—Doña Bárbara está demasiado dolorida como para atender peticiones de los criados de palacio —le respondió la marquesa—.
Sinceramente, Barranco, no te garantizo que pueda leerla. Su estado físico es terrible. Se nos va… y más que una lástima, es una verdadera catástrofe. Ella es el pilar de este reinado, ¿qué va a ser de nosotros?
Francisco se marchó, albergando alguna esperanza de que la enfermedad diera a la reina una tregua, como había hecho su afección de asma otras tantas veces. Supo después que la habían trasladado al real sitio de Aranjuez, su favorito, en un intento de reanimarla.
Doña Bárbara, sin embargo, pasó allí las últimas semanas de vida, en medio de una terrible agonía, que soportó con admirable entereza.
Durante días, en la villa y corte no se hablaba de otra cosa que de su sufrimiento y de las rogativas que se hacían en todas las iglesias, implorando por su salvación. Pero no hubo remedio. La reina expiró en Aranjuez, a finales del mes de agosto de 1758, a los cuarenta y seis años de edad. A Francisco siempre le quedó la duda de si la soberana llegó algún día a leer su carta.
Si hubo alguien que se alegrara de la muerte de Bárbara de Braganza, esa fue su suegra y enemiga, Isabel de Farnesio. La anciana reina viuda, atosigada por la ceguera y desterrada desde hacía más de una década en la soledad de La Granja de San Ildefonso, recibió la noticia dando gracias a Dios. La desaparición de Bárbara, sin haber procreado, dejaba la puerta abierta a que su propio hijo, Carlos III, por el momento rey de Nápoles, hubiera de regresar a España para asumir la corona que dejaría vacante su hermanastro. Fallecida Bárbara, nadie apostaba nada por el pobre Fernando VI que, sin su esposa, era un hombre enfermo mental y sin rumbo. El regreso triunfante de Isabel de Farnesio a Madrid iba a ser pronto una realidad; una particular venganza, aguantada con paciencia a lo largo de todos esos años y que iba a llegar para ella con extrema facilidad debido a las fatalidades del destino que sufrirían sus enemigos.
Mientras tanto, aún con el duelo candente por la muerte de Bárbara de Braganza, Francisco se enfrentó a la inminente responsabilidad de hacerse cargo de las reales fraguas. Deseaba con toda su alma que aquel taller tuviera el esplendor que merecía. En este ámbito tenía, sin embargo, la más difícil misión que cumplir: recuperar el manuscrito de los Flores, que con toda seguridad estaba en manos de Félix Monsiono, y proceder después a su despido y acusación como asesino de la condesa de Valdeparaíso. Si algo necesitaba Francisco a estas alturas de su vida era poner fin, para siempre, a sus divergencias con este rival que había tenido la virtud de amargarle la vida desde que le conociera, cuando tenía solo trece años. Desde entonces, a pesar de haber compartido oficio, maestro, fragua y familia, tenía la sensación de que entre ellos solo había habido odios y rencillas.
Pidió a Josefa que le indicara el lugar donde residían Félix, Manuela y su hijo. A pesar de que las hermanas ya no tenían relación, estaba seguro de que su esposa sabía cómo localizar la casa. En efecto, Josefa lo sabía. Vivían en varios cuartos de alquiler, en un edificio cercano a la calle de Lavapiés, lugar de residencia y comercio de muchos otros artesanos del hierro.
Hacia allí se encaminó Francisco, sin que Josefa ni su hijo le vieran salir, para que no intentaran detenerle en sus intenciones.
Un vecino del edificio le abrió la puerta principal y se prestó a indicarle el conjunto de habitaciones que correspondían a la vivienda de Monsiono. Según se acercaba, escuchó las desagradables voces de Félix, reconviniendo a Manuela de muy malos modos. La puerta de entrada estaba entreabierta, y tras tocar ligeramente con los nudillos, Francisco se presentó raudo en el interior para que no le negaran el acceso.
