Francisco probó, una y otra vez, en los trabajos de las fraguas reales, con los pequeños tochos de acero resultantes de sus experimentos, pero ninguno le ofreció de momento el resultado apetecido. Sentía que la fórmula adecuada se le esfumaba entre los dedos; quizás la tenía sin darse cuenta delante de sus narices, pero seguía, de una forma tozuda, estando pendiente de hallarla.
El nuevo palacio real comenzaba a asombrar al pueblo de Madrid. En el otoño de 1748, dos de sus plantas principales eran ya visibles. La elegante apariencia de su fachada blanquecina se imponía sin duda sobre el variopinto conjunto de edificios de color rojizo, que habían caracterizado a la anterior dinastía de los Austrias. En este estadio de la construcción, el enorme bloque palaciego se consolidaba como el orgulloso símbolo de los Borbones.
Fernando VI y Bárbara de Braganza deseaban habitarlo cuanto antes. No importaba que la edificación estuviera aún en plena actividad, que el inmenso solar donde se asentaba fuera un hormiguero de trabajadores de múltiples oficios, trajinando aquí y allá con enorme bullicio. El ruido de los carromatos transportando materiales, las poleas y pescantes subiendo losas de granito, el machaqueo sobre la cantería o el tintineo de los hierros era el sonido que a diario imperaba en la obra y el extenso barrio de su entorno. Por la proximidad de su casa, esos ruidos formaban parte de la vida cotidiana de Francisco Barranco desde hacía doce años. Acostumbrarse no había sido del todo fácil.
El cerrajero se espantó por ello al recibir la noticia de que los reyes ordenaban el arreglo de unas habitaciones en la planta baja, para residir allí algunos días y disfrutar de cerca del alzamiento del palacio. Fernando VI se ilusionó con la idea de poder inaugurar ya su nueva residencia regia. Y decidió encargar a Francisco Barranco la elaboración de dos llaves únicas, especiales y conmemorativas, para uso exclusivo de los reyes en estos aposentos. Dos llaves elaboradas en hierro y oro, recubiertas de ciento ochenta diamantes enmarcando los retratos de Fernando y Bárbara en su empuñadura. Eran las piezas más exquisitas que jamás se le habían solicitado; dos verdaderas joyas, como las muchas que al soberano le gustaba regalar a su esposa. Por extraño que pareciera el encargo, Francisco tuvo que introducir entre sus pesados quehaceres de fragua este refinado trabajo, que sólo podía salir de la delicadeza de sus manos, en conjunción con un joyero y un miniaturista de la real casa. Soñaba, como todo artista a las órdenes reales, con obtener el reconocimiento de los soberanos. En medio de este sueño, sin embargo, le iban a sorprender los sucesos más agrios de su vida.
Era ya cerca del mediodía, cuando Ensenada repasaba en su despacho la documentación de sus ministerios. Tras estudiar los fajos de informes y minutas oficiales, dedicaba tiempo a abrir con discreción la correspondencia cifrada que le llegaba, por vía secreta, de sus múltiples enviados a Europa en misiones de espionaje industrial. Tenía un secretario de confianza asignado a la prolija labor de ir descifrando los textos, con la hoja de claves a la vista. A veces se entretenía él mismo en esa tarea, por el mero placer de ejercitarse en códigos encriptados e ir desvelando la ansiada información que esperaba de sus comisionados.
Llamaron a la puerta, y tras camuflar algunos papeles comprometidos bajo los dosieres de gobierno, dio permiso para entrar a quien esperaba fuera. Asomó en la habitación Enrique Solís, otro de sus secretarios.
—Excelencia, me he encontrado perdidos por estos pasillos a dos señores extranjeros, dicen que recién llegados de Francia. Uno de ellos chapurrea español y he creído entenderle que su compañero viene contratado por el gobierno español. Pregunta por el señor Carvajal, pero su excelencia no está en el despacho… —explicó, un tanto aturdido.
Sorprendido por la extraña circunstancia de aquellos caballeros, Ensenada decidió aprovechar la ausencia de Carvajal para indagar sobre los detalles de ese supuesto contrato.
—Hazlos pasar, Solís. Los atenderé personalmente —ordenó el ministro, que estaba dispuesto a someterlos a un velado interrogatorio—. ¿Y bien? ¿A quién debo el honor de esta visita?
En un mediocre español, el primer caballero, un hombre grueso, de aspecto seboso y cansado, gran papada y ojos hinchados, inició las presentaciones. Se llamaba Antoine Berger y era natural de Lyon, aunque ejercía su profesión de comerciante en la ciudad de París. Era la primera vez que ponía pie en la corte española y no tenía el honor de conocer a los ministros de su gobierno, pero recordó a Ensenada que llevaba varios años ejerciendo de mediador entre París y Madrid, en las más variadas transacciones comerciales que el señor Carvajal le había encargado.
