Le resultaba imposible dormir. Días después de haber contemplado pasar el cortejo fúnebre hacia la iglesia del enterramiento, Francisco aún no había sido capaz de conciliar el sueño. Por más que Josefa intentaba convencerle de que se acostara, el cerrajero prefería pasar la noche en vela, cayendo a ratos rendido sobre la mesa, acuciado por la imagen del rostro exánime de María. Estaba desolado. Muchas veces se encerraba en la fragua para dar rienda suelta a su tristeza, llorando solo.
Josefa se había dado cuenta del sentimiento de su marido después de la muerte de esa dama. Por mucho que hubiera tratado de obviarlo a lo largo de todos estos años, ahora se daba cuenta de cuánto había amado Francisco a la condesa de Valdeparaíso. Josefa era de buen corazón y sentía lástima por el terrible final de aquella hermosa mujer. La tristeza que su muerte provocaba en Francisco le taladraba el alma. No sabía cómo consolarle. Se sentía frustrada por no haber sido capaz de despertar en él un sentimiento de amor tan profundo, pero no pensaba desistir. Francisco iba a necesitar más que nunca su cariño y su hombro para desahogarse.
Al margen de su tristeza, a Francisco le obsesionaban las dudas razonables sobre las causas de aquella muerte. Estaba convencido de que María había sido envenenada. El amarillo en sus dedos le parecía suficiente prueba. Recordaba haber leído en algún libro de ciencias, la posibilidad de intoxicarse mortalmente si uno cometía la imprudencia de llevarse a la boca un dedo que hubiera tocado un papel impregnado de veneno. Por desgracia, era un viejo método de asesinato: enviar cartas y regalar libros que llevaran la sustancia mortal adherida a sus hojas.
Movido por el afán de hacer justicia a la condesa y hallar los motivos de su muerte y al posible asesino, Francisco decidió iniciar una discreta investigación por su propia cuenta.
Se presentó de inmediato en casa de Miguel de Goyeneche. Su última entrevista parecía haber marcado la ruptura definitiva entre ellos, pero Francisco creyó que ahora tenían otra cosa más importante que resolver. La visita de Barranco pilló a Goyeneche de sorpresa.
Pensaba que el cerrajero regresaba a pedir perdón por su desencuentro y no lo esperaba tan pronto. Pero Francisco le desconcertó con otro argumento bien diferente.
—Don Miguel, tengo la sospecha fundada de que la condesa de Valdeparaíso ha muerto envenenada.
—¡Qué dices, Francisco! Ten cuidado con tus palabras. No debes andar lanzando rumores y acusaciones infundadas. Si el conde de Valdeparaíso se entera, podría costarte muy caro.
—Lo sé, pero ya no me importa. Hay algo superior que me empuja a aclararlo todo. Me cueste lo que me cueste —aseveró con aplomo Francisco—. Y a eso he venido…
—¿A qué exactamente…?
—Sé por la doncella que el último libro que manejó la condesa era un regalo vuestro, salido de vuestra imprenta. Creo que murió al tocar con sus dedos un veneno, que llevó a su boca con el inocente gesto de chuparse el dedo para pasar las páginas.
—Si lo que intentas es acusarme a mí o a mi entorno de esa muerte, vas por mal camino —contestó enfurecido Goyeneche—.
Juro por lo más sagrado que jamás hubiera hecho tal daño a María. Después del final de nuestra relación, puede que hubiera entre nosotros tirantez, distancia, incluso reproches y odios. No niego que últimamente la puse entre la espada y la pared con un chantaje que tenía que ver contigo; y que la critiqué duramente por no prestarme la suficiente ayuda en la corte, pero en el fondo la quería y la admiraba. No, Francisco, yo no he envenenado a la condesa. Si estás tan seguro del hecho, busca en otro sitio.
—Aunque fuera cierto, lo negaríais; es evidente. No sé por qué, pero tiendo a creer que vuestro juramento es sincero.
