El valioso manuscrito de los Flores, en efecto, había sido ya motivo de negociación con el maestro Platón, que había llegado a verlo con interés, aunque Monsiono apenas le había permitido ojearlo por encima, para evitar que tomara nota de sus revelaciones sin haber pagado antes por ello. Félix exigía una importante suma de dinero a cambio de ese compendio de vieja sabiduría metalúrgica propia de la casa real española. Pedía asimismo protección para poder emigrar y privilegios para trabajar en su oficio e instalarse cómodamente en Francia con su familia. No se fiaba de nadie. Exigía documentos oficiales firmados y el dinero por adelantado, antes de entregar el libro. Temía que intentaran matarle y no pagarle si lo soltaba antes.
Platón prometió consultar con sus verdaderos superiores lo que debía hacer. Estaba pendiente en verdad de reunirse con el duque de Duras, embajador de Francia. El repentino despido de éste, que tras la caída del marqués de la Ensenada y por el supuesto apoyo que le brindaba había quedado en mal lugar frente a Fernando VI, dejó los planes inmediatos de Platón en suspenso. La llegada a Madrid del marqués de Aubeterre, nuevo embajador francés, iba a retrasarse unos meses, suficientes para que los acontecimientos se precipitaran de una forma indeseablemente dramática.
Los recientes descubrimientos que había logrado en las reales fraguas, revolucionaron su mente. Francisco había sobrepasado los cincuenta años de edad y empezaba a replantearse el ya corto futuro profesional que tenía por delante y a valorar los acontecimientos y personas que habían conformado su pasado. Sus incipientes canas, testigos de lo vivido, no podían ser en balde. El recuerdo de la condesa de Valdeparaíso, presente en cada instante de sus días, actuaba en él como una fuerza interior que le impulsaba a seguir adelante.
Sopesó las grandes cuestiones que tenía por resolver de forma inmediata. La acción contra Jean Baptiste Platón iba a ser la primera.
Su cese y expulsión de España, tras desvelar su verdadera identidad como espía, no sólo iba a alegrarle a él. La intriga de entorpecer el progreso industrial español había perjudicado a otros, principalmente a Miguel de Goyeneche, y a pesar de sus últimas desavenencias, no quería privarle del placer de ver caer a este enemigo. Supo que estaba de visita a sus fábricas en Nuevo Baztán y esperó un par de días, con impaciencia y enorme ansiedad, hasta que regresara.
Era difícil mantener oculto lo que acababa de saber de Platón, pero prefirió callar y ser cauto antes de provocar el cataclismo.
No acababa de descender Goyeneche de su carroza al regresar a Madrid, cuando su criado le transmitió el recado de Francisco: necesitaba encontrarse con él urgentemente. El financiero mandó avisar a Barranco de su llegada, y al cabo de un rato el cerrajero estaba ya de visita en aquella casa. Esta vez fue Francisco quien llevó el peso de la conversación. Miguel permaneció callado, sorprendido ante lo que escuchaba, durante la mayor parte del tiempo. Se dio cuenta de que sentía una extraordinaria admiración por Barranco, ese artesano, que con el mismo espíritu de su juventud, seguía luchando por su profesión y su vida, aunque las recompensas que él esperaba lograr no hubieran llegado todavía. Goyeneche, en cambio, se reconocía más cansado y empobrecido de ilusiones. Los hallazgos sobre Jean Baptiste Platón le llenaron también de indignación, pero su reacción no fue la esperada por Francisco.
—Te doy mi más sincera enhorabuena. A pesar de las decepciones y los sufrimientos de todos estos años, has logrado una acción que va a ser no sólo beneficiosa para ti, sino para tu entorno y todo el reino. Me gustaría acompañarte en esta lucha final, pero esta vez creo que te corresponde a ti el protagonismo —dijo Goyeneche, con tono desilusionado.
—¿No vais a acompañarme a los despachos ministeriales a resolver este asunto? —preguntó incrédulo Francisco, que había venido a proponer al financiero el presentarse juntos en la corte y aprovechar en su favor el golpe de efecto de este caso de espionaje.
—No, Francisco. No voy a acompañarte. Vengo de Nuevo Baztán y debo confesar que no traigo de allí buenas noticias. Mis negocios editoriales, acosados despiadadamente por este gobierno, han descendido mucho y mis fábricas, sin los recursos que antes proporcionaba la Corona, están prácticamente en quiebra. Empiezo a percibir mi ruina. Y no podré sacar adelante esa fábrica de conversión de hierro en acero que habíamos imaginado. He cancelado la construcción del edificio. Si te soy sincero, he perdido las ganas de luchar contra nadie. Sigue tú solo para adelante; te lo ruego, te lo exijo.
