Desde que Goyeneche contrajo matrimonio, las visitas de Francisco a su biblioteca se habían interrumpido. El carácter del caballero había ido cambiando mucho en los últimos años, conforme se había visto acuciado por sus responsabilidades en los negocios y la dificultad de sacarlos adelante. Era probable que su relación matrimonial con Antonia de Indaburu, aunque beneficiosa desde el punto de vista patrimonial, no le resultara tan placentera como la había imaginado en sus inicios.
Francisco se presentaba desganado a esta cita, temeroso de que la tensión acumulada por los últimos acontecimientos hiciera el encuentro poco agradable. Al llegar frente a él y saludarle, además, se dio cuenta de que Goyeneche tenía al lado una mesita con un vaso y una botella casi vacía de un refinado licor. Quizás había bebido demasiado esa tarde y pronto se iba a notar en la imprudencia de sus palabras.
—Barranco, tú también debes empezar a tomar cartas en el asunto —exigió Miguel de Goyeneche al cerrajero.
—No sé a qué os referís —contestó Francisco—. Creo que yo me he implicado tanto o más que nadie en nuestro proyecto del acero. En cierto modo, soy el principal perjudicado de que no prospere como desearíamos.
—Ha sido una gran decepción que la condesa de Valdeparaíso no haya logrado ante su esposo la mediación que le pedí —criticó el caballero.
—Estoy seguro de que habrá hecho todo lo posible. La condesa cumple siempre en todo cuanto se compromete —la defendió Francisco.
—Esta vez me huelo que no ha puesto suficiente interés. Creo que deberíamos insistir en que influya en palacio a nuestro favor.
Es indudable que podría hacer más —siguió insistiendo Goyeneche, cada vez con peor consideración hacia la dama—. Es más, creo que esta vez debes ser tú quien la presione…
—¿Yo? No, señor, yo jamás haría eso. Es indecente presionarla de esa manera.
—¿Por qué no, Barranco? Tienes armas personales suficientes para convencerla por las buenas o intimidarla por las malas, ¿no es así? —dijo con ironía, rellenando de nuevo el vaso de licor.
—Perdonad mi atrevimiento, pero no me gusta el derrotero que ha tomado esta conversación, ni tampoco me gusta la forma en que parecéis estar tratando de chantajear a una dama por cuestiones personales…
—Claro, cerrajero, has cometido el error de implicarte íntimamente con ella y a costa de ello vas a hacer dejación de tu compromiso con el negocio del hierro.
—No sé a qué os referís exactamente —mintió Francisco, tratando de proteger sobre todo la dignidad de la condesa—, pero estáis hablando de una manera muy dura e injusta, incluso con calumnias.
—¿Calumnias? Tú sabes que estoy en lo cierto, cerrajero. No es tiempo de delicadezas —contestó tajante el financiero, tragando de golpe un gran sorbo de licor—. Creo que debes elegir: o estás conmigo y nuestro negocio, en cuyo caso cualquier método para lograr el fin es válido; o estás con tu damisela, y entonces tendré que augurarte un dramático final. ¿Qué crees que pensaría la corte si se supiera que el chichisbeo de la condesa de Valdeparaíso es Barranco, el cerrajero del rey, un artesano?
Indignado por el comentario, Francisco se levantó del sillón donde el caballero le había invitado a sentarse, en la sala de libros que tantas veces le había servido de escuela y refugio intelectual.
—Don Miguel, no quiero ser descortés, pero creo que ha llegado el momento de marcharme. Sé que mi posición social me impide en este momento decir nada inconveniente. Descuidad, conozco bien mi condición de artesano, pero tengo mi dignidad. Y creo que nuestra ya vieja relación y consolidado afecto no merece la deriva que ha tomado este asunto. Más nos vale reflexionar. Con vuestro permiso… me retiro.
—Eso, márchate, Barranco. Ya vendrás a suplicarme apoyo y protección —le espetó el financiero, poniendo fin de una manera desabrida al encuentro.
Francisco marchó de regreso al hogar, atravesando la Puerta del Sol, apesadumbrado y cabizbajo. Conforme caminaba, despacio, iba tratando de encontrar explicación al cúmulo de decepciones que se empeñaban ahora en martillearle su mente. Desconocía de qué manera había descubierto Goyeneche su relación con la condesa, pero aunque así fuera, no acertaba a comprender la hiriente reacción de ese caballero que siempre había sido brillante, simpático y humanamente protector con él, y para quien María Sancho Barona era una cuestión olvidada y ya del pasado. Para entenderlo, Francisco quizás hubiera debido conocer el insoportable boicot que, a su vez, Goyeneche estaba sufriendo por parte del nuevo gobierno.