—Si crees fehacientemente en tu teoría del veneno, te aseguro que no fue por el ejemplar que yo le regalé, o al menos no fui yo quien se lo puse. Busca otros sospechosos, Francisco —sugirió Goyeneche—. De todas formas, debió de ser alguien con conocimiento sobre sustancias, acceso a sus libros y un interés encubierto por eliminarla.
—¿Quién iba a querer hacer una cosa así? —se preguntó con desesperación Francisco.
—Lo ignoro, pero desde luego María tenía una vida solapada que nadie conocía —explicó Goyeneche, ignorando que el cerrajero había sido el único en tener acceso a ese mundo oculto de la condesa, donde el mutuo amor se había engrandecido—. Se rumorea que en su biblioteca, que están tasando para el inventario de bienes, entre los cientos de tomos había libros hasta de brujería y exorcismo. La condesa siempre fue peculiar… A lo mejor descubrió algo oculto y alguien ha querido, o robarle el secreto o evitar que lo propagase.
Los últimos comentarios de Goyeneche abrieron la mente a Francisco sobre otras posibilidades, quizás más ciertas, acerca de lo ocurrido. Tenía por delante una peligrosa tarea de desenmascarar al asesino.
—Francisco… —dijo Goyeneche, cuando el cerrajero ya se marchaba por la puerta de su salón—, de veras lo siento. Créeme que entiendo y comparto el dolor que debes estar padeciendo. Sé que eres un buen hombre e intuyo la verdad que había en tus sentimientos hacia ella…
Le dio las gracias con un leve gesto de cabeza y siguió su camino hacia fuera. A estas alturas, las palabras de comprensión y consuelo de Miguel de Goyeneche llegaban tarde.
Si alguien era consciente de lo que Francisco estaba sufriendo en este momento, ése era Pedro Castro, su más íntimo amigo. Él había sido testigo, desde el primer momento, del enamoramiento del cerrajero por aquella inalcanzable dama. Imaginando el luto que debía impregnar su alma, se acercó a visitarle en su casa. A ratos, empujado por la desesperación, Francisco pasaba a la fragua y ahora en vez de llorar, descargaba su rabia, como cuando era joven, machacando con fuerza un hierro candente sobre el yunque. Pedro consiguió empujar a Francisco fuera de su confinamiento voluntario en la fragua, y lo sacó a la calle, a despejarse hablando, como antaño, de paseo.
—He escuchado que la reina está realmente muy afectada por el fallecimiento de María. Incluso ha empeorado de su enfermedad crónica. La han sangrado ya dos veces en pocos días, ¿lo sabías?
—preguntó Pedro, iniciando la conversación.
—No lo sabía, pero no me extraña. Doña Bárbara es una mujer de sentimientos nobles y me consta que la adoraba; la tenía realmente como persona de su confianza. —Francisco se quedó un rato pensativo, mientras caminaba en silencio—. Pedro, todos recordarán a la condesa como una dama única, pero de entre ellos, sólo yo hubiera deseado morir en su lugar. Estoy desesperado…
—El tiempo lo cura todo, Francisco. Concéntrate en tu familia, que te necesita, y tu trabajo. Tienes mucha vida por delante.
—No puedo. Estoy obsesionado con su desaparición. Hay algo grave detrás de ello y no pararé hasta averiguarlo. En gran parte me siento responsable… —confesó apesadumbrado el cerrajero—. Empiezo a pensar que su muerte tiene que ver con la fórmula alquímica del hierro que investigaba para mí. No es sólo el amor perdido, sino el cargo de conciencia lo que me aplasta, y no podré quitármelo de encima más que cuando encuentre al culpable.
Siguieron caminando un rato, con el ademán serio y meditabundo. Pedro parecía estar rebuscando en su memoria algún detalle o anécdota, de los que él habitualmente escuchaba o veía en la calle o los tugurios, que pudiera ayudar a Francisco a iniciar sus pesquisas sin dar palos de ciego. De repente, se detuvo en seco.