—Cierto. Ahora recuerdo. Estoy al tanto de todas ellas —mintió Ensenada, para que Berger siguiera hablando confiado.
El comerciante añadió que esta vez había querido acompañar en persona a Jean Baptiste Platón, el caballero que venía junto a él, afamado maestro cerrajero que el señor Carvajal, con tanto interés, había contratado. El mencionado Platón, enjuto, moreno y de rostro afilado, al escuchar su nombre, bajó la cabeza cortésmente en señal de respeto, pero su mirada aguda y desafiante desagradó sobremanera a Ensenada. El señor Carvajal, prosiguió Berger, le había prometido que cuando llegaran a Madrid les reintegraría de inmediato los catorce mil reales que había costado el viaje, y a su vez les adelantaría lo suficiente para que Platón pudiera ordenar el traslado de su mujer e hijos a esa corte. Era urgente cobrar lo pactado. habían contraído deudas en las posadas del camino y el alquiler de carruajes. Tampoco sabían, al llegar a Madrid, dónde debían aposentarse. Por lo tanto, necesitaban ver al secretario de Estado cuanto antes.
—¿Así que el señor Platón piensa instalarse en Madrid por mucho tiempo? ¿Y por alguna razón en concreto? —preguntó sibilinamente Ensenada.
Algo hizo desconfiar a Berger de las preguntas, quizás porque venía advertido de que debía ser extremadamente discreto en su misión. Pensó que ya había hablado demasiado. Incómodo por la situación, pidió de forma cortante que le indicaran dónde podía encontrar al señor Carvajal.
—Está bien, no hay problema. Mi secretario Solís les acompañará a buscar a un ayudante del ministro, que seguro se hará cargo de su llegada. Supongo que nos volveremos a ver. Ha sido un placer, señores —les despidió Ensenada, que quedó en su despacho analizando la conversación.
Cuando el secretario Solís regresó al cabo de un rato, Ensenada era ya un volcán de ideas, preguntas y órdenes.
—No me gusta nada ese tal Platón; me da mala espina. ¿Para qué diantres habrá contratado Carvajal a un maestro cerrajero francés? ¿Por qué no se me ha informado de este asunto? Es necesario enterarse bien de quién es Platón. Solís, encárgate de que el maestro Barranco esté al corriente de esta circunstancia.
Antes de que Francisco tuviera tiempo de asimilar la noticia, Jean Baptiste Platón se había hecho dueño y señor de las obras de hierro y las reales fraguas de palacio. Su repentina aparición y la férrea protección del arquitecto Sacchetti y del secretario de Estado habían pillado desprevenidos a Barranco y sus promotores. Las piezas del puzzle comenzaban a encajarle. Estaba claro que el acoso y las críticas a su gestión como director de fraguas que sufría desde hacía tiempo se debían a una meditada estrategia para minar su prestigio y justificar su relevo por otro maestro, que seguramente venía ya aleccionado y conchabado con la camarilla de Carvajal.
Con toda celeridad, Platón fue acomodado en una céntrica casa y se le facilitó el alquiler de un taller, bien surtido de oficiales, herramientas y hierro. Se esperaba que presentara cuanto antes nuevas ideas para las obras de palacio. Los bajos precios que empezó a presupuestar suponían una atroz competencia para Barranco.
—Es imposible que de esa forma obtenga beneficios. No debe quedarle margen ni para comprar el hierro que emplea en cada pieza —se quejaba amargamente Francisco ante Miguel de Goyeneche y Ensenada, con quienes se había reunido en casa del financiero para tratar con urgencia el asunto—. Desde intendencia me están obligando a presentar una comparativa de costes en directa rivalidad con este Platón. Estoy convencido de que el presupuesto que da es falso y de que le suministran información privilegiada para que sus cifras queden siempre por debajo de las mías.
—No es descabellado pensar que Carvajal le esté subvencionando bajo cuerda —apuntó Goyeneche.
—La verdad es que lo tienes difícil, Barranco —añadió el ministro—. Es evidente que hay mucho interés en enfrentarte a Platón, convertiros en enemigos y competidores. Me consta que el francés tiene grandes conocimientos del mundo del hierro y que ha presentado a Carvajal los planos para la construcción de unas nuevas y extraordinarias fraguas en palacio, que han bautizado como el real martinete, que superarán con creces todo lo que hemos conocido hasta la fecha.