Para justificar su sombrío ascenso a la secretaría de Estado, Ricardo Wall tenía la obsesión de hacerse valer y respetar cuanto antes y de una forma contundente. Necesitaba provocar golpes de autoridad que dejaran claro a sus enemigos que ahora era él quien mandaba en la política del reino. La persecución contra los antiguos leales al marqués de la Ensenada, que todavía poblaban discretamente la corte, era en él una fijación casi obsesiva. Entre éstos, Miguel de Goyeneche era uno de los que tenía en el punto de mira. Ningún documento había podido imputarle delito financiero alguno, pero Wall estaba convencido de su implicación en negocios turbios. Contra él volcó toda su inquina. Y lo hizo atacando su actividad económica más saneada y querida: la impresión de
La Gaceta de Madrid,
con la intención de arrebatarle la propiedad y el privilegio de edición que otorgaba la Corona.
Una astuta campaña de descrédito contra
La Gaceta de Madrid
fue hábilmente orquestada desde los despachos de Ricardo Wall. El censor oficial del Estado, marqués de la Regalía, fue encargado de revisar con lupa cada noticia, cada frase, cada palabra de más o de menos que Goyeneche publicaba. Con inusitado puntillismo, se obligaba continuamente a la reimpresión de sus páginas, cada vez que éstas presentaban un trastoque de letras, un término poco adecuado a gusto del censor o un fallo en la traducción de noticias internacionales. Cualquier descuido en la información que se vertía sobre la familia real, la ausencia o presencia equivocada de alguno de sus miembros en la nota redactada, servía para criticar al periódico de intolerable falta de rigor. Obstáculos que poco a poco fueron mermando los casi ochenta mil reales de beneficio que propiciaba esta publicación y fueron convenciendo con sutilidad a Fernando VI de la falta de calidad en que había decaído este periódico semioficial, pero en manos privadas. Las intenciones de Wall, para Miguel de Goyeneche, estaban claras: arruinar su prestigio como editor y expropiarle
La Gaceta de Madrid.
Era obvio, que mientras fuera jefe de gobierno, no iba a parar hasta conseguirlo.
Félix Monsiono se sentía satisfecho de haber logrado violar la privacidad de Francisco. La revisión de su taller, de las novedades acumuladas allí en la experimentación con el hierro, y de todos sus documentos, había sido tarea más fácil de lo que jamás hubiera pensado.
Exigía a la pobre Manuela, con sus malos modos de costumbre, que siguiera visitando a Josefa y recuperara el vínculo de afecto entre hermanas, con el fin de facilitarle a él caminos de aproximación a su cuñado. Pero Josefa se había visto en la dolorosa tesitura de prohibirle a Manuela las visitas, después de comprobar que los recientes encuentros con ella habían sido un engaño para favorecer las maldades de Félix. Con gran dolor de corazón, puesto que siempre se había sentido responsable en conciencia del cuidado de su hermana tullida, Josefa tomó la decisión de romper su relación con Manuela para siempre.
De entre los documentos leídos y copiados, Félix había extraído información interesante. Lo más valioso para sus intenciones: el nombre de la condesa de Valdeparaíso, asociado a algunas notas, con fechas y explicaciones en torno a determinados símbolos alquímicos que tenían relación con el hierro.
—Justo lo que buscaba… —musitó el mal encarado maestro al leer el nombre de la dama.
El hallazgo de esta nota le hizo pensar que el viejo libro manuscrito de los Flores estaba en poder de la condesa. No alcanzaba a determinar la forma en que el tomo, enterrado por él en los jardines del alcázar, había caído a manos de aquella señora. Parecía evidente, sin embargo, que si ella tenía conocimiento de los dibujos que el libro contenía, era porque éste estaba bajo su custodia. No pasaba por la cabeza de Félix el que Francisco hubiera podido copiar un lejano día esos dibujos en una hoja de papel, y el que la condesa de Valdeparaíso jamás hubiera visto en realidad el famoso tratado. Su falso convencimiento iba a tener graves consecuencias para María Sancho Barona.
A partir de entonces, localizar y espiar a la condesa se convirtió en la peligrosa obsesión de Monsiono. Deseaba recuperar el libro a toda costa. Convertir en su propiedad los secretos de los Flores y evitar que éstos llegaran a Francisco y su hijo podía ser una parte importante de su deseada venganza. A ello decidió dedicar su perversa y escasa inteligencia.
Fue fácil saber cuál era en Madrid la residencia de los Valdeparaíso. Su casa, en la calle ancha de San Bernardo, era de sobra conocida en la villa y corte, máxime desde que el conde se había convertido en ministro de Hacienda. Cualquier cochero podía llevar hasta su fachada. Félix decidió apostarse por los alrededores durante todas las horas libres que pudiera birlar a su trabajo en las reales fraguas.
Y cuando no lo hacía él, lo encomendaba a un maleante, un joven ladrón callejero, al cual pagaba calderilla a cambio de información sobre cada movimiento que se percibiera en esa casa.