—Espera, hay algo que acabo de recordar… que puede tener importancia…
—¿Qué es, Pedro? Dilo cuanto antes —interrumpió impaciente el cerrajero.
—Hace unas semanas vi en la calle a tu cuñado Félix…
—¿Y…?
—Me fijé en que no iba solo. Iba acompañado de una mujer, y sé que no era Manuela, aunque únicamente la vi de refilón. Entonces no le di importancia; no seré yo quien juzgue los amoríos de nadie, pero ahora que lo pienso…, es probable que esa mujer fuera la criada de la condesa de Valdeparaíso. La he visto infinidad de veces junto a ella, y la reconocería desde cualquier ángulo.
—¿Estás seguro de que Félix andaba con Teresa? —preguntó incrédulo Francisco.
—Sí, estoy seguro. Era ella —aseveró Pedro—. Empieza a tirar de ese hilo y creo que encontrarás la madeja.
—Nunca podré agradecerte lo suficiente tus consejos, Pedro —concluyó Francisco, realmente confortado y agradecido.
No tardó en aparecer Francisco en casa de los condes de Valdeparaíso. Estaba dispuesto a resolver este asunto cuanto antes. Llamó por la entrada principal, sabedor de que a esas horas el conde estaría ausente. Teresa todavía trabajaba allí y le abrió la puerta. Francisco le anunció que venía a hablar con ella, y la criada, sorprendida y temerosa, le dejó pasar y acomodarse en la zona de cocina, cara a cara, sentados a una mesa. Francisco fue directo al grano, sin miramientos. Sabía que tenía relación con un tal Félix Monsiono, maestro cerrajero. No podía negarlo, puesto que los habían visto juntos en la calle. Le confesó su temor a que ese hombre pudiera tener relación con la muerte de la condesa.
—Teresa, necesito tu ayuda. Tienes que contármelo todo. No te queda más remedio.
Acobardada ante la tozuda realidad de los hechos, la criada se derrumbó y se prestó a contar a Francisco la extraña situación a que se había visto abocada recientemente. Reconoció que se había dejado cortejar por un hombre que a cada rato la buscaba y asaltaba en la calle. Sabía poco de él, pero le hacía hermosos regalos. Poco a poco había ido adquiriendo un extraño poder sobre ella. La amedrentaba, recalcaba muchas veces su autoridad sobre ella y sus deseos de poseerla. Llegó un momento en que le dio miedo rechazarle y se dejó llevar. Pensó que entregándose a él sería más fácil quitárselo de en medio que oponiéndose a sus encuentros y sufrir por ello su inquietante acoso. El tal Félix insistió muchas veces en entrar en casa, pero se negó siempre hasta que ya no pudo resistir más. Ocurrió el mismo día en que la condesa apareció muerta, pero por la mañana. Doña María había salido a palacio, y Félix, que parecía estar al tanto de los movimientos de su señora, se presentó por la puerta trasera. La intimidó de tal forma, que consintió en llevarle a su cama. La poseyó de una forma desagradable, y no podía explicar cómo, pero tras el esfuerzo sexual, se quedó dormida. Cuando se despertó, sobresaltada por el ruido de unas campanas cercanas que anunciaban las once, se percató de que él se había marchado.
—Es probable que anduviera por la casa, sin que te dieras cuenta, y que accediera al gabinete de la condesa —añadió Francisco, que tenía ya el convencimiento de que Félix era el asesino. Estaba claro que Félix había descubierto que la condesa podría estar investigando en aquella fórmula alquímica del acero. Sólo el robársela podía justificar ese atropello.
—Hay algo más, que quizás sea importante…
—Cuenta todo lo que sepas, Teresa, por favor.