La noticia pilló a Francisco desprevenido. Sin duda era una decepción enorme, pero no tenía otra opción que continuar por el camino emprendido. El encuentro con Goyeneche, por lo menos, había servido para reconciliarse mutuamente. Habían compartido muchas peripecias a lo largo de sus vidas y sentían la necesidad de tenderse la mano, como dos personas que se profesaban desde su juventud gran afecto.
Impulsado y aconsejado por Goyeneche, Francisco se presentó al día siguiente en el despacho del conde de Valdeparaíso, en el palacio del Buen Retiro. No había solicitado audiencia, pero insistió a sus secretarios, con inusitada autoridad, que era imprescindible mantener una reunión con el ministro. Le hicieron esperar un momento. Poco después, movido por la curiosidad de esa extraña visita, el conde en persona abrió la puerta y le invitó a pasar y a sentarse frente a su mesa de trabajo.
—¿Qué se te ofrece con tanta urgencia, cerrajero? —preguntó con ironía Valdeparaíso—. Debo creer que es un asunto importante, para irrumpir en el despacho de un alto cargo con esta prepotencia, impropia de un criado de tu rango…
—No es el rango lo que me concede la potestad para presentarme así ante su señoría, sino el interés de lo que debo contaros.
—Más te vale que sea tan importante como presumes…
El trato intimidatorio que el conde pretendía aplicar no tuvo efecto contra Francisco, que movido por el recuerdo siempre vivo de la condesa, no tuvo reparos en responder a su viudo con dureza. Se dirigió al ministro de Hacienda con decisión y le desveló los detalles sobre la condición de espía de Jean Baptiste Platón y el engaño de su verdadera misión en España. Puesto que Valdeparaíso, como ministro del gobierno y colaborador de los proyectos del difunto Carvajal, había sido responsable de la protección brindada al francés en todo este tiempo, no le dolían prendas en someterle a un chantaje.
Francisco estaba seguro de que tanto Huéscar como Valdeparaíso pensaban obtener suculentos beneficios de la contrata del hierro en palacio, a costa de proteger a Platón. Su avaricia, sin embargo, les había conducido a dejarse atrapar por las redes de un sagaz espía.
Si no quería que los reyes fueran inmediatamente informados de este error garrafal de sus ministros, que tanto daño podía causar a la economía del reino, debía proceder cuanto antes al cese y expulsión de Platón y a la devolución a Barranco de su antiguo puesto de director de reales fraguas, con los mismos privilegios que se habían concedido al francés.
El conde, anonadado, se sentía descubierto y sin recursos para rebatir las directas acusaciones del cerrajero.
—¿Y cómo podré justificar el cese fulminante? Causará extrañeza a los reyes, y puede que la embajada de Francia pida explicaciones. En la actual situación de tensión bélica, cualquier conflicto diplomático puede servir de excusa para magnificar las rencillas entre dos países.
—Encontrar un espía a sueldo de Francia en el seno de la corte española podría ser motivo más que suficiente para el cese de relaciones diplomáticas —alegó Francisco—, pero dejémoslo en que, de momento, basta con aludir a cuestiones de deficiencia artística y técnica de este maestro. El intendente Baltasar Elgueta y yo presentaremos pliegos de condiciones y precios para las obras de hierro de palacio más ventajosas para la real Hacienda, y así podrá justificarse la decisión desde este ministerio.
Valdeparaíso no salía de su asombro. Parecía difícil asumir que un mero artesano pudiera poner en jaque de esta forma su prestigio político, pero no tenía más opción que asumir la equivocación y el fracaso del plan de beneficio para su propia economía. Por supuesto, nunca podría imaginar la profunda vinculación sentimental que ese mismo cerrajero que le hablaba, Francisco Barranco, había tenido con su esposa, María Sancho Barona, a la cual había demostrado más admiración y amor del que él mismo hubiera sido capaz en toda su vida.
Francisco salió del despacho satisfecho. Valdeparaíso le había dado su promesa de actuar conforme le había pedido. Y así, por su propio bien, lo hizo.