De este modo supo de las salidas y entradas de la condesa a palacio y a algunas tertulias de sociedad por las tardes; de la entrega ocasional de cajones que venían del boticario y que una criada recogía y pagaba con mucha prisa; y de la existencia de esa mujer, Teresa, la doncella, que parecía la fiel guardiana de la casa y la condesa, pero que también ocultaba las visitas de algún que otro mozo por la puerta trasera del solar, cuando los condes estaban ausentes. Pensando con astucia, la criada parecía ser la vía adecuada para lograr información íntima sobre María Sancho Barona, e incluso poder acceder al interior de su residencia.
El cortejo supuestamente casual y disimulado a Teresa, cada vez que ésta ponía el pie en la calle para hacer recados; la ronda, los halagos, los regalos espaciados como si de un hombre enamorado se tratara, fue la estrategia que Félix utilizó para ganarse su confianza.
Aunque era difícil sentirse atraída por un hombre de la agresividad física que emanaba el cerrajero, Teresa, que no acababa de asimilar su eterna soltería, fue cayendo conquistada en sus redes poco a poco, sin atreverse a indagar en la vida de él y sin apenas darse cuenta.
Los días de mercado en la plaza de la Cebada eran bulliciosos y alborotados. En las inmediaciones de la iglesia madrileña de San Andrés se acumulaban en esas fechas puestos de comercio ambulante, entre los que proliferaban los de trastos viejos: libros, objetos de madera, cerámicas, metales, cristal y hasta hierros de desecho o robados, contra cuya venta fraudulenta actuaban de continuo los veedores del gremio de cerrajeros como Francisco Barranco.
Había amanecido un fresco y soleado sábado de otoño. La capital se desperezaba con la vista del nuevo palacio real prácticamente terminado. El bloque central del edificio, con sus cuatro elegantes fachadas conformando un perfecto cuadrado, se alzaba hacia el cielo, imponiendo su recto perfil sobre el conjunto de la ciudad. Sacchetti se ocupaba en estas semanas de la complicada ejecución de la cúpula de la gran capilla, cuya techumbre iba recubierta de plomo. El arquitecto no escondía ya el cansancio acumulado por esta obra que le había ocupado dos décadas de vida, y que a los sesenta y cinco años de edad podría ser la última de su carrera profesional.
Puesto que el conde de Valdeparaíso acompañaba aquel día también al rey en la jornada de caza a El Pardo, María decidió aprovechar su ausencia para acercarse a la plaza de la Cebada. Aunque no era lugar para la adquisición de objetos de lujo, el carácter variopinto de este mercado ambulante atraía con frecuencia a damas y caballeros de alcurnia, movidos simplemente por la curiosidad. No era raro encontrar entre esos tenderetes la venta en almoneda de las propiedades de algún difunto, con mucha frecuencia libros, ropas y enseres, que aún podrían tener larga vida en manos de otros dueños que los valoraran.
La condesa acudía a distraerse, rebuscando entre viejos trastos.
Conducida hasta allí en su silla de manos, porteada a brazo por dos cocheros, para no manchar sus zapatos de seda con el barro de las calles, María no se fijó en que tras ella, muy de cerca, seguía sus pasos Félix Monsiono. Tampoco se dio cuenta, durante el tiempo que pasó en la plaza de la Cebada, de que este hombre, apartado de ella lo justo para no llamar la atención, observaba fijamente todos sus movimientos.
Abriéndose paso entre la gente, la condesa se acercó hasta un anciano, que con una manta sobre el suelo repleta de libros amontonados, trataba de hacer alguna venta que le permitiera comer ese día. María se agachó a ojearlos, sin importarle esta vez que el bajo de su vestido se manchara de polvo. Era más fuerte su interés por las páginas impresas que por la vestimenta bonita. Miró varios volúmenes de todas clases: hagiografías de santos, algunas obras en latín, gramáticas, diccionarios y genealogías. Debajo de ellos, descubrió uno encuadernado en tapas de pergamino, atado con un cordón de cuero, que le llamó mucho la atención. Tenía las esquinas quemadas y parecía haber sufrido el deterioro de la humedad. Pidió permiso al librero para desatar el cordón, que estaba mohoso y corroído, y curiosear en su interior. Lo que se desplegó ante sus ojos la dejó absorta. Anotaciones manuscritas en diferentes letras y tintas, junto a dibujos y esquemas que parecían de piezas de cerrajería. Nerviosa, sin querer leer más, lo cerró de sopetón. Vio con claridad que ése era el libro que buscaba Francisco; el manuscrito de los Flores, del cual había copiado la fórmula alquímica del hierro, cuya investigación la tenía aún obsesionada. Con disimulo y pretendido desinterés, preguntó al anciano por el precio y las circunstancias de que el tomo estuviera tan deteriorado.