—Unas semanas antes, mi señora trajo un libro del mercado de la plaza de la Cebada. Un ejemplar antiguo, manuscrito, de ésos con tapas de pergamino. Sé que vino muy excitada por haberlo encontrado y que pasó muchos ratos encerrada en su laboratorio, al parecer estudiándolo. Me confesó un día, en el tocador, que necesitaba contarte algo urgente sobre ello y, de hecho, me mandó a buscarte a tu casa, pero me dijeron que habías marchado a Aranjuez. ¿No te lo dijo tu esposa?
—No. No me lo dijo, pero ya da igual ese detalle. ¿Dices que un libro de pergamino, manuscrito?
—Sí, eso he dicho. Tenía dibujos dentro. Los vi al limpiar lo de polvo.
—¡Dios! Es el libro desaparecido del maestro Flores. Félix lo robó, debió de perderlo y se enteró, el diablo sabrá cómo, de que la condesa lo había comprado. Ahora entiendo todo. Pero, dime ¿dejaste entrar a ese hombre en el laboratorio de la condesa?
—No. Eso jamás. Sé donde escondía la llave mi señora, pero jamás la he cogido. Lo juro. ¿Crees que él ha podido entrar forzando la cerradura?
—Cualquier cosa es posible. Es imprescindible encontrar ese libro. Busquémoslo.
Teresa entregó la llave del laboratorio a Francisco y le dejó pasar dentro. Apenas había espacio para una persona, así que el cerrajero le ordenó que se quedara fuera, vigilando. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra y fue capaz de reconocer todos los delicados enseres que María acumulaba allí con tanto mimo, exactamente como ella los había dejado, le invadió una terrible nostalgia. Se acordó de las emocionadas escenas vividas con ella en aquel recóndito y mágico lugar. Permanecía todavía en el aire un intenso aroma a destilación de lavanda, el mismo exquisito olor que siempre desprendía ella. Estaba a punto de derrumbarse en su tristeza, pero sacó fuerzas para recordar cuál era allí su objetivo. Con energía, empezó a buscar y rebuscar en los estantes, cajones y otros posibles escondites, el libro manuscrito y cualquier anotación o documento, relativos a la fórmula del hierro que la condesa hubiera podido dejar escritas para después transmitir a Francisco. Quizás al tener el ejemplar original en sus manos, había sido capaz de desvelar la fórmula al completo. Se desesperó buscando, pero no halló nada. Teresa le aseguró que tampoco ella había encontrado el libro en el gabinete donde la condesa había fallecido.
—Maldigo a ese desgraciado asesino, que ha sido capaz de matar por robar nuevamente el manuscrito —dijo con furia Francisco, descargando con fuerza el puño sobre la mesita del laboratorio, sentada a la cual la condesa había pasado tantas horas de estudio.
La doncella permanecía en el umbral de la puerta del pequeño cuartito secreto, compungida y desolada por haber sido, sin saberlo, cómplice necesaria de la muerte de su señora. Con los ojos inundados otra vez de lágrimas, se acordó entonces de un detalle:
—Toma. Creo que esto te pertenece —dijo, sacando de un bolsillo de su enorme delantal envolvente, la llave de maestría que Francisco le había regalado a la condesa—. La llevaba siempre oculta bajo el corpiño, atada con una cinta de raso. Yo se la quité cuando la vi muerta, para que ni el médico ni el conde la descubrieran…
El cerrajero la tomó con emoción entre sus manos. La llave parecía bruñida y lustrosa del roce sobre el metal que había procurado la tela de los vestidos de la condesa. Había sido el preciado objeto protagonista de su unión ante el altar mayor de El Escorial, cuando se ataron las manos. Mientras la guardaba él mismo en su chaquetilla, se percató de que sólo el frío deseo de venganza era capaz de mitigar su dolor. Decidió pues actuar en consecuencia y pensar en la batalla definitiva que iba a presentar a sus dos principales enemigos.