Una vez más, después de tantos años, Francisco y Félix se hallaban cara a cara, en la tesitura de un duro enfrentamiento. A ambos les pareció que su contrincante había envejecido mucho. Desde que Monsiono marchara al destierro a Guadalajara, no habían vuelto a encontrarse, pero al verse de nuevo, nada parecía haber cambiado entre ellos. La desagradable cara de Félix transmitía la misma envidia, los mismos celos, el mismo odio por Francisco. Esta vez, Barranco mostraba más desprecio por él que nunca. No tenía duda de que Félix era el asesino de la condesa de Valdeparaíso y sólo le deseaba el mismo sufrimiento, verle condenado al patíbulo y que Dios hiciera justicia, enviándole al infierno.
Pasada la sorpresa inicial por la intempestiva visita de Francisco, los improperios de Félix se volvieron contra él. Empezó a criticarle el atrevimiento de haberse presentado allí sin permiso y a gritarle con brusquedad que se marchara por donde había venido. A la vista de la violencia que empezaba a desplegar en sus gestos, Manuela buscó protección a espaldas de su hijo, que ya era casi un hombre y éste decidió que era mejor quitarse de en medio, encerrándose con su madre en un cuartucho contiguo. Dejaron solos a Félix y Francisco.
La habitación estaba saturada de un cierto tufo a vino y Barranco se dio cuenta de que su cuñado se encontraba, una vez más, bebido.
Pero no quiso echarse atrás en sus planes y fue directo al grano, intentando evitar primero las recriminaciones y las inútiles discusiones. Ante semejante bruto, era mejor actuar con fría inteligencia y primero obtener de él lo que venía buscando.
—Félix, a estas alturas de la vida, tengo el mismo interés que tú en que nos veamos las caras. Es decir, ninguno. Sólo me importa de ti una cosa: que me devuelvas el libro que robaste al maestro Flores —dijo con contundencia—. No vas a salirte con la tuya. Es preferible que sueltes el libro y no te metas en mayores problemas.
Tu negociación con los franceses salió mal, y ahora lo único que te queda es la opción de entregármelo…
—¿Por qué sabes tú lo de los franceses? ¿Y si te dijera que es mentira?
—Vamos, Félix, yo sé eso y mucho más… —dijo Francisco con aparente serenidad, tratando de convencer a Monsiono por las buenas, aunque fuera a base de mentiras, y evitar que su borrachera provocara una desagradable trifulca—. Si me lo entregas, callaré todo lo que conozco de ti para siempre. Vengo incluso dispuesto a ofrecerte un trato. Te daré por el libro cinco mil reales. Con ese dinero puedes iniciar una nueva vida, más cómoda, en otro lugar.
—No pienso vendértelo. Jamás. Además, no te creo. ¿Cómo puedes asegurar que me darás ese dinero? ¿Lo traes aquí?
—Saca el libro de donde lo tienes escondido. Déjame verlo y yo te enseñaré la bolsa con el dinero que estoy dispuesto a ofrecerte —siguió insistiendo Francisco—. Véndemelo o acabaré contando… que fuiste tú quien lo robó a la condesa de Valdeparaíso, ¿después de envenenarla?
—Está dentro de ese baúl, ¿sabes? —dijo Félix de una forma chulesca, señalando hacia un baúl de cuero rojizo que estaba en la esquina de la habitación, como uno de los pocos muebles de la estancia—, pero no lo verás nunca más, porque te odio tanto… que prefiero destruirlo antes de que llegue a tus manos.
La discusión comenzaba a encenderse y, sin darse cuenta, uno y otro se acercaban mutuamente en actitud amenazante.