Jean Baptiste Platón recibió con estupor la orden de su cese y retirada inmediata de las reales fraguas. No le encontraba explicación y trató de defenderse escribiendo a los reyes una carta en la que se presentaba como una víctima de las envidias nacionales. Pero la misiva fue convenientemente interceptada por Valdeparaíso y nunca llegó a manos de los soberanos. Ante la falta de respuesta, Platón entendió que el complot se había vuelto contra él y que sus antiguos protectores le habían dado la espalda. Recogió con celeridad en el real martinete todos aquellos documentos que pudieran comprometerle y, junto a su familia, corrió a buscar refugio en la embajada de Francia. Allí quedó discretamente oculto, velado por sus compatriotas, a la espera de la llegada del próximo embajador y la toma de decisiones sobre su futuro inmediato. Valdeparaíso, finalmente, no se había atrevido a forzar el decreto de expulsión por miedo a que el propio Platón se decidiera a su vez a desvelar la trama de corrupción económica en la que algunos ministros habían participado.
Se anunció a Francisco Barranco, a los pocos días, que el cargo de director de las reales fraguas volvería a ser suyo. El nombramiento venía acompañado de un extraordinario incremento de salario y privilegios de mayor autoridad en la gestión de aquellos talleres. Le transmitió la noticia el intendente Baltasar Elgueta, que le hizo presentarse en la obra de palacio. Asumiría su nueva responsabilidad en el plazo de unas semanas.
Acababa de lograr lo que tanto había ansiado, aunque tenía una sensación agridulce. Antes de regresar a su casa para contárselo a Josefa, sintió la necesidad de ir a visitar la iglesia de las carmelitas descalzas en la que había sido enterrada la condesa de Valdeparaíso.
Llevaba su llave de maestría en el bolsillo, colgando de la misma cinta azul que había servido para atarse sus manos ante el altar mayor de El Escorial. Dentro de la iglesia se arrodilló en el suelo y rezó, con la devoción de que era capaz, por ella y por su propio futuro. Tuvo entonces una sensación espiritual muy extraña y, tras santiguarse deprisa, puso rumbo hacia su casa.
Josefa lo encontró muy pálido cuando le vio entrar por la puerta. Francisco le hizo partícipe de inmediato de las buenas noticias que traía de palacio. Su cara, por el contrario, denotaba un gran malestar físico. En efecto, uno de esos recurrentes dolores de hígado que sufría desde su asalto nocturno a las reales fraguas había vuelto a atacarle. A pesar de la insistencia de Josefa, no quiso meterse en la cama. Se sentó en cambio a la mesa, a redactar dos papeles que hacía tiempo tenía en mente. El primero era su testamento. No deseaba morirse, pero los achaques que últimamente sufría le hacían recordar su edad, y prefería dejar su herencia bien especificada, para que su único hijo heredara sin problemas. Ya procuraría en unos días pasar el documento por un escribano.
El segundo papel que escribió fue una carta a la reina Bárbara de Braganza. En su último encuentro, ésta le había animado a demostrar con pruebas todas las acusaciones que le había insinuado contra Platón, Félix Monsiono y los ministros. Ahora que ya había logrado su nombramiento como director de fraguas y el cese del maestro francés, no le importaba actuar contra el conde de Valdeparaíso. Creía que la reina tenía derecho a una explicación detallada de lo que estaba ocurriendo, y pensando en que María Sancho Barona seguro que así se lo habría pedido, se atrevió a desvelar a doña Bárbara la trama de espionaje y corrupción existente en su cercano entorno.
Por recientes rumores de la corte sabía, además, que la soberana estaba ya muy enferma. Al parecer tenía un cáncer ginecológico, que había avanzado deprisa y la tenía ya casi en trance de muerte.
En los últimos tiempos estaba muy animada con la idea de poder inaugurar el nuevo palacio real, que estaba a punto de poderse estrenar como residencia regia. El fallecimiento de su adorado maestro de música, Domenico Scarlatti, a los setenta y dos años de edad, en su casa de la calle de Leganitos, la había entristecido de nuevo. Ella misma presentía su muerte muy cercana. Apenas podía moverse, ni salir de sus habitaciones, por lo que era muy difícil tener acceso a ella. Francisco quería entregarle su carta cuanto antes, pero por la gravedad del contenido, no se atrevía a ponerla en manos de nadie que no fuera de total confianza. Recordó aquella vez cuando era joven y se atrevió a invadir el despacho de la camarera mayor con una petición de favores para Josefa. Tomó la decisión de actuar ahora igual que entonces.
Se presentó en el palacio del Buen Retiro, pertrechado con sus utensilios de cerrajero, para que nadie pidiera explicaciones adicionales por su presencia. Buscó la galería de las damas y los aposentos de la reina. Preguntó a varias criadas por la salita donde solía despachar la marquesa de Aitona y allí se presentó, con la carta. A su petición de que el papel fuera entregado a la soberana, ya que contenía cierta información que podría interesarle, la camarera respondió con escepticismo.