate en esta receta: «Letras que sólo se pueden leer de noche». Dice que mezclando hiel de ranas, madera podrida de sauces y escamas de peces a partes iguales, machacando todo en polvo y unido a una clara de huevo, se forma un ungüento líquido que resulta una especie de fósforo natural con el cual se puede escribir en papel y paredes, de forma que únicamente será leído en la más absoluta oscuridad —explicó María, a medida que iba consultando el tomo—. ¡Probemos a leerla a oscuras!

Cerraron las contraventanas de madera de un pequeño ventanuco por donde se filtraban los rayos de sol y Francisco tapó con su chaquetilla las rendijas de la puerta. En la negrura del cuarto, las letras del documento empezaron a relucir. Juntos, rostro con rostro, se apresuraron a descifrar con avidez el texto.

Se trataba de la información que dirigía al marqués de la Ensenada una mujer anónima, pero a la que le unía sin duda una estrecha confianza. Relataba las actividades, conversaciones, compañías y hasta los gestos que se le habían visto hacer a la condesa de Valdeparaíso. Era evidente. María estaba siendo espiada por encargo de su amante, el poderoso ministro.

—El trasfondo de intrigas en que se mueve esta corte da miedo… —reconoció la condesa, cuyo gesto serio denotaba la preocupación que de repente se había instalado en su mente.

—María, estáis en peligro. ¿Tenéis idea de quién puede estar vigilándoos desde tan cerca? —preguntó muy intranquilo Francisco.

—La autoría de la carta puede deberse a cualquiera de las damas que beben los vientos por Ensenada; las que le auparon a lo más alto y lo protegen.

—¿Ensenada? ¿Insinuáis que el ministro ha encargado que alguien os espíe?

—Sí. Seguro que se trata de él.

—¿Y por qué habría de hacerlo? —dijo Francisco, silenciando que sabía que Ensenada era su amante.

—Por el interés de mi lugar en la corte junto a doña Bárbara y por la definición política de mi esposo, del lado de Carvajal, su opositor.

—Y esa dama que os espía, ¿puede ser la marquesa de la Torrecilla?

—Te veo bien informado… Bien podría ser ella, doña Eugenia Rodríguez de los Ríos —dijo María en tono pomposamente burlesco—. La esposa del marqués de la Torrecilla y dama de honor de la reina. Sí, claro que será ella. Ha sido amante casual de Ensenada y no me perdona que su hombre galante la sustituya por mí.

María se dio cuenta de que acababa de confesar abiertamente a Francisco la existencia de su relación con el ministro. Ingenua, pensaba que ése era un secreto bien guardado entre Ensenada y ella, por el interés de ambos. Ignoraba que el orgulloso don Zenón se había jactado de su conquista en otros ambientes, como aquel día en que se lo comunicó a Miguel de Goyeneche, en presencia del cerrajero.

—Francisco, creo que eres consciente de lo que acabo de revelarte. Sí. Hace tiempo que formo parte de la intimidad de Ensenada.

Te ruego, por favor, que esa noticia jamás salga de estas cuatro paredes.

El cerrajero dudó por un instante la conveniencia de contarle que el supuesto secreto íntimo no lo era tanto, puesto que el propio ministro la traicionaba, alardeando de ella como un trofeo. Prefirió callar de momento, tragándose la inquina de los celos, pero movido por la intención de no provocar ningún daño en el ánimo de María.

—Podéis confiar en mí. Yo jamás os traicionaría. Lo juro —aseveró con emocionada firmeza—. Pero, María, ¿por qué lo hacéis?

Creo que esa relación no puede aportaros más que angustia, presión y sufrimiento. Se percibe en vuestro ánimo. ¿Un amante que os espía? ¿Es sólo por intereses políticos? Me resisto a aceptar que una mujer de vuestras cualidades se deje manipular de esa manera. Pensad bien lo que hacéis. En cada relación vacía, se pierde algo del alma y el corazón de uno.

Las palabras de Francisco afectaron de lleno a la condesa. Bajó los ojos, como avergonzada, y pareció meditar durante unos segundos. Ella misma se reconocía una mujer cada vez más infeliz ante las incongruencias de su vida; las diferencias insalvables entre lo que sentía, pensaba, decía y hacía; entre su delicado mundo interior y el frívolo y pragmático externo. A estas alturas, no se sentía capaz, sin embargo, de desenredar sola la madeja de su vida; de diferenciar entre el bien y el mal, entre lo que le hacía bien y lo que arañaba su espíritu; entre quien la amaba y quien buscaba únicamente aprovecharse de sus influencias. Ante su confusión, dolorida por no poder disfrutar en su vida de un amor verdadero, María optaba por esconderse bajo su frívolo papel de cortesana, como si fuera la actriz de un teatro. Endurecía a ratos su corazón para no sufrir por los desengaños.