—¿Quieres decir, Zenón, que a Carvajal también le interesa hacernos la competencia en esto del hierro? —preguntó con asombro Goyeneche—. Siempre le creí un hombre honrado y carente de enrevesamientos políticos.
—Ya sabes que en política es difícil entrar honrado y no salir pervertido. Es la condición intrínseca de manejar poder y ostentar un cargo —contestó con sorna Ensenada—. De todas formas, no quiero criticar a Carvajal. Tenemos un acuerdo tácito de mutuo respeto, aunque nuestras ideas difieran. Es probable que en este asunto él crea estar actuando en beneficio del Estado. Pero es del propio Platón de quien no me fío. Conocemos poco acerca de él, y en estos tiempos es obligado saberlo todo de todos… y cuanto más, mejor.
Abrumado sobre su incierto futuro, Francisco pensó en acudir por iniciativa propia a la protección de la reina, a través de la mediación de la condesa de Valdeparaíso. No en vano él siempre había respondido fielmente a la llamada de las dos damas cuando habían necesitado sus servicios en cuestiones comprometidas. Pero la suerte parecía haberle dado repentinamente la espalda. Se decidió a acudir una tarde a casa de la condesa, con el fin de exponerle su problema, pero ésta se hallaba ausente y no volvería, según le explicó la doncella, hasta ya entrada la noche. María Sancho Barona era asidua a la tertulia femenina de más prestigio en la corte: la llamada «Academia del buen gusto», recientemente fundada en casa de la condesa de Lemos, doña Josefa de Zúñiga. En sus salones se hacía realidad la máxima del pensador francés Montesquieu, de que la libertad de las mujeres medía el grado de desarrollo y libertad de una cultura.
En aquel palacio, situado en la calle del Turco, rodeado de bellos jardines, decorado en su interior con pinturas de carácter mitológico y estatuas de musas y dioses de la Antigüedad, y presidido por una impresionante biblioteca, se daba cita la gente más culta de aquel tiempo, junto a la flor y nata de la aristocracia. Entre taza y taza de exquisito chocolate caliente, se hablaba fundamentalmente de poesía y literatura. La condesa de Lemos, que acababa de contraer segundo matrimonio con Nicolás de Carvajal, hermano del secretario de Estado, presidía las sesiones, dominaba la tertulia y se encargaba de levantar el acta correspondiente. Aunque la literatura no era su especialidad, la condesa de Valdeparaíso era muy valorada en estas veladas, tanto por su alta posición en la corte como por la aportación de sus ingeniosas opiniones.
Pasada una semana, Francisco insistió otro día en visitar a la condesa, pero también la halló ausente. Esta vez se había marchado por tiempo indefinido al palacio de Aranjuez, acompañando a Bárbara de Braganza. El viaje, surgido de forma intempestiva e inesperada, se debía a la creciente mala salud de la reina. Doña Bárbara había empezado a estar aquejada de continuas y agudas crisis asmáticas. Los ahogos la hacían sufrir mucho y le causaban una ansiedad insoportable. Los repentinos cambios de aires parecían beneficiarle.
Fernando VI, que adoraba a su esposa por encima incluso del reinado, estaba a su vez muy angustiado. Había solicitado con urgencia una consulta generalizada a los mejores médicos de Europa. El diagnóstico coincidía en todos ellos: era indudable que la reina padecía asma, pero el tratamiento recomendado por unos y otros difería de tal modo que era imposible discernir cuál sería el más adecuado. Si el doctor Sera, de Salamanca, proponía sangrarla, aplicarle baños de pies y someterla a un estricto régimen vegetariano, los doctores Wilmot y Conell, de Holanda, le recetaban la ingesta de píldoras de amoniaco y sulfuro. Los médicos de Versalles, a quien también se había pedido opinión, por el contrario, eludían pronunciarse porque en el fondo se deseaba allí que Bárbara muriera cuanto antes, para que una Borbón francesa la sustituyera como consorte de Fernando VI en el trono de España.
Las ausencias de la condesa de Valdeparaíso, por todas estas razones, retrasaron fatalmente el que Francisco pudiera solicitar protección regia ante la evidente amenaza de su desplazamiento como cerrajero principal de palacio.
Pese a todo, Jean Baptiste Platón no iba a ser ni mucho menos el único extranjero que viniera, en este crucial momento, a perturbar la tranquilidad social de la corte. La neutralidad española suponía un inquietante problema en el estado de guerra latente entre algunos países, y Madrid se había convertido por ese motivo en objetivo diplomático de primer orden. Los más hábiles embajadores de cada nación comenzaron a hacer acto de presencia, y todos estaban enredados, consciente e inconscientemente, por los hilos de una misma trama.