—Además… —dijo Félix, con una horrible mueca de burla en su cara—, ¿qué me importa esa condesa? Al fin y al cabo, era una ramera de la aristocracia, en manos de uno y otro; igual que su criada, furcia y cotilla. ¿O es que crees que no me contó tus pretensiones de amor con esa mujer? ¿Qué te creíste, Francisco Barranco, que ibas a ser el hombre en la cama de una aristócrata? ¡Siempre fuiste un imbécil! ¡Y ahora eres un iluso fracasado! Esa condesa está bien como está, muerta.
Todo eso era más de lo que los oídos, la mente y el corazón de Francisco podían soportar escuchar, máxime en boca de este despreciable ser. Más que la humillación hacia su persona, le dolió de una manera insoportable el que intentara mancillar el honor de María, a la que el mismo Félix había matado. Francisco se vio invadido de una furia incontenible. Se abalanzó sobre su cuñado, con la ciega idea de matarlo, si podía, aunque fuera a puñetazos. Cayeron los dos al suelo y comenzaron a propinarse terribles golpes. Félix, sin embargo, y a pesar de estar bebido, fue más rápido que él, porque conocía los recursos de su casa, y logró alcanzar con una mano el atizador de la estufa. En unos segundos, Francisco había perdido la conciencia.
Recibió dos durísimos golpes en la cabeza, que lo dejaron tendido en el suelo, con el rostro ensangrentado, sin sentido.
Al escuchar que la pelea se había detenido, Manuela salió asustada de la habitación. Vio a Francisco moribundo y a su esposo con el atizador aún en la mano. Comenzó a gritar y llorar despavorida, y esta vez era contra Félix, al que a su vez empezó a insultar y golpear con las manos cerradas, descargando en él la desesperación de tantos años de maltrato. Con el gesto gélido e impasible, Félix se alzó del suelo y apartó a Manuela de un empujón. Se agachó después sobre el cuerpo de Francisco, para hurgar entre sus ropas, hasta encontrar la bolsita de dinero que supuestamente iba a entregarle a cambio del libro. Aunque el llanto de Manuela se hacía insoportable, le dio tiempo a pensar que si se entretenía mucho, esta vez sí le prenderían por asesinato. Estaba seguro de haber matado a Francisco. Por ello, abandonó la habitación sin llevar más que el dinero, y sin mirar un segundo para ver lo que dejaba atrás, salió por la puerta y se dio a la fuga.
La muerte de Francisco Barranco fue otra nefasta noticia que impactó a la corte. El famoso cerrajero de cámara, conocido dentro y fuera de palacio, fue llorado por muchos. Josefa lo amortajó con el hábito de San Gil y se ocupó, con la ayuda del siempre leal amigo Pedro Castro, de su enterramiento en la cripta de la iglesia de San Juan, la misma en la que reposaban los restos de los Flores y en la cual ellos dos se habían casado. Se mandó decir mil misas rezadas por su alma.
Cuando Josefa, su hijo José y Pedro Castro salían de la iglesia, después de la oración fúnebre, les pareció que el extraño ingenio de relojería en el palomar del empresario teatral Luis de Rubielos tocaba las doce, por dos veces, con más empeño que nunca.
Francisco se marchaba de esta forma repentina e indeseada, como la propia condesa de Valdeparaíso, su amada, después de una vida en pos de sueños que no había podido realizar, pero que dejaba sembrados en la mente de su hijo: José Barranco y Flores, que a sus diecisiete años iba a heredar, por gracia especial del rey, y en honor a los méritos de sus antepasados, el título de cerrajero de palacio. Dada su juventud, el oficial Santiago García, el favorito y leal a su padre, que estaba a punto de lograr la maestría, iba a ayudarle en recoger el testigo de las obras de rejería y cerrajería en los reales sitios.