—La corte tiene sus propias leyes y sólo yo sé por qué lo hago —contestó sumida ahora en ese papel, que tanto desconcertaba a Francisco—. De cualquier forma, volviendo a la marquesa de la Torrecilla, tengo entendido que está enferma de tisis y más pronto que tarde asistiremos a su entierro. Mientras tanto, estoy segura que se sirve de cualquier persona de mi servicio para espiarme. Mi esposo, el conde de Valdeparaíso es hombre de Carvajal, y en cierto sentido es lógico que los ensenadistas no se fíen de mis intenciones. Yo misma podría estar pasando información comprometida…

—¿Lo hacéis…? —le siguió la corriente.

—No. No lo hago. Me gustan las ideas de Ensenada y las personas que más aprecio, están de ese lado… Quizás de quien deba protegerme en el futuro será de la camarilla contraria; mi propio marido y todos los que están por debajo. Quién sabe en qué terminará tanta estrategia oculta y tanto espionaje.

—Estáis en lo cierto. Creo que todos debemos vigilar bien nuestros actos.

—No nos pongamos trascendentales, Francisco. Sigamos con nuestras investigaciones. Con Goyeneche y Ensenada como aliados, tu progreso, tus proyectos, que son los suyos, están asegurados.

—Si así lo queréis… No soy más que un peón sometido a vuestros designios.

—Sí. Así lo deseo, Francisco. Perdóname mis bruscos cambios.

Ni siquiera yo me entiendo a veces —se quejó de sí misma, compungida.

—Quizás sea la única persona a quien no necesitáis dar explicaciones. No soy quien para exigirlas. Si alguna vez os doy mi opinión, será desde mi modestia y por vuestro bien. Y siempre con el amor que os profeso. Lo siento, si mis palabras suenan a veces atrevidas. Yo no cambio, son las circunstancias, vuestras circunstancias, las que se transforman.

—Lo sé, Francisco, lo sé —contestó María, con la zozobra reflejada en su cara.

—Me tendréis siempre a vuestro lado.

—Gracias. También lo sé. Aunque debo ser capaz de arreglármelas yo sola.

María alargó la mano para que se despidiera protocolariamente y Francisco se la besó con la admiración de siempre. El contraste entre el ardoroso recibimiento y la tibia despedida no era más que el símbolo de su especial relación, acotada entre los límites de lo anhelado y lo imposible. Francisco no pensaba renunciar a nada: ni a la amorosa mujer ni a la altiva condesa, que, dependiendo del día y del momento, sabía ser María Sancho Barona. Cuando salió a la calle se dio cuenta de que otra vez, tras su encuentro con la ella, iba sumido en el más emocionante desconcierto.

Esa alianza entre dos caballeros de igual inteligencia, empuje y protagonismo fue pronto fructífera. Con el cambio de reinado, Miguel de Goyeneche, conde de Saceda, también había abandonado a Isabel de Farnesio y traspasado el cargo de tesorero real a un pariente.

No lamentaba la cesión del puesto. Cerca de la reina viuda no tenía ya progresión política y en verdad sus negocios propios necesitaban de mayor atención, si es que no quería arruinarlos. Además, otros familiares más jóvenes, sus primos Tomás y Pedro de Goyeneche, habían sido nombrados para la tesorería de la obra de palacio, apuntalando el dominio de esta familia sobre las finanzas de la casa real.

Miguel se sentía recientemente fascinado por el emergente negocio editorial. Correspondiendo a la oferta de otros dos modestos socios, acababa de fundar una pequeña compañía para la edición de libros.
La vida de Santo Domingo de Guzmán,
impresa en 1747, era su primera publicación. Esperaba obtener de esta actividad pingües beneficios. Pero nada le quitaba más el sueño que la dirección y gestión de su afamada
Gaceta de Madrid.
La condición de este periódico, adquirida desde el siglo anterior, de ser el principal vehículo de las noticias oficiales del gobierno, lo había convertido en la forma más poderosa de propaganda del Estado. Con una tirada que alcanzaba ya los doce mil ejemplares, se repartía por toda España y las colonias americanas. Aunque su público se reducía a las personas letradas, era indudable que éstas eran las protagonistas de la vida social, económica y política del país. Por esa razón,
La
Gaceta de Madrid
era no sólo un poderoso instrumento de expansión de la cultura, sino también una eficaz herramienta de control político.

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