A pesar de su fuga, Félix Monsiono, corrió muy mala suerte. En su estado de embriaguez y aturdido por los golpes que él mismo había recibido por todo el cuerpo, apenas pudo caminar durante una hora hacia las afueras de la capital, dando traspiés, hasta caer dormido junto a las tapias de la real Casa de Campo. Allí lo encontró tirado una banda de maleantes, que quisieron robarle el dinero que llevaba escondido dentro de la chaquetilla. En su intento de defenderse, Félix terminó con su cuerpo en el cercano río Manzanares, del que no acertó a salir, por efecto de la borrachera. Unas lavanderas lo encontraron, un día después, ahogado.
A la par que Francisco, desaparecía toda una época; un tiempo de cambios y de refinamiento, protagonizado por personajes en los que había calado la ilusión por una intelectualidad y un aire de progreso completamente nuevos.
El rey Fernando VI, desesperado por la muerte de su amadísima esposa, tardó poco tiempo en caer en el más lamentable estado de enajenación mental. Se encerró a vivir su duelo en el castillo de Villaviciosa de Odón, en compañía de una reducida servidumbre.
Ajeno e inútil para la responsabilidad de reinar, murió allí en agosto de 1759, sólo doce meses después que Bárbara de Braganza.
A la muerte del rey siguió, apenas un mes más tarde, la del arquitecto Giacomo Bonavía y, escasamente un año después, la del conde de Valdeparaíso. A la desaparición de éstos siguió, en un plazo de tres años, la de Miguel de Goyeneche, a quien acababa de serle expropiado, de una manera ilícita y escandalosa, movida sólo por la inquina política, el privilegio de publicación de su querida
Gaceta de Madrid.
La muerte de Francisco le había dejado tremendamente afectado. Abandonó por ello para siempre sus anhelos de levantar una manufactura de acero. Otros empresarios de nuevo cuño siguieron intentándolo. Un vecino de Madrid, llamado Pablo Sala, quiso probar a obtener privilegios reales para la instalación de una fábrica en San Agustín de Guadalix y pidió consejo a Goyeneche, pero éste no pudo más que desearle la suerte que él no había tenido. Este aventurado negociante se disponía a experimentar con fórmulas trasnochadas de transmutación de hierro en acero, que aún publicaban los más recientes periódicos económicos, insistiendo en los errores inciertos de tiempos pasados.
En sus últimos años de vida, Miguel de Goyeneche se interesó mucho por los progresos como artesano y artista del joven José Barranco y Flores. Le recordaba en el físico y el espíritu a su padre. Se intuía que iba a ser pronto un hombre atractivo, fuerte, audaz y animoso. A él le regaló el famoso libro de Réaumur,
Lárt de convertir le fer forgé en acier,
que tanto había estudiado Francisco, y que tres décadas después de su publicación seguía siendo el único tratado de referencia en este campo de la metalurgia, aún estando equivocado.
La fórmula válida y verdadera del buen acero la tenía José, el hijo de Francisco Barranco más cerca de lo que, ni él mismo, sabía ni podía imaginar.
El hijo de Félix y Manuela, por su parte, abandonó a su madre, viuda, y marchó a buscar trabajo como aprendiz de cerrajero a otra provincia lejana a Madrid, donde nadie pudiera vincularle a la historia delictiva de su padre. Manuela, sola, desvalida y sin dinero, sobrevivió unos años de la misericordia, hasta que fue pasto de la tisis. La encontraron muerta en la misma casa que habitaba cuando ocurrió el desgraciado asesinato de su cuñado Francisco. Le dieron un entierro de pobre y avisaron a Josefa para que viniera a recoger los escasos enseres que había dejado en la casa. Entre ellos estaba ese baúl de cuero rojizo, testigo de la fatal y última discusión entre Félix y Francisco. Josefa, envejecida repentinamente y desolada por la dramática desaparición de su esposo, no mostró ningún interés por las pertenencias míseras y sucias de su hermana Manuela. Por ello, el baúl de cuero rojo fue a parar a un almacén de trastos, en el patio de la mítica fragua que ahora regentaba su hijo José Barranco y Flores, principal descendiente de varias gloriosas sagas dedicadas al trabajo de